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3.2.2. Las tradiciones que configuran las prácticas de enseñanza de la educación superior

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Quisiera detenerme ahora especialmente en la cuestión de las tradiciones en la formación de docentes ya que considero a ellas como uno de los factores de mayor peso determinante en la configuración de las prácticas de enseñanza en la educación superior. Las tradiciones son para Davini (1995): “configuraciones de pensamiento y acción que construidas históricamente se mantienen a lo largo del tiempo en cuanto están institucionalizadas, incorporadas a las prácticas y a la conciencia de los sujetos” (p. 20).

Una tradición que ha signado mucho las prácticas de enseñanza en la formación de docentes para la educación inicial y primaria es la tradición normalizadora-disciplinadora (Davini, 1995). Originada en el normalismo, se constituye desde la posición del Estado-educador como un entramado de intervenciones sociales que persiste en su afán por formar al ciudadano del Estado Nación, se la identifica a partir de su corte civilizador, disciplinador de la conducta y homogeneizador de la ideología. Los docentes son, en ese contexto, instrumentos privilegiados de difusión de una cultura que enfatiza las formas de comportamiento y la introyección de la moral.

Esta tradición no se restringe solamente a normalizar el comportamiento de los niños, sino que se constituye en un mandato social que atraviesa toda la lógica de formación y de trabajo de los docentes, que se expresa con fuerza en el discurso prescriptivo que define todo lo que debe ser y se debe hacer; el docente aquí se construye a partir del discurso que lo disciplina respecto a las prescripciones del aparato estatal y en el que se lo muestra más como un funcionario estatal que como un profesional.

Me permito agregar a los planteos de Davini, la tradición activista que reconoce sus fuentes primarias en el movimiento de la escuela nueva. Entre los principios escolanovistas, si bien no puede considerarse un movimiento esencialmente homogéneo, se encuentran aquellos relacionados con la idea de un proceso educativo asentado sobre el interés del niño, a partir del cual el alumno debe sentir el trabajo escolar como un objetivo deseable en sí mismo; aquellos que consideran que la educación ha de proponerse el desarrollo de las funciones intelectuales y morales, abandonando los objetivos puramente memorísticos ajenos a la vida del escolar; aquellos que conciben a la escuela como activa, en la cual el trabajo escolar se asienta sobre la base de promover la actividad y experimentación del alumno y en el que la principal tarea del maestro consiste en atender sus necesidades y orientar y canalizar sus intereses intelectuales, afectivos y morales.

Si bien esta tradición está anclada fuertemente en la preparación de docentes para la educación inicial, la formación para este nivel, sin embargo, es un caso paradójico. Las primeras maestras jardineras comienzan a formarse en Argentina ya desde 1866 dentro de la escuela Normal de Paraná en cursos que tenía la emblemática Sara C. de Eccleston. No obstante, la formación ha guardado una histórica relación de dependencia respecto a la preparación de maestras para el nivel primario no permitiéndosele desarrollar en parte su identidad propia. No puede analizarse esta situación sin considerar por lo menos dos problemáticas específicas: por un lado, la dicotómica identidad del nivel inicial traccionada por el enfrentamiento entre la función asistencial y la función educativa y, por otro, el papel estructurante que ha cumplido en las currículas la formación docente para el nivel primario (Diker & Terigi, 2005).

Aún bajo el amparo de la tradición normalista, la formación docente para la educación inicial ha construido su difícil derrotero curricular bajo la influencia de las ideas de la escuela nueva y aún hoy predomina enraizada en las prácticas de los docentes que priorizan el predominio de la actividad escolar como un fin en sí mismo.

Originada en las Universidades que monopolizan la formación de profesores para la escuela media hasta comienzos del siglo XX y en la que los doctores reivindican como atributos legítimos de la docencia la ilustración y el talento, la tradición académica (Davini, 1995) se caracteriza fundamentalmente por considerar que lo esencial en la formación docente es el conocimiento teórico en sentido puro y que todo otro conocimiento ajeno a la especificidad del campo disciplinar/profesional es innecesario y más aun, acaso un obstáculo. Encuentra su apoyo en la ciencia positivista como modelo del conocimiento sustantivo y en la creencia en la neutralidad de la ciencia. Esta tradición tracciona buena parte de las prácticas de enseñanza universitarias y se derramó hacia la formación docente para la educación secundaria. Predomina aún hoy anclada en algunas prácticas y discursos que denuncian el vaciamiento de contenidos en la formación docente sólo porque conviven en los planes de estudio unidades curriculares específicas de la disciplina a enseñar con otras de índole pedagógico, sociológico y psicológico; en las propuestas de corte cientificista que relegan el conocimiento general y humanista a cuestiones de instrumentación de las disciplinas o le asignan el carácter de tiempo perdido e innecesario en los planes de estudio; en las currículas en las que se consideran a las prácticas como el cierre natural de la formación y en las cuales, recién en el último año de la carrera, pueden aplicarse los contenidos teóricos aprendidos.

Con asiento en la visión que ve a la educación al servicio del despegue económico y de la formación de los recursos humanos necesarios para una sociedad con progreso tecnológico, la tradición eficientista (Davini, 1995) se caracteriza por centrar la visión de las prácticas de enseñanza en la función técnica del docente cuya característica esencial es entonces operar el currículo prescripto por los organismos centrales y medir los rendimientos pautados por objetivos de conducta en pos de la eficiencia. Apoyada en el conductismo y el modelo de la caja negra hoy predomina anclada en algunas de las siguientes prácticas y discursos: en la permanencia de la visión instrumentalista de la enseñanza; en las prácticas que tienden a concebir los logros de aprendizajes como logros homogéneos y posibles de predecir; en las prácticas de formación en las que el mejor futuro profesional, es quien mejor planifica sus proyectos.

Así paradojalmente, en la educación superior conviven prácticas de enseñanza en las que puede identificarse la influencia de tradiciones diversas, en ocasiones contradictorias entre sí, junto a discursos de innovación y de una formación asentada en el profesional del próximo siglo; prácticas caracterizadas por la transmisión verbal con discursos que fundamentan la importancia del hacer en la formación profesional.

Las prácticas de enseñanza

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