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¿Una nueva Guerra Fría?

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A los retratos ya concluidos pertenecen también, entonces, modos de conducta…A menudo esto lleva a imágenes falsas y, a raíz de esas imágenes falsas, a una propia conducta errónea (Bertolt Brecht, Escritos políticos, 1970).

Es usual leer y escuchar que las relaciones entre Estados Unidos y China hoy tienen un correlato en lo que fuera la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética en el pasado (Tokatlian 2020a). Sin embargo, resulta indispensable analizar dichas relaciones en su naturaleza global específica y en su manifestación concreta respecto a América Latina.

Los vínculos entre Washington y Moscú se caracterizaron por una enemistad integral debido a la existencia de dos modelos antagónicos en lo social, lo económico y lo político. Los contactos culturales fueron escasísimos y los nexos materiales soviético-estadounidenses fueron exiguos: 1979 fue el año récord de intercambio bilateral, alcanzando los US$ 4.500 millones de dólares. La esencia de la competencia entre las superpotencias se medía de acuerdo a su capacidad mutua de destrucción: en 1982, cada uno poseía aproximadamente 10.000 ovijas nucleares. Tácita o explícitamente, según los casos, compartían una visión en cuanto a sus respectivas áreas de influencia. En Latinoamérica y Europa oriental ambos impusieron la noción de una soberanía limitada consistente en el hecho de que la decisión de modificar drásticamente la pertenencia a uno y otro bloque sería sancionada con severidad. Cada uno, a su vez, promovía el cambio de régimen en los países del entonces Tercer Mundo en concordancia con sus preferencias ideológicas. Asimismo, Moscú y Washington impulsaron las “guerras por encargo”–proxy wars– en la periferia. En Occidente, Washington logró arraigar la doble idea de que Estados Unidos era el incontrovertible arquitecto del orden internacional liberal y de que la URSS era un poder revisionista cuyo objetivo era arrasar con las reglas de juego imperantes; el uno parecía una superpotencia satisfecha, el otro una superpotencia revanchista.

Estados Unidos y China expresan hoy dos modalidades contrapuestas de capitalismo a pesar de que las reformas de Deng Xiaoping en 1978 apuntaban a modernizar el socialismo de un país notablemente atrasado. China se transformó en un capitalismo competitivo, mientras Estados Unidos muestra signos –muy particularmente desde 2004– de baja productividad. La relación entre Washington y Beijing se despliega en el marco de una acelerada transición de poder en el campo de las relaciones internacionales, más propia de las pugnas clásicas entre grandes potencias, aunque con rasgos distintivos: se trata de una transición de poder de Occidente a Oriente (y no dentro de Occidente), en un mundo con cuantiosos arsenales nucleares (hecho sin precedentes históricos) y con la presencia de diversos centros (estatales y no gubernamentales) con distintos atributos recursivos y de influencia. Mirar prioritariamente el equilibrio militar no contribuye a entender la dinámica de los vínculos sino-estadounidenses. En 2019, la suma de los presupuestos de defensa de los países de la OTAN, más la de los mayores aliados de Estados Unidos en la Cuenca del Pacífico, sumó US$ 1.1 billones de dólares, mientras que el de China fue de US$ 181 mil millones de dólares. Por su parte, Washington posee 5.800 ojivas nucleares y China, 320. Beijing ha tenido y tiene una postura nuclear muy diferente de la que tuvo la URSS; China compite más material que militarmente con Estados Unidos. Sin duda es por ahí que irán las fricciones del futuro: comercio, finanzas, tecnología, etc.

La rivalidad entre los dos países es un hecho, pero lo es también la interdependencia. El comercio bilateral alcanzó los US$ 630 mil millones de dólares en 2018, mientras las inversiones acumuladas entre 1990-2019 de China en Estados Unidos llegó a US$ 150 mil millones de dólares y las de Estados Unidos en China para el mismo período sumó US$ 284 mil millones. Y hay otras dimensiones que reflejan la intensidad de los contactos: en 2019, de los 1.095.000 estudiantes extranjeros en Estados Unidos, 369.000 provenían de China.

Washington no ha abandonado su insistencia en el regime change, su afán intervencionista, ni la diplomacia coercitiva: nada de eso es la práctica china actual. Recientemente, Washington se exhibió como una potencia insatisfecha e inconforme con el orden internacional liberal que contribuyó a construir, mientras Beijing pareció (y parece) un gestor cada vez más confiado y afirmativo de un ordenamiento global alternativo. A finales de los noventa la secretaria de Estado, Madeleine Albright acuñó el término de “nación indispensable” para designar a Estados Unidos y su influencia decisiva en los asuntos mundiales. Para varios países China se está convirtiendo hoy en la nación indispensable, mientras Estados Unidos se tornó en un país insoportable. Si se toma al pie de la letra la noción de poder revisionista, Estados Unidos bajo Trump lo epitomizó.

En ese contexto, lo que la pospandemia revelará es si la rivalidad matizada se transforma en enemistad plena y si la interdependencia se erosiona a punto tal de que Estados Unidos y China inician un camino de desacople parcial y/o recíproco como anticipo de una agudización de la disputa estratégica entre ambos. En ese sentido, leer la geopolítica actual con los lentes de la Guerra Fría puede conducir a equívocos.

Esto no obsta para afirmar que hay un componente de la creciente disputa global entre Estados Unidos y China que no debe desconocerse en Latinoamérica. La mayor conflictividad bilateral volvió a colocar en escena, como en la Guerra Fría, la presión de Washington y la lógica de “con o contra” Estados Unidos. Eso fue evidente durante la administración del presidente Trump pero encontró dos obstáculos para la anuencia en la región: por un lado, una exigencia de “lealtad” pero con una notable escasez de recursos materiales como contrapartida y, por el otro, la ausencia en la gran mayoría de naciones latinoamericanas de jugadores poderosos con capacidad de veto para frenar los vínculos económicos con Beijing. Una paradoja del inmediato pos-11/9 y de la gestión de Trump es que a pesar de que Estados Unidos demandó a América Latina, como en la Guerra Fría, un respaldo ideológico, gobiernos afines a Washington y aquellos que son distantes tienden a ser más pragmáticos de lo que usualmente se examina: no hay (aun en la mayoría de las elites más conservadoras o derechistas) la disposición ni convicción para enfrentar a China como fue el caso de la disputa Estados Unidos-Unión Soviética. La Casa Blanca, con Biden y a pesar de modales y estilos iniciales distintos, pedirá, seguramente con un tacto más discreto, más adhesión a Estados Unidos, mientras Xi Jinping hará sentir en la región el ascenso cada vez más asertivo de Beijing. En esa dirección, desde el lado latinoamericano la disyuntiva ya no es como en los setenta estar “unidos o dominados”, sino ser poco viables doméstica y colectivamente mientras Estados Unidos y China refuerzan, con distinta intensidad, el uso de la región como espacio de lucha y subordinación.

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