Читать книгу La justeza del cine mexicano - Jorge Ayala Blanco - Страница 6

La justeza de la impunidad

Оглавление

A raíz del encubierto asesinato de Eva, su compañera de piso y de trabajo en el Archivo General de la Nación (dentro de lo que fuera la Cárcel de Lecumberri desde el porfiriato), presumiblemente por haber sido la única empleada con llaves de acceso a las galerías reservadas donde se guardan los más comprometedores expedientes desclasificados sobre la guerra sucia en México durante los años sesenta-setentas, la hermosa joven desinhibida Claudia (Rocío Verdejo) y su novio investigador habitual del lugar Primitivo González (Alberto Estrella) se lanzan a la búsqueda de pistas que puedan conducirlos hacia los culpables del homicidio. Tras interrogar al guardián buenaonda que descubrió el cadáver Don Everardo (José Carlos Ruiz) y pronto secundados por el intrépido reportero de La Jornada Jacinto (Juan José Meraz), aunque contando con el bloqueo incondicional de la seca directora general del archivo general (Martha Aura) y hostilizados por impertinentes inspectores de policía, no tardarán en descubrir un túnel que comunica a una de las galerías con una inaccesible casa bien vigilada, en contactar con la incorruptible dirigente de los parientes de los desaparecidos políticos Doña Rosario Ibarra de Piedra (ella misma) y en identificar al sospechoso exagente judicial Hugo Santillana (Alejandro Tomassi) que comenzará a acosarlos, pues fue él quien se apoderó de los valiosos documentos incriminadores de un exPresidente de la República y el sádico excomandante torturador apodado El Turco (René Campero). Documentos malditos en fotocopia, pues los originales fueron prohibidos y quemados desde la apertura del Archivo en 2002, por el corrupto funcionario encargado de ofrecerlos al beneficio público (Jesús Ochoa). Pero documentos todavía con la suficiente peligrosidad histórica y penal como para que nuestros tres sabuesos improvisados pierdan sus moradas y sus empleos tras apoderarse de las cajas de expedientes y sean objeto de una enconada persecución por toda la ciudad, para que sea muerto a balazos el investigador vulnerado de la desaparición de su padre en 1977 Enrique (el novelista Fritz Glockner en persona), para que Claudia sea secuestrada e incluso el propio Santillana y sus torvos sicarios (but of course Jorge Zárate et al.) sean masacrados por pistoleros enmascarados en el estado de Morelos, antes de que el temerario periodista jornalero y la valerosa muchacha sean acribillados a resultas de un funesto canje de prisionera-rehén por papeles que había sido concertado con el mismísmo exprimer mandatario.

En Cementerio de papel (Movie Light – Fidecine : Imcine : Estudios Churubusco, 100 minutos, 2006), opus póstumo 43 del veteranísimo coahuilense fabricante de churros del desaparecido cine industrial con sólo 71 años a cuestas Mario Hernández (otrora director de cabecera de Antonio Aguilar en sus cintas anuales, de La yegua colorada, 1972, a La sangre de un valiente, 1993), con base en la novela homónima de Fritz Glockner adaptada por el inefable sexagenario seudorradical siempre escudado en partiditos de izquierda pero ahora ya del Imcine tenazmente rechazado Xavier Robles (el de la abyección inculpadora de Los motivos de Luz y la masacrofilia psicótica de Rojo amanecer aunque también de la depredación carroñofraterna de Polvo de luz) firmando el guión como de costumbre al lado de su colaboradora Guadalupe Ortega Vargas (la Danièle Huillet que se merece), apuesta por la justeza de la impunidad en todos los terrenos a su delimitado alcance. Justeza de un hipercomplaciente thriller común con sus más adocenados clisés violentos a la mexicana, justeza de un autoagitado cine de acción reducido a correteos en autos haciéndose señas y estorbosas cajas de documentos como McGuffin o refugios en cuartos de hotel y conjuras restauranteras con “la entrada más pequeña de la ciudad” (sicazo) o madrizas inclementes en el patio e hiperemocionantes cambios de vehículo abandonando el vocho, justeza de tamborileos y percusioncitas taradas en off para toda ocasión, y así. Pero justamente en todos esos justos tableros narrativos sufre derrotas hasta sucumbir, si bien sin darse cuenta.

De nada sirve que la vertiente del viejo cine populachero (el de La portera ardiente del mismo Hernández, 1980 / 1987) quiera confluir en la misma esquina con el cine posecheverrista de truculenta crítica social (el de ¡Qué viva Tepito!, Noche de carnaval y Jóvenes delincuentes, también de Hernández, 1980 / 1981 / 1989) y hasta con el revisionista histórico-político (Zapata en Chinameca de Hernández plagiando a Cazals of all people, 1988), si en todos esos géneros y fusiones e híbridos va a sacrificarse cualquier humilde vivacidad nacional-popular en aras de un discurso rollero o neotremendista a lo Ciudades oscuras (Sariñana, 2002) o Conejo en la luna (Ramírez-Suárez, 2004), hasta con gratuita secuencia en flashback de ilustrativa tortura tehuacanera mexican style en lúgubre mazmorra, sin el principio de irónica expiación / autoexpiación feroz de Los maravillosos olores de la vida (Ruiz Ibáñez, 2000). De nada sirve que los diálogos jueguen a los profunditos con frases impugnadoras de colección como “Son inconcebibles las contradicciones del capitalismo; por un lado las ciudades perdidas y por el otro esto”: el esplendoroso Hotel Sheraton, o bien, “La Suprema Corte está en manos de la derecha”, si la reflexión se arrastra luego, un poco más pedestre y menos politizada, a ras de una trama atropellada y deshonrosamente explícita, tipo “Cabrones, que paguen lo que le hicieron a enrique y a Eva”, o “Cuídese esa gente es muy peligrosa”, hélas! De nada sirve que la digna activista octogenaria Rosario Ibarra de Piedra haya aceptado interpretarse (muy mal) a sí misma, si cualquier comparsa merecería recitar las sandeces y necedades patriotero-populistas puestas en su boca (“Queridos jóvenes, no tienen idea de lo que el pueblo de México les agradecería que aclararan eso”).

