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La gran estrategia de Estados Unidos
ОглавлениеThe price of primacy has been severe…the United States
has acquired a world of antagonists…it has made
the American people less safe where they live
(Stephen Wertheim, Delusions of Dominance, 2021).
Un modo de aproximarse a la política exterior y de defensa de Estados Unidos es observando y evaluando su gran estrategia internacional (Russell y Tokatlian 2013). Ello, a su turno, permite localizar a China y a América Latina en el marco general de la grand strategy de Washington. En la inmediata Posguerra Fría, la administración del presidente Bill Clinton preservó la contención frente a un potencial resurgimiento de Rusia como ante el eventual surgimiento de una nueva potencia (ya China aparecía en la mira de expertos civiles y militares), reafirmó la disuasión como doctrina militar y mantuvo un esquema diplomático con base a un sistema de alianzas apelando a un multilateralismo episódico y a un unilateralismo recurrente.
Después del 11/9 la estrategia de la primacía, que se alcanzó a esbozar en 1991 y abortó en 1992 durante el gobierno de George Bush, se plasmó definitivamente en la política exterior y de defensa estadounidense. La primacía remite a un tipo de gran estrategia que puede sintetizarse así: una potencia no consiente ni tolera el ascenso y la consolidación de una potencia competidora de igual talla. Se trata, básicamente, de que el más poderoso pretende afirmar y sostener su preeminencia. Estados Unidos, durante los dos mandatos del presidente George W. Bush, desplegó una primacía agresiva: ataques preventivos, unilateralismo frecuente, desdén hacia los foros multilaterales, recurso expansivo de la fuerza, y aumento de los gastos militares.
El presidente Barack Obama ensayó, durante sus dos mandatos, una primacía calibrada: un multilateralismo ocasional, más consultas con los principales aliados de Washington, repliegue paulatino en algunas guerras como la de Irak, mayor empleo de ataques con drones y recurso a las ejecuciones extrajudiciales en el exterior, y presupuestos de defensa menos abultados que su antecesor. El presidente Donald Trump implementó una primacía ofuscada. Recurrió a una suerte de diplomacia de la sumisión en la que persuadir era fútil y chantajear resultaba imprescindible. Anunció y aplicó un unilateralismo pendenciero; descreyó y rechazó los ámbitos multilaterales; amenazó y apeló al uso de la fuerza (elevó el involucramiento estadounidense en Yemen, expandió las operaciones militares en Somalia, lanzó 59 misiles Tomahawk en Siria, arrojó la llamada “madre de todas las bombas” no nuclear (MOAB en su sigla en inglés) sobre Afganistán; valoró y aumentó los gastos militares, y desechó y despreció a muchos aliados históricos. Cabe destacar en este abreviado recorrido de la grand strategy que burocrática, recursiva y políticamente fue elevándose el lugar y el rol del músculo militar por sobre el tacto diplomático a pesar de un mediocre récord al no poder convertir el enorme arsenal militar en victoria política (en Irak, Afganistán, Somalia, Libia, Siria). Ese desbalance se puede apreciar al examinar comparativamente a las Secretarías de Estado y Defensa. En ese orden de ideas, vale la pena recordar que los primeros secretarios de Defensa de Trump y Biden han sido, respectivamente, los generales Jim Mattis y Lloyd Austin; algo que no sucedía desde 1950 cuando el presidente Harry Truman nombró al general George Marshall al frente del Pentágono.
Con ese telón de fondo, la pandemia que estalló en enero de 2020 en Estados Unidos y el asalto al Capitolio en enero de 2021 revelaron las limitaciones y los equívocos de la ambiciosa gran estrategia de primacía. El covid-19 epitomizó, entre otros, el desmantelamiento prolongado del Estado de bienestar (con graves efectos, entre otros, sobre el sistema de salud), el elocuente énfasis en los gastos en defensa (mediante presupuestos abultados en comparación a otras áreas), el auge de la desigualdad (afectando más a las minorías y los vulnerables) y el grado de polarización política (no solo partidista, sino también en materia de federalismo). El 6 de enero –un día en que todo el sistema policial, de seguridad y de inteligencia falló increíblemente– el auto-putsch, entendido como un levantamiento organizado y deliberado, instigado por el presidente Trump, incuestionado por su gabinete, avalado por un amplio grupo de legisladores republicanos, activado por supremacistas blancos, neonazis, milicias antigubernamentales, grupos de extrema derecha, fundamentalistas religiosos y movimientos conspiratorios, ratificó lo que se venía apreciando desde hace años: los estadounidenses parecen no compartir un destino común. Esto no es coyuntural; es estructural y producto de un complejo entramado de fenómenos sociales, económicos y políticos. Un gran trauma se cierne sobre el país y no ha sido Beijing la responsable de eso sino los propios estadounidenses.
