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Una sintética aproximación general
ОглавлениеEl tiempo, si podemos intuir esa identidad, es una delusión
(Jorge Luis Borges, Historia de la eternidad, 1953).
La finalización de la Guerra Fría estimuló, en especial en el Occidente más desarrollado, un optimismo excesivo. Culminado el antagonismo integral entre Washington y Moscú, Estados Unidos y sus principales aliados en Europa confiaban en gestar, orientar e implantar un “nuevo orden”; era el momento del “dividendo de la paz”, en materia de seguridad, de la “democracia liberal”, en materia política, y del “Consenso de Washington”, en materia económica. La globalización asimétrica, que ya despuntaba, era la columna vertebral de ese “nuevo orden”: una mayor desregulación financiera y una menor diversificación productiva eran las notas visibles que, de hecho, tenían antecedentes identificables en los ochenta. Adicionalmente, se anunciaba que el multilateralismo se robustecería, al tiempo que una agenda internacional remozada –derechos humanos, medio ambiente, desarrollo, desarme, equidad, justicia– desplazaría gradualmente la agenda convencional de defensa, intervención militar y conflictos armados.
Sin embargo, el segundo lustro de los noventa puso en evidencia los límites y las contradicciones de ese hipotético reordenamiento superador de la Guerra Fría: las crisis financieras de México (1994), Asia (1998) y Rusia (1999); la burbuja de las puntocom (2000); la doble acción militar de Rusia en Chechenia (1994 y 1999); la guerra de Kosovo (1998-99) y la intervención de la OTAN; el aumento del número, variedad y letalidad de los actos terroristas (aún antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos); el acentuado crecimiento de la desigualdad, entre otros, mostró la desmedida ilusión de la Posguerra Fría.
De hecho, ese ideal del “nuevo orden” –una suerte de rejuvenecido orden liberal comandado principalmente por Washington– se fue diluyendo desde el comienzo del siglo XXI. El recurso a la fuerza no cedió, como lo atestiguan las múltiples guerras (contra las drogas, contra el terrorismo, contra naciones en Asia Central, Medio Oriente y África) desplegadas por Estados Unidos. Asistimos a un complejo proceso de redistribución de poder, influencia y prestigio; ahora con el paulatino ascenso de una nueva y cada vez más asertiva gran potencia, China; con el resurgimiento de una Rusia agitadora; con el extravío de Europa (siendo BREXIT apenas un ejemplo del autocreado laberinto europeo); y la irrupción de un Sur Global con un peso económico mayor al pasado y una voz más audible en los asuntos mundiales. La gran recesión irrumpió en 2008 sin que, a pesar de las promesas del G-20, se hubiera acordado una eficaz regulación del capital financiero. Ha sido persistente la retracción y regresión de la democracia, en particular desde 2005, sin que se pueda anticipar a qué playas híbridas, autoritarias o reaccionarias podría llegar la última ola democrática. Resulta inquietante el debilitamiento del Estado de bienestar en el Occidente más desarrollado y, con ello, los problemas agravados en materia de salud, educación, justicia. Se fue enraizando una globalización asimétrica portadora de más desigualdad y mayor inseguridad para los ciudadanos. La aguda crisis del multilateralismo no cejó y se agrietaron regímenes internacionales y ámbitos de cooperación.
Es en este contexto en el que estalló el Coronavirus; una pandemia que revalidó la desilusión frente al estado de cosas pero que no necesariamente implica que, ahora sí, de inmediato, se vayan a forjar Estados pujantes y un sistema mundial prometedor. Es claro que lo que presuntamente funcionaba ya no opera en el corto plazo: se ha debilitado la hegemonía intelectual, cultural y moral del neoliberalismo, pero aún no está derrotado. En todo caso, una alternativa progresista será el resultado de dinámicas y actores sociales y políticos cuyo despliegue habrá que observar con detenimiento.