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Conclusión: Latinoamérica y sus incógnitas
ОглавлениеEstamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente nos quedamos…Si no hay allí un brazo amigo que nos detenga, o si fallamos en el súbito intento de echarnos atrás, nos arrojamos, nos destruimos (Edgar Allan Poe, El demonio de la perversidad, 1845).
Al comienzo de este capítulo se presentó un modelo ideal de diplomacia de equidistancia y se señaló que resultaba importante, así fuera preliminar y tentativamente, identificar las condiciones internacionales, continentales, regionales y nacionales que pudieran habilitar o inhibir la práctica de una diplomacia equidistante.
A lo largo del texto intenté mostrar que tanto en el nivel internacional como el continental habría un espacio para desplegar una DDE. En efecto, el estado de rivalidad con interdependencia, ya sea que se estabilice o deteriore, entre Estados Unidos y China no debiera ser interpretado como un llamado a la pasividad: por el contrario, exige repensar y actualizar la política exterior de los países de América Latina. La región, que cohabita con una superpotencia en declive relativo –lo que conduciría a ponderar eventuales márgenes mayores de autonomía relativa–, bien pudiera aprender de otras regiones que han dinamizado su diplomacia ante la transición de poder. Por ejemplo, los países del Sudeste de Asia que conviven con una gran potencia ascendente como China, han rehusado ser espectadores impasibles de ese auge. Las naciones del área, pequeñas, medianas y grandes, buscan incidir sobre el ascenso de Beijing para canalizarlo a los fines de reducir la incertidumbre política, asegurar la flexibilidad diplomática y afianzar los beneficios económicos.
Las transformaciones estructurales en distintos ámbitos obligan a mirar tanto a Estados Unidos como a China y no solamente a Washington. Hay tendencias de cambio visibles en lo económico, tecnológico y geopolítico que demandan una mejor lectura del mundo y una mirada menos dogmática de los asuntos internacionales. No se trata de sustituir una dependencia por otra; se trata, más bien, de sortear la aquiescencia actual ante Estados Unidos y el sometimiento futuro a China. La inacción es el mayor peligro pues redundará en más subordinación, ya sea a Washington o a Beijing. Como se dijo al principio de este ensayo, una combinación de opciones estratégicas frente a Estados Unidos y frente a China, por igual, es necesaria y factible; al menos de acuerdo con el cuadro global acá descrito.
En el plano continental, se presenta una ocasión que pudiera ser aprovechada. Por un lado, Estados Unidos otra vez tiene un foco de atención que puede facilitar espacios de iniciativa y de acción para América Latina. A comienzos del siglo XXI se focalizó en el exterior y en la guerra contra el terrorismo; ahora se deberá focalizar más hacia adentro y en la competencia con China. En la primera década del siglo XXI Washington operaba con una alta dosis de fortaleza heredada del fin de la Guerra Fría; hoy opera con una fuerte cuota de debilidad derivada de una serie de fiascos militares en el extranjero y de una situación interna en la que se concatenan malestar social, trauma institucional, crisis de identidad, baja competitividad y polarización partidista. Por otro lado, en la post pandemia se requerirá de un mayor acento en la gobernanza mundial ante el impacto de las calamidades naturales y las generadas por el hombre. Las catástrofes pueden inducir a la cooperación internacional y, por ende, a mejorar los vínculos entre naciones. Los desastres crean daños en las sociedades y generan vulnerabilidad en los países. Ello demanda la disposición a alcanzar más colaboración. Y en ese sentido, Latinoamérica podría ser un activo participante para aportar a soluciones globales que requieren el concurso tanto de Estados Unidos como de China.
En el ámbito regional es donde a primera vista hay menos incentivos y más constreñimientos para impulsar una diplomacia de equidistancia. El grado de fractura diplomática es tal que pensar en la agregación colectiva de intereses y de metas es irreal. Quizás, y con el objetivo de concebir una DDE en algunos países, es más razonable descansar en el minilateralismo: un multilateralismo de los pequeños números. Se trata de identificar unos temas concretos en los que existan intereses convergentes entre pocos países, así estén gobernados por diferentes coaliciones partidistas. Pueden ser cuestiones materiales –por ejemplo, los alimentos, la infraestructura–, cuestiones valorativas –por ejemplo, derechos humanos, avances en materia de género– y/o cuestiones geopolíticas –por ejemplo, la Antártida, la ciberseguridad– las que vayan aglutinando miradas y medidas comunes entre un conjunto acotado de naciones. Esa experiencia, gradual y efectiva, podría contribuir a concebir una diplomacia equidistante respecto a Estados Unidos y China.
Por último, la mayor debilidad –si bien no fue tratada en este trabajo– de una DDE se localiza en la dimensión nacional. Es y será muy difícil promover una DDE si no hay domésticamente elites dispuestas a activar los recursos del país en pos de esa política de equidistancia, si se carece de sustento social y político al respecto, y si se preserva un modelo económico que no apuesta por una diversificación productiva.
En resumen, es probable que los mayores escollos para una diplomacia de equidistancia se localicen más interna y regionalmente que en el plano continental e internacional. Superar ese obstáculo es y será una tarea política.