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Estados Unidos hoy: pocas certezas
ОглавлениеLas naciones son amantes de la paz, bajo determinadas circunstancias históricas, y belicosas en otras; y no es ni la forma de gobierno ni las políticas internas las que lo determinan
(Hans J. Morgenthau, El rechazo de la política, 1946).
Es evidente que todo comienzo de una nueva administración en Estados Unidos –o para el caso, cualquier otro país– exige un tiempo de espera para ser analizada y evaluada en detalle. Es también cierto que el covid-19 exacerbó en el plano global una sensación de incertidumbre. Sin embargo, la experiencia sobre las transiciones de poder, las tendencias profundas de las relaciones interamericanas y las condiciones de la coyuntura doméstica en Estados Unidos permiten delinear algunas certezas.
Respecto al tema de China la rivalidad se seguirá profundizando. No se trata de una cuestión de voluntad: como lo muestra la historia de las relaciones entre Estados, todo reacomodo sustantivo de poderío genera tensiones habituales, mayor pugnacidad y puede conducir a conflictos mayúsculos. En todo caso, la encrucijada será cómo manejar y moderar el power shift; y esa tarea no es solo de Washington y Beijing. Con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca la relación con China continuará siendo un tema prioritario en la política exterior y de defensa de Estados Unidos: habrá que ver si, en verdad y así sea gradualmente, Washington abandona la acostumbrada gran estrategia de la primacía; algo difícil de desarraigar.
Antecedentes personales, comentarios durante la campaña de 2020 y un nutrido número de informes y estudios sugieren que Washington buscaría alcanzar una “coalición de voluntarios” (coalition of the willing) pero esta vez en contra de China. Tres elementos apuntan en esa dirección.
Primero, Biden como vicepresidente acompañó a Obama en la idea de que China era más que un competidor temporal y parsimonioso. Entre 2011 y 2012 Obama adoptó un conjunto de medidas para “re-equilibrar” la política exterior y de defensa –usualmente más concentrada en el Atlántico y Medio Oriente– en lo que se conoció como la mencionada “estrategia pivote” (Tow y Stuart 2017). Biden acompañó aquello que ya se vislumbraba en círculos de poder desde comienzos del siglo XXI: que China devino un oponente asertivo y estratégico. Cabe recordar que el secretario de Estado, Antony Blinken, y la subsecretaria de Defensa, Kathleen Hicks, fueron arquitectos de aquella estrategia, al tiempo que la Representante Comercial estadounidense, Katherine Tai, ha sido una fuerte crítica de China. En la audiencia de confirmación de Janet Yellen como secretaria de Tesoro anunció una amplia gama de acciones e instrumentos para frenar las prácticas comerciales abusivas de Beijing, mientras que la embajadora ante Naciones Unidas, Linda Thomas-Greefield –quien en 2019 había ofrecido una conferencia en el Confucius Institute del Savannah State University y recibiera críticas al respecto– afirmó en la audiencia de confirmación que se comprometía a trabajar “agresivamente contra los esfuerzos malignos de China” en la ONU (Nichols y Zengerle 2021). Finalmente es bueno recordar que en un acto de recaudación de fondos para la campaña presidencial, en agosto de 2020, Joe Biden aseveró: “Regarding the [Uyghurs], I’m going to work with our allies, at the U.N. and elsewhere to stand against the detention and repression and call it for what it is, it is: genocide” (Van Schaack 2021); lo cual anticipa que será muy complicado y contencioso una relación con un país al que se considera genocida.
Segundo, durante la campaña de 2020, Biden publicó una nota en la prestigiosa revista Foreign Affairs titulada “Por qué Estados Unidos debe liderar nuevamente” (Biden 2020a). Su referencia a Beijing es precisa: “Estados Unidos debe ser duro con China”. Afirma que es clave construir una “coalición de democracias” para hacerle frente y anuncia la convocatoria a una Cumbre sobre la Democracia. ¿Qué países serán invitados? ¿Buscará disciplinar aliados contra China? ¿Está seguro de que muchas naciones lo secundarán?