De nada sirve que las secuencias de intimidad de pareja lancen por delante las soberanas tetas de Rocío Verdejo o se mimen sudorosos coitos de porno soft con el cogelón marxista-masoquista-idealista a carta cabal Alberto eXXXorcismosgays Estrella, supuesto producto de una compartida ideología erótica libertaria cual vívido triunfo de la pulsión de vida, si todo thriller / neothriller / infrathriller significa per se un reino, una victoria y un regodeo de la pulsión de muerte, con su propia ideología implícita, el Eros fascista, y su parafernalia repetitiva hasta la saciedad, a base de gozosos balazos a quemarropa, placenteros cuerpos-placenta reventando de gusto mórbido o desplomándose desde un piso superior en aparatosa caída libre, dilución de toda excitación romántica a fuerza de arcaicos secuestros de heroína indómita en permanente amenaza sombría cual amarrada y amordazada Pearl White de Los peligros de Paulina (Gasnier-Mackenzie, 1914) para poder salvarse en el primer minuto del siguiente episodio de su neoburdo serial silente sin gracia pero cuán solemne, magnificadores travellings verticales exclusivos para descubrir apenas los orgullosos domos del temible Palacio Negro y para mostrar la grandeza del ojéis enemigo invencible, jubilosa fotogenia fragmentario-nocturna del sergioleonesco gabán hasta el suelo de un supervillanano y deleitoso responso despótico con inolvidable sentencia-shocking mortífera (“Aquí nadie se muere antes de que yo lo ordene”). De nada sirve que los desgañitados integrantes auténticos de un autoabrogado Comité del ‘68 (con uno que otro exdirigente impostor) armen su habitual mitote de caspa gritaconsignas y pancartas y mentadas de madre y generoso derrame de bilis en el transcurso de una supuesta comparecencia del nefando Turco ante la Fiscalía Especial sobre Delitos del Pasado, si ese sainete de comandancia sólo consigue desplegar un patético caos de pudorosa vergüenza ajena (“Asesino, tú mataste a mi padre, hijo de la chingada, te voy a partir la madre”) cuya obviedad de seguro hubiese reprobado y ordenado jocosamente en un santiamén nuestro especialista de antaño en esos menesteres Alejandro Galindo (de Mientras México duerme, 1938, y el Tribunal de justicia precursor prehitchcockiano en el rodaje en un solo plano, 1943, a El juicio de Martín Cortés y Ante el cadáver de un líder, ambas de 1974).

De nada sirve que se diseminen entre secuencias grandes pausas con la pantalla a oscuras y en silencio luctuoso, si no existen otros elementos que rimen con ese pretendido tono de duelo, ni siquiera esa incitación titular (dejada en el aire) para desenterrar anónimos difuntos sacrificiales del pasado vueltos papel, ni ese simulacro de sepelio-pretexto para insertar infaltables puños compungidos en alto, de preferencia pertenecientes a miembros genuinos del fúnebre Comité Eureka propiedad militante de la santona mesiánica con escapulario Doña Rosario (¿no sería un personaje satírico creado por la excomediante cabaretera hoy levantabrazos de campeones políticos Jesusa Rodríguez?). De nada sirve que la película se haya barrido en la base del cambio sexenal, si sólo aguza todo su ingenio para aguardar 24 horas en la realización del secuestro de su heroína y para efectuar oscuros ajustes de cuentas periodísticas más mezquinas que incisivas con ciertos diarios capitalinos distintos de La Jornada (“Es que yo leo El Universal” / “Por lo menos no es el Reforma”). De nada sirve que se muestre en big close-shot algún documento acaso auténtico dirigido al exPresidente Luis Echeverría Álvarez e incluso se haga aparecer a éste supuestamente en persona y apodado El Patrón (aún rodeado de sus sabuesos políticos predilectos Don Fernando ¿Gutiérrez Barrios? y de El Turco ¿Nasar Haro?) echando pestes contra López Obrador en el lujoso Restaurante del Lago, si el superguau exgalán vetusto que interpreta al magnihomicida (Carlos Bracho guiñolesco a perpetuidad) más bien se desvive por hacerlo parecer un villano simpático que se levanta de su mesa para tomar amable nota bonachona de las amenazas apenas infantilmente intimidantes de sus gratuitos enemigos jurados. De nada sirve que la película termine con una tradicional toma de conciencia (el héroe vencido comprando un megapistolón en Tepito y perdiéndose entre los puestos al final de la calle de la amargura), cuando el realismo socialista ya goza de enorme desprestigio bien fundado, estando en pleno desuso, por decir lo menos.

Y la justeza de la impunidad era ante todo una narcisista y retadora estulticia ignorante de la banalización política, una mugre y esquemática anecdotita intelectualoide y sin apenas desarrollo aunque indecisa entre los más fatigados personajes temáticos favoritos de la conciencia vulnerada pequeñoburguesa (como lo siguen siendo la Víctima Ejemplar y el Soldado Perdido), un extravío más de la esencia de la denuncia, una revisión anticiudadana de la impotencia protestataria e investigadora, un destemplado encomio a la impunidad por torpeza y giro en redondo justificando sus propios inmanentes términos, una forzada y tediosa mueca del más retrógrado cine impune.

La justeza del cine mexicano

Подняться наверх