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4. LA SEPARACIÓN ENTRE ESTADO Y SOCIEDAD

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El modelo social burgués partía del supuesto de que la sociedad poseía mecanismos de autocontrol que conducían automáticamente al bienestar y a la justicia en tanto tales mecanismos desplegasen sus efectos sin impedimento alguno20. El prerrequisito para su efectividad era la autonomía de los subsistemas sociales, lo cual les permitía desarrollarse lejos del control político y conforme a sus propios criterios de racionalidad. El medio para concretar esta autonomía era la idea de que todos los individuos eran libres por igual. Por un lado, tal idea prometía un aumento considerable en el bienestar, ya que representaba la liberación del talento y la liberación del individuo de los grilletes del antiguo orden social, dejaba a cada uno el salario de su trabajo, estimulando de esta manera la voluntad de la sociedad en desarrollarse. Por otro lado, ella prometía un equilibrio de intereses más justo –al menos más justo de lo que un control centralizado hubiese permitido–, partiendo de que las obligaciones en un sistema que era igual y libre sólo podían establecerse por un acuerdo voluntario, es decir, pactadas contractualmente. En estas circunstancias, el bienestar ya no era una cantidad predeterminada y definida materialmente, sino el resultado de la interacción de decisiones individuales voluntarias. Con ello el bienestar se formalizó y se procedimentalizó.

Este sistema no hizo superfluo al Estado, ya que para garantizar el ejercicio por igual de la libertad individual, principio del que dependía la función del orden social, se requería tanto de organización como de protección; por otra parte, la sociedad, disuelta en individuos disociados y despojada de toda prerrogativa para ejercer poder político, carecía de la capacidad colectiva para actuar con el fin de garantizar la organización y la protección de la propia libertad. La sociedad tuvo más bien que reconstruir por sí misma esta capacidad de acción por fuera de sí misma, precisamente en forma de un Estado21. Sin embargo, con la capacidad de la sociedad para gobernarse a sí misma, el Estado perdió su antigua multiplicidad de competencias. Dado que el bienestar general ya no era considerado el resultado de la acción planificada del Estado, sino una consecuencia automática de la libertad individual, este perdió su papel como autoridad central a cargo del control de todos los subsistemas sociales. Estos subsistemas, por el contrario, se disociaron de la política y se tornaron autónomos, mientras que la política sólo tenía que proteger los prerrequisitos de la autonomía, es decir, la libertad y la igualdad, ante cualquier amenaza. Esto condujo a una inversión del principio de división hasta entonces válido: el interés privado tenía prioridad sobre el interés público, la sociedad sobre el Estado; el segundo era por principio limitado, el primero era fundamentalmente libre. Para caracterizar este modelo, se estableció el concepto de separación entre Estado y sociedad22.

Ciertamente, la separación no debe ser entendida como una falta de relación, sino como una reorientación de las relaciones. En ese contexto, la sociedad burguesa se enfrentó a un problema de construcción. Por un lado, tenía que proporcionar al Estado el monopolio del uso legítimo de la fuerza, lo cual había pretendido el monarca absoluto y no había logrado, para con ello aumentar nuevamente el poder del Estado. Por otro lado, sin embargo, tenía que impedir que el Estado tornase este poder en contra de la autonomía social y lo utilizase en interés de sus propias ambiciones de control. La constitución moderna precisamente proporcionó una respuesta a estos problemas de compatibilidad entre el orden social y el orden político23. Su capacidad para resolver estas incompatibilidades se basaba en el hecho de que todas las cuestiones que requerían una importante decisión de contenido orientadas a favorecer a la autodeterminación social por encima de las decisiones individuales voluntarias eran de naturaleza formal. Por un lado, se trataba de someter al Estado a limitaciones en interés de la autonomía social y la libertad individual. Por otra parte, el Estado, que había sido excluido de la sociedad, tenía que ser reconectado con ella, de manera tal que aquel no estuviese alejado de los intereses sociales a los cuales servía en su rol de garante.

