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4.2. El estudiante en situación de asumir prácticas de enseñanza

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Desde el mito de la sana predisposición, al que ya nos referimos, se argumentaría que siendo los estudiantes de la educación superior jóvenes o adultos, podría considerárselos como sujetos universales y acabados y que, en consecuencia, podría esperarse de cada uno de ellos comportamientos más o menos iguales independientemente de la situación espacio-temporal y socio-histórica. La actividad que los contiene, es vista así como una actividad de los sujetos: estudiar/aprender para poder ejercer, a futuro, una profesión.

Sin embargo, desarrollé en el apartado anterior un enfoque que, por el contrario, considera a los estudiantes en una situación que puede definirse como tal a partir de una actividad cultural más que individual. Y entonces, desde esta perspectiva, el estudiante de la educación superior sigue siendo un sujeto escolar y no pierde por ello esa condición con todo lo que ello significa. Es alumno definido por la alumnidad16 (Fridman, 2000) y su actividad dentro de una institución educativa está regida por el tipo de lógica inherente a la actividad que en ella se lleva a cabo y por el contrato didáctico17 que define la naturaleza de esa actividad. Se es alumno dentro de un cierto contrato que regula los intercambios entre las partes que reúne, delimitando el campo y asignando derechos y deberes en un marco de referencia compartido.

La perspectiva de Chevallard permite sumar el punto de vista de pensarlo en el marco de los límites del contrato didáctico agregando así una segunda consideración a aquella que lo toma como partícipe de una actividad cultural particular inserta en una práctica social a la que puede denominarse “escolarización”.

Desde este marco de referencias planteo, entonces, algunas interpretaciones para pensar a los estudiantes en situación de estar cursando PPS que impliquen prácticas de enseñanza desde el esquema que propone Engeström. En la situación de ser practicante: ¿quiénes son los sujetos?; ¿cuáles son los instrumentos culturales mediadores?; ¿cuáles son los objetivos?; ¿cuáles son las reglas?; ¿cómo se divide el trabajo?; ¿quiénes conforman la comunidad interviniente?

La primera referencia es a los sujetos, tomando al sujeto practicante para luego involucrar a los otros intervinientes. Un aspecto a considerar es su identidad en la situación: es un estudiante que en la lógica contractual se desempeña como docente sin dejar de ser lo primero y sin ser acabadamente lo segundo.

Esta dualidad constitutiva del sujeto practicante opera tanto en la representación de sí mismo como en la mirada de los otros sobre él y tiñe necesariamente las relaciones en la situación. En ocasiones, ese ser alumno en una institución de educación superior se traslada al marco de las decisiones que desde la inmediatez toman en la situación de estar enseñando en la práctica.

Una particular situación se da respecto a los otros sujetos intervinientes en la actividad de los practicantes. No solo intervienen ellos mismos y los docentes del Instituto Superior o la Universidad sino, a la vez y con peso determinante, el docente de la unidad curricular en la cual practican y en ocasiones un par, otro estudiante, cuando la práctica se organiza a partir de parejas pedagógicas. En este caso, la tutela que oficia como andamiaje18 de la actividad de aprender es realizada por todos ellos. La interacción implicada supone poder considerarla en clave de pares de relaciones: practicante-docente universitario; practicante-par; practicante-docente de la unidad curricular en la que se practica; practicante-alumnos. Y si se considera el andamiaje ampliado: practicante-comunidad; practicante-reglas; practicante-objeto, etc.

La situación de prácticas de enseñanza llevadas a cabo por practicantes se corresponde con la noción de prácticas complejas, las cuales sólo se aprenden en la práctica misma. Por ello, para Feldman (2001), es necesario inducir a los sujetos en este tipo de aprendizajes –recurriendo al practicum19– para definir a un ambiente especial para el aprendizaje práctico, que intenta reproducir lo más fielmente posible las condiciones reales de desempeño de esa práctica social pero en situaciones protegidas, en las cuales la práctica del novato se desarrolla junto al experto.

Ese ambiente especial requiere provocar genuinas situaciones compartidas de aprendizaje o, en la idea de Rogoff (1997), situaciones que faciliten la apropiación participativa: intercambios interpersonales que implican también el modo en que los sujetos se transforman en una actividad preparatoria de futuras actividades relacionadas con ésta o en otras palabras, las formas de involucrarse en situaciones por las que “los individuos cambian y manejan una situación ulterior de la forma aprendida en su participación en la situación previa. Se trata de un proceso de conversión más que de adquisición” (p. 113).

