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3. LA RUPTURA REVOLUCIONARIA

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La transición desde los intereses teóricos en lograr reformas sociales, hacia la promulgación efectiva de la constitución moderna, sólo pudo ser posible mediante la colisión de una burguesía económicamente fuerte –consciente de su fuerza y apoyada por las clases bajas– con un Estado francés renuente e incapaz de reformarse. El derecho preexistente del rey francés a gobernar permaneció sin ser afectado por las demandas de reforma planteadas por la burguesía en tanto fuese posible alcanzar una asociación con él. Sólo cuando el camino evolutivo pareció finalmente bloqueado se produjo una ruptura revolucionaria; específicamente mediante la decisión del tercer estamento de los Estados Generales de constituirse en una Asamblea Nacional y de tomar el destino de Francia en sus propias manos. Al principio, esta decisión no afectó a la monarquía, pero sí a su base de legitimidad, lo cual no pasó desapercibido a ojos de los observadores contemporáneos19.

Si bien en la decisión que marcó la ruptura revolucionaria todavía no se hacía mención de una constitución, tal decisión fue de gran importancia para el surgimiento de esta. La destrucción de la soberanía monárquica y la proclamación de la soberanía popular dejaron un vacío; dicho vacío no era de poder, ya que el régimen monárquico continuó gobernando conjuntamente con comités de la Asamblea Nacional instalados a la par o por encima de él, sino un vacío de legitimidad en su ejercicio. La legitimidad del monarca y su administración fue retirada mediante el acto revolucionario de la Asamblea Nacional. La autoproclamada Asamblea Nacional –que no fue elegida por el pueblo, sino que surgió de las filas del Antiguo Régimen– sólo podía ejercer el poder estatal en emergencia y de manera provisional. El pueblo, al cual ahora ella estaba adscrita, no era capaz de actuar por sí mismo, sino que para poder tomar decisiones y generar unidad estaba supeditado a un procedimiento y a órganos representativos. La ruptura revolucionaria con la forma de ejercicio del poder político basado en la tradición y la soberanía popular como nuevo principio de legitimación para el ejercicio de dicho poder, que no podía realizarse sin órganos, llevó precisamente hacia un acto constitucional.

Sin embargo, este acto constitucional no debe ser confundido con la propia constitución. Si bien el poder estatal por mandato, que sólo puede surgir del principio de la soberanía popular, requiere siempre de un enunciado jurídico legitimador mediante el cual se asigna el mandato y que, por lo tanto, está necesariamente por encima del poder encomendado y las normas legales que de él emanan. Sin embargo, este enunciado jurídico no necesariamente tiene que llevar hacia una constitución moderna. Por el contrario, el pueblo también puede otorgar un mandato de gobierno de forma incondicional e irrevocable. La antigua teoría del contrato estatal lo había demostrado sin que presentara contradicción lógica alguna. La consecuencia en este caso es el poder absoluto, por supuesto ya no en virtud de un derecho originario, sino en virtud de un derecho transferido. Sin embargo, un poder ilimitado y concentrado en una sola persona no es ni necesario ni factible para una regulación constitucional. En tal caso, el derecho de Estado se restringiría a determinar la omnipotencia del gobernante y a reglamentar su sucesión. Si el carácter de mandato que tiene el ejercicio del poder político no conduce por sí mismo a la constitución moderna, entonces ello sólo se puede deber a la forma especial en que dicho mandato es conferido. Esto hace necesario dar una mirada a las concepciones burguesas de Estado.

Constitucionalismo, pasado, presente y futuro

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