En este punto es importante reconocer que la realización de esta tarea requería del derecho, específicamente del derecho constitucional, ya que su finalidad radica en la regulación del poder estatal24. Ello debido a que el derecho desarrolla mejor su racionalidad específica cuando tiene que resolver problemas formales. En efecto, mientras que las tareas de control material pueden ser ordenadas y guiadas por normas legales, el cumplimiento queda siempre por detrás de la mera aplicación de la ley. Dicho cumplimiento sólo se produce con la realización del mandato normativo. Sin embargo, esto depende de una multitud de factores reales tales como el dinero, la aceptación, el personal, etc., que legalmente sólo están disponibles en una medida muy limitada. Por otra parte, el problema de la limitación y la organización en el poder estatal puede resolverse mediante la promulgación de las normas correspondientes. Estas normas también tienen que concretarse. Sin embargo, la aplicación de las normas formales es idéntica a la aplicación de la ley. En ese contexto, los recursos no desempeñan rol alguno: las omisiones no son escasas y, en general, las violaciones que se presenten pueden ser resultas dentro del propio sistema jurídico, es decir, mediante la anulación de los actos ilegales. Con una ligera exageración se puede decir que la ley, bajo las condiciones del modelo social burgués, no sólo contribuyó a resolver el problema, sino que fue en sí misma la solución al problema.

En concreto, la restricción a la acción estatal adoptó la forma de las limitaciones que los derechos fundamentales representaban; de la misma manera, la intermediación entre el Estado y la sociedad a través de una regulación jurídica de la organización, adoptó la forma de la división de poderes. Los derechos fundamentales excluían del poder regulador estatal –anteriormente concebido de manera abarcadora– de aquellas áreas en las que no era decisivo el interés público, sino más bien el privado. Por tanto, los derechos fundamentales delinearon la frontera entre Estado y sociedad. Desde el punto de vista del Estado, los derechos fundamentales representaban barreras para su acción; desde el punto de vista de la sociedad, ellos eran derechos de defensa. Ciertamente, la libertad garantizada por los derechos fundamentales no podía ser ilimitada, ya que esto protegería el ejercicio de la libertad que, a su vez, amenaza a la propia libertad y, por ende, a los fundamentos del sistema. Por ello, la libertad del individuo debió plantearse como restringible en interés de la libertad de todos los demás. Como resultado de ello, el Estado retuvo la capacidad de restringir el ámbito de la libertad. Sin embargo, teniendo en cuenta la decisión de principio sobre favorecer la libertad individual, estas acciones representaban intervenciones en el ámbito de protección que ella garantiza, por lo que el objetivo de la organización estatal consistía en la contención de los peligros inherentes a la intervención estatal.

El cómo y el cuándo se autorizaba al Estado a intervenir en libertad para protegerla no quedaban dentro de su discrecionalidad. Más bien, la propia sociedad, a través de sus representantes electos, determinó qué restricciones a su libertad tenía que aceptar cada individuo con el fin de mantener vigente el principio de igual libertad para todos. La ley funcionaba como un medio que podía aparecer como una “expresión de la volonté générale”. El Estado recibió su programa de acción a través de la ley aprobada por el parlamento. Sólo en virtud de una autorización concedida mediante una ley se permitía al Estado intervenir en el ámbito protegido por los derechos fundamentales. Los tribunales a los que las personas afectadas ahora se podían dirigir con sus peticiones estaban en capacidad de determinar si la acción del Estado se encontraba justificada por un programa legal, haciendo retroceder al Estado que actuaba ilegalmente. En ese sentido, se hizo evidente y necesario instaurar el clásico esquema de división de poderes, que tenía por objeto evitar el abuso del poder público dividiéndolo entre funcionarios diferentes, independientes y con capacidad para controlarse mutuamente.

Constitucionalismo, pasado, presente y futuro

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