Tercero, desde hace meses abundan en Estados Unidos todo tipo de escritos con propuestas sobre qué hacer con China. Por ejemplo, el Centro Belfer para la Ciencia y los Asuntos Internacionales de la Universidad de Harvard publicó un trabajo sobre la viabilidad y practicidad de una OTAN del Pacífico (Asia Whole and Free? Assessing the Viability and Practicality of a Pacific NATO) (Bartnick, 2020). El think tank Atlantic Council produjo un informe (An Allied Strategy for China) (Kroenig y Cimmino, 2020) en el que sugiere que Washington encabece una alianza de países afines en el que el grupo de democracias denominado D-10 (Estados Unidos, Japón, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, Canadá, Corea del Sur, Australia y la Unión Europea) más otros miembros de la OTAN incorpore a “socios informales” (como India, Suecia, Brasil, Finlandia, Indonesia, Filipinas, Vietnam, Singapur y Emiratos Árabes Unidos) en una coalición contra China. Otros expertos proponen profundizar el llamado Diálogo de Defensa Cuadrilateral entre Estados Unidos, Australia, India y Japón iniciado en 2007 y que algunos invocan como la potencial OTAN de Asia. La Asia Society (2020), localizada en New York, coordinó un informe (Dealing with China as a Transatlantic Challenge) en el que retoma el concepto de “rivalidad sistémica” respecto a China y que fuera refrendado por la Comisión Europea y la OTAN, respectivamente, en 2019, proponiendo una acción más concertada frente a Beijing entre europeos y estadounidenses. Y el almirante Craig Faller (2020), al frente del Comando Sur, no deja de repetir que China es un “actor maligno” al que Latinoamérica debe repeler. Sin embargo, no es claro que los países más cercanos a Estados Unidos en Europa y Asia sigan confiando en la capacidad de Washington de consensuar una estrategia internacional hacia China. En síntesis, lo más probable es que la rivalidad entre Washington y Beijing no se suavice y varias de las iniciativas de Trump se preserven, e incluso ahonden, aunque con un discurso con menores tintes de confrontación con un lenguaje nacionalista más moderado. El anuncio durante la campaña presidencial de una “política exterior para la clase media” y la firma de la orden ejecutiva –“Buy American Provisions, Ensuring Future of America is Made in America by All of America’s Workers”–, en calidad de mandatario, reflejan que Biden se distancia del prepotente “Estados Unidos Primero” de Trump. Sin embargo, no abandonará el proteccionismo; lo cual preanuncia más, y no menos, roces con China.
Respecto a América Latina, ¿tiene Joe Biden, una estrategia innovadora, comparativa e históricamente hablando, hacia la región? La respuesta es no. Ello obedece a factores de larga data y a la prolongada hegemonía de Estados Unidos en Latinoamérica. Hay vestigios de la cultura política e institucional estadounidense que siguen presentes al momento de abordar las relaciones interamericanas. América Latina ha recogido bastantes lecciones de su relación con Washington, no es tan evidente que ello haya sido recíproco. Probablemente, se escuchen voces y comentarios, sin duda genuinos, sobre un “nuevo comienzo” o una “ventana de oportunidad” en los vínculos Estados Unidos-América Latina. En el fondo, ello implicaría explorar la eventual modificación no solo de las políticas de Washington hacia la región, sino también las actitudes –enraizadas en una presunción de superioridad cultural– que las sustentan.
Por el momento solo se divisa un esbozo de política exterior en gestación hacia Latinoamérica; en gran medida debido a los enormes desafíos internos que enfrenta el nuevo gobierno y ante la envergadura de la transición global de poder que tiene en China una contra-parte formidable. En ese sentido, ¿qué pistas, señales, datos, movimientos debiéramos observar para discernir los lineamientos hacia la región que podrían caracterizar sus primeros pasos? En esa dirección cabe detenerse en los siguientes.
Primero, es importante tomar en cuenta sus antecedentes políticos. Biden fue senador entre 1973-2009 y acompañó por ocho años a Barack Obama como vicepresidente. Sus posiciones respecto a cuestiones regionales fueron modificándose (On the Issues 2021). Por ejemplo, como legislador votó a favor de reforzar el embargo contra Cuba en 1996 y como parte del Ejecutivo respaldó en 2014 la normalización de las relaciones con La Habana. En 2005 votó en contra del Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos, Centroamérica y República Dominicana (previamente votó negativamente el acuerdo con Chile) y desde 2009 apoyó activamente la Iniciativa Regional de Seguridad para América Central orientada a la lucha contra las drogas y que implicó un desembolso de US$ 1.200 millones. Estos cambios podrían reflejar una capacidad de ajustarse a nuevas circunstancias internas y externas.
Segundo, es relevante analizar la campaña presidencial que lo llevó a la Casa Blanca. Prácticamente toda la contienda se centró en temas domésticos. En su programa oficial hubo una referencia a Centroamérica y a un programa de asistencia a la subregión de US$ 4.000 millones de dólares por cuatro años. En su artículo en Foreign Affairs apenas mencionó una vez a América Latina anunciando, de modo genérico, que “debemos integrar más a los amigos” de la región. Escribió una nota de opinión en el periódico destacando el lugar de Colombia en su visión de Latinoamérica, pensando en aquel momento en lograr apoyo de los colombianos localizados en Florida (Biden 2020b). Obtuvo a nivel nacional casi el 70% del voto latino pero perdió los estados de Texas y Florida; este último influyente por su peso en cuestiones vinculadas a Cuba, Venezuela, Colombia y Nicaragua. Cuestionó a Donald Trump por la ineficacia de su política hacia Venezuela pero no impugnó la diplomacia coercitiva hacia Caracas. Es bueno recordar que las sanciones a Venezuela, mediante una Orden Ejecutiva de marzo de 2015, se iniciaron con Obama en la presidencia y Biden como vicepresidente. Al menos en sus discursos de campaña Biden no propuso una iniciativa continental ante la pandemia. A su vez, cabe destacar que la reciente elección fue la más cara en la historia: las donaciones y aportes llegaron a los US$ 14.000 millones de dólares, siendo los demócratas los más beneficiados (Open Secrets, 2020). Varias asociaciones empresariales rápidamente felicitaron el triunfo de Biden; entre ellas, los banqueros, las farmacéuticas y las Big Techs. Habrá que ver qué influencia tendrán esas industrias y corporaciones en la política interna y externa de Joe Biden y sus consecuencias en las vinculaciones Estados Unidos-América Latina. En todo caso, lo que se puede decir es que la campaña arroja más claroscuros que precisiones sobre su orientación hacia la región.