Ahora bien, en referencia a la relación entre Estados Unidos y China (Tokatlian 2020b) –los dos protagonistas centrales de la transición de poder, influencia y prestigio en el terreno de las relaciones internacionales– los cortes/diferencias entre los tres recientes gobiernos (Bush, Obama, Trump) que desplegaron la primacía deben matizarse. Desde el inicio de la gestión del presidente Bush hasta la primera administración del presidente Obama hay una relativa continuidad: el vínculo entre Estados Unidos y China combinó colaboración y competencia en dosis no idénticas pero relativamente equilibradas, bajo el principio de disuadir militarmente a Beijing y de contener el ascenso chino. Durante el segundo mandato de Obama se produjo un primer giro importante que se manifestó con el anuncio de la llamada “estrategia pivote” (Pivot to East Asia) de 2012; una iniciativa diplomática, económica y militar orientada a re-balancear la proyección de Estados Unidos en el Sudeste Asiático, acompañada de una política dirigida a cercar gradualmente a China. Con Donald Trump ese legado de Obama se profundizó en la dimensión de una mayor pugnacidad. La Casa Blanca no pareció conformarse con limitar la expansión china sino que aspiró a revertir su gravitación, tanto en el área vecina como en cuanto al influjo internacional de Beijing. En síntesis, no se trataba tan solo de renovadas fricciones comerciales y tecnológicas sino de una ascendente confrontación geopolítica.
En cuanto al vínculo entre la gran estrategia de Estados Unidos y América Latina es posible recoger una idea-fuerza histórica de las relaciones entre las partes –la Doctrina Monroe– y precisar su significado y alcance contemporáneo. Durante la administración Bush (hijo) Washington pareció olvidarse de la mencionada doctrina: la atención se situó en Medio Oriente y Asia Central; el propósito principal era avanzar en la guerra contra el terrorismo que se libraba en otras latitudes más que en América Latina; la percepción de China y su influencia en la región a principios del siglo XXI no generaba en la Casa Blanca una sensación de peligro inminente; y el colapso de la propuesta de un Área de Libre Comercio de las Américas en 2005 implicó el fin del tema central de la agenda interamericana.
Durante el gobierno de Obama, en noviembre de 2013 y en el marco de la Organización de Estados Americanos, el secretario de Estado, John Kerry, proclamó el ocaso de la Doctrina Monroe. Un conjunto de factores estructurales, de tendencias globales y regionales y de algunas transformaciones en varios países del continente –incluido, por supuesto, Estados Unidos– parecieron justificar aquel anuncio. Muchos especialistas en América Latina afirmaron que ello reflejaba el aislamiento o abandono de Estados Unidos respecto a Latinoamérica. Tiempo más tarde, durante el gobierno de Trump, el secretario de Estado, Rex Tillerson, proclamó en una alocución en la Universidad de Texas en febrero de 2018, la vigencia de la Doctrina Monroe ante la amenaza, en especial, de China. Con inadvertida franqueza, el secretario de Estado, recuperaba aquella doctrina para expresar, a nivel regional, el sentido del America First del presidente Trump.
Sin embargo, y con vistas a la nueva administración del presidente Joe Biden, el acento en el olvido, el ocaso o la vigencia de la Doctrina Monroe en el inicio de la tercera década del siglo XXI puede llevar a la confusión. Quizás sea mejor hablar de la Doctrina Troilo (Tokatlian 2019). En el tango “Nocturno a mi barrio” Aníbal Troilo dice: “Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando”. En ese sentido, Washington nunca se ha ido de la región, siempre regresa e intenta asegurar su proyección de poder en Latinoamérica.
En términos de inversión, comercio, asistencia socio-económica, ayuda militar y policial, y venta de armamentos, así como en cuestiones como flujos migratorios, remesas de nacionales a sus lugares de origen, penetración tecnológica, y planes antidrogas, Estados Unidos sigue siendo la contraparte más importante para los países de la región. Washington ha firmado más acuerdos de libre comercio bilaterales y multilaterales con América Latina que con cualquiera otra región del mundo: cubren a México, Centroamérica, República Dominicana, Panamá, Colombia, Perú y Chile. Diferentes Guardias Nacionales de distintos estados tienen un total de veinticuatro acuerdos bilaterales en materia de defensa con países del Caribe, América Central y Suramérica. El Pentágono mantiene bases en Cuba (Guantánamo), El Salvador (Comalapa), Honduras (Soto Cano), Aruba (Reina Beatrix) y Curazao (Hato International). El Comando Sur realiza periódicamente maniobras conjuntas con los países del área a través de ejercicios tales como PANAMAX, UNITAS, Tradewinds y New Horizons. China, Rusia e Irán irritan a Washington, pero ninguno de los tres, individual o conjuntamente, afectan la preponderancia militar de Estados Unidos en la región (Tokatlian 2018a). Se podrían sumar muchos más indicadores en otros asuntos. En breve, Estados Unidos nunca abandonó América Latina; más aún es de esperar que siga regresando aunque con un tono, una agenda y un gesto diferentes.