Una segunda referencia es a los instrumentos culturales mediadores. Uno de los más relevantes a ser considerados en esta situación, son los saberes culturales que en un momento de la escolarización –la escolaridad básica– son objeto en la actividad y luego se convierten en instrumentos para la apropiación de nuevos saberes20. Y en el caso de los practicantes, también para la transmisión de los saberes.

Los practicantes, activan los instrumentos en sí y las reglas inherentes a su uso: los saberes teóricos que portan sobre la institución educativa, la docencia, los saberes a enseñar, las formas de intervención, etc. así como los marcos conceptuales desde los cuales interpretan la situación. Junto a ello, activan a su vez, de modo más velado, a veces naturalizado e invisible, un conjunto de propias concepciones que, a modo de representaciones, configuran un saber práctico21 acerca de esas mismas cuestiones.

Quiero exceder el análisis y correrme desde el estudiante practicante hacia el estudiante de la educación superior en general para hacer una mención a los instrumentos semióticos. Parece obvio que éstos no son en la educación superior objeto de aprendizaje en sí, sino instrumentos de apropiación de los saberes específicos. Pero, me pregunto: ¿no debe aprenderse la actividad de la lectura académica en la educación superior? Es indudable que la lectura es una de las fuentes primarias que utilizamos para que los estudiantes se vinculen con el conocimiento, con producciones académicas. El texto es insustituible y hay cierto tipo de conocimientos que parece no poder ser aprendido prescindiendo de él. Y he aquí una compleja trama de cuestiones que se presentan como desafíos. El, en general, novato lector-estudiante de la educación superior se enfrenta a textos que, en la mayoría de las ocasiones, no han sido escritos para él. En ocasiones se trata de tesis convertidas en textos, de artículos de revistas científicas, de presentaciones de investigaciones que son producto de la discusión que se está manteniendo en ciertos círculos, y que en más de una oportunidad responden a los debates internos de la comunidad científica y que parten de supuestos teóricos previos que no se explicitan en los que el lector-estudiante fácilmente sucumbe porque lo que para él es un estreno, resulta ser una obra que lleva décadas en cartel. Este tipo de lectura, ¿es igual a cualquier lectura, responde a la misma lógica?

Detenernos a pensar en los instrumentos y seleccionar como ejemplo el caso de la lectura de textos sólo intenta ser una muestra de los interrogantes acerca de nuestras prácticas que podemos formularnos. Sin duda, no parece ser un buen supuesto de partida el considerar que los estudiantes de la educación superior por el solo hecho de ser tales, pueden tener un tal grado de autonomía en sus procesos de aprendizaje que no sea necesario algún tipo de intervención específica desde la enseñanza más allá de lo que se haga en la clase al respecto. ¿Enseñarles a leer? Si leer no es descifrar… entonces…

El objeto en el esquema de Engeström es un objeto-objetivo. Para el caso de los practicantes, ello tiene que ver con dos cuestiones: tanto con el aprender a enseñar como con el aprender a ser reflexivo con su práctica.

Esta práctica, presupone una asimetría entendida desde el desigual dominio de competencias y saberes para desempeñarse en la situación implicada. En el caso de los practicantes se evidencia además en la limitación del poder de decisión como lo es el relacionado a la selección de los contenidos a enseñar, las actividades a desarrollar, los objetivos a privilegiar, la evaluación, etc.

Pero, en situaciones como estas, no puede pensarse que el aprendizaje del enseñar pueda adquirirse simplemente acatando instrucciones del experto, aplicando saberes disponibles, o imitando desempeños prácticos observados, ya que no solo resulta de una verdadera construcción personal a partir de estar en la situación de tener que enseñar, sino además, la práctica supone aprender a decidir.

No resulta fácil desprender uno de otro para los tres componentes restantes que presenta Engeström. El sujeto practicante se define por la posición que ocupa en un dispositivo de división de tareas y de lugares y jerarquías que se definen para las tareas mismas. Esa división está explícita e implícitamente reglada.

Las reglas están dadas en gran medida por las formas de organización del espacio y el tiempo escolar, la adjudicación de tareas según quienes sean los sujetos intervinientes, y todas aquellas cuestiones que aparecen como obligaciones académicas enunciadas en reglamentos o dispositivos de similar naturaleza. Pero en esas reglas, se implican a la vez las formas de concebir las PPS.

Intervienen, a la vez, algunas reglas implícitas internalizadas como representaciones por los practicantes. En apartados anteriores referimos a la tradición normalizadora-disciplinadora (Davini, 1995) y la describimos a partir del inculcamiento de un deber ser y un deber hacer docente. Esto constituye un conjunto de reglas que intervienen con fuerza en el aprendizaje de la práctica.

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