Tercero, es elemental computar el legado de Trump. Por ejemplo, no es habitual que un nuevo mandatario levante de inmediato las principales sanciones impuestas a países por su antecesor; por lo que es difícil suponer que elimine las que han recibido Venezuela, Cuba y Nicaragua. Trump, con el apoyo activo de los presidentes Iván Duque y Jair Bolsonaro logró la reelección al frente de la OEA de Luis Almagro y con ese respaldo más el de algunos otros gobiernos de la región consiguió ubicar en la presidencia del BID a Mauricio Claver-Carone. Los republicanos lograron reinstalar, con más fuerza que los demócratas, la lógica punitiva de la “guerra contra las drogas”; en especial en México, Centroamérica, el Caribe y Colombia. En breve, Biden deberá operar al comienzo de su presidencia con las restricciones que hereda de Trump. Quizás algunas de sus eventuales medidas diplomáticas más audaces hacia la región se posterguen para no ser objeto de críticas del trumpismo.
Cuarto, es clave observar el perfil de los funcionarios del nuevo gobierno. Dos aspectos son esenciales. Por un lado, está el prolongado desbalance, a favor del Pentágono, que ha venido caracterizando al binomio Departamento de Estado-Departamento de Defensa en los asuntos mundiales. En la región eso ha tenido una expresión elocuente: la centralidad alcanzada por el Comando Sur en las relaciones interamericanas a tal punto que sus comandantes viajan más a la región que los secretarios de Estado. Además, ahora los presidentes de Suramérica van a Miami como parte de su periplo estadounidense (Tokatlian, 2018b). Ese ha sido el caso de Iván Duque, Mario Abdo Benítez y Jair Bolsonaro. Por el otro, está la cuestión de “ideólogos” vs. “profesionales”: en años recientes los primeros han manejado, de hecho, la política exterior latinoamericana. Los nombramientos relacionados a la región brindarán la sustancia y el alcance de la diplomacia estadounidense. Allí se sabrá si hay apenas matices o potenciales cambios respecto a la administración Trump. Ahora bien, cabe subrayar que los matices en algunos temas y circunstancias no son irrelevantes.
Quinto, es fundamental comprender las prioridades del Ejecutivo entrante. La política doméstica predominará y aquellos temas que son cruciales hacia adentro. Migración estará primero en la lista. No obstante, también son gravitantes aquellos vinculados al medio ambiente, la seguridad nacional y el narcotráfico. Ello se evidenciará con más fuerza en las relaciones bilaterales con contrapartes más ligadas a esos tópicos. La política hacia China, en el plano internacional y en especial en el frente tecnológico y el de seguridad, incidirá notablemente en las relaciones individuales y colectivas entre Estados Unidos y América Latina. En uno y otro caso, se podrá comprobar si los demócratas inauguran una etapa más promisoria en los lazos con la región o si trasladan hacia América Latina los costos derivados de sus desafíos internos y sus dilemas globales.
Sexto, probablemente por primera vez hay una cuestión que entrelaza simultáneamente a Estados Unidos; esto es, una cuestión que no es apenas parte de la política exterior de Washington hacia la región sino de la política doméstica estadounidense. En efecto, los desafíos de la democracia, el deterioro institucional y los derechos humanos afectan seriamente a Estados Unidos y Latinoamérica. Posiblemente, la nueva Cumbre de las Américas anunciada para la segunda parte de 2021 pueda ser un ámbito donde se aborde con realismo y sin dobles raseros el estado de esos retos en el continente: ello sí constituiría una interesante novedad. Y séptimo, hay un rasgo personal del presidente Biden que se debe tomar en consideración: es el segundo presidente católico que llega a la Casa Blanca y ello puede ser relevante en ciertos temas.
En resumen, son esperables señales que muestren una mejor disposición de Estados Unidos hacia la región. No obstante, es más razonable esperar continuidad –con formas y estilos distintos a lo más reciente– en vez de un viraje. Las superpotencias cambian poco en general y menos en relación a contrapartes mucho menos poderosas. Habrá que ver como se manifiesta la Doctrina Troilo en los tiempos por venir.