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Profundizaciones y disquisiciones analíticas para el estudio de identidades populares y articulaciones populistas

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La pregunta clave que atraviesa este capítulo —y que, a su vez, se despliega a lo largo del libro— en torno al vínculo entre las ideas precedentes sobre las identidades y los modos identificatorios con la cuestión de los populismos requiere algunas precisiones. De ellas nos ocupamos en seguida.

Desde algunas contribuciones más recientes que han avanzado sobre los postulados de la teoría política del discurso, se ha advertido una posible limitación en la obra de Laclau, pues en ocasiones se equiparan nociones centrales de la teoría, como las categorías de lo “popular”, el “populismo” y la “política”.

En un libro colectivo titulado Las brechas del pueblo. Reflexiones sobre identidades populares y populismo, Gerardo Aboy Carlés, Sebastián Barros y Julián Melo (2013) se detuvieron en abordar las vinculaciones y distinciones entre las identidades populares y los populismos. La tesis que atraviesa dicha obra y que cada autor indaga de manera distinta, afirma que las identidades populares, en tanto identidades políticas específicas, no necesariamente suponen procesos populistas, pues habría diversas posibilidades articularias de “lo popular”. En otros términos, los populismos son una posibilidad articulatoria más entre otras alternativas ciertamente infinitas, pero de las cuales conviene comenzar a indagar, precisar e investigar.

Conforme con los señalamientos de Aboy Carlés (2013), las identidades populares básicamente designan un

[…] tipo de solidaridad política que emerge a partir de cierto proceso de articulación y homogenización relativa de sectores que, planteándose como negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyen un campo identitario común que se escinde del acatamiento sin más y la naturalización de un orden vigente. (Aboy Carlés 2013, 21)

Estas identidades, que no son per se mayoritarias ni objetivamente subalternas, se caracterizan por su oposición a un orden establecido, ya sea político, social, sexual, económico o de otra índole.

El autor ensaya tres formas o tipos posibles de las identidades populares: totales, parciales o con pretensión hegemónica.

Las identidades populares totales se caracterizan por aspirar a un tipo reducido de unidad política; una unidad que no deja de ser un universal, pero en esa aspiración no hay espacio posible para algún tipo de intercambio con el “otro” antagonista o con los adversarios, pues estas identidades se autopresentan como “el todo comunitario”. Un ejemplo característico mencionado por el autor para explicitar el procesamiento “total” de las alteridades es la estrategia delineada por Frantz Fanon en Los condenados de la tierra (1965 [1961]), una obra de amplia difusión en América Latina, África (especialmente en Argelia) y en el denominado “Tercer Mundo” durante las décadas de los sesenta y los setenta. En su libro, Fanon argumentó el exterminio o la expulsión de los colonizadores por medio del uso de la violencia como un método legítimo (y necesario) para emprender una lucha anticolonial a gran escala. De modo que la estrategia de Fanon podría entenderse como la constitución de una identidad popular, en la cual una parte del pueblo, la plebs (en este caso, todos los excluidos y explotados por el orden colonial), “buscaron intransigentemente convertirse en populus13 (Aboy Carlés 2013, 29). Ciertamente, otras experiencias totalitarias como el nazismo, el estalinismo, las operaciones de limpieza étnica de la antigua Yugoslavia, entre tantas otras, entrarían también en esta caracterización (p. 29).

Las identidades populares parciales son la contracara de las anteriores, pues en ellas prima una suerte de “encierro endogámico” en sus reivindicaciones particulares, elemento que les impide articularse con otras y aspirar a producir alguna forma de unidad política. Nótese que la ausencia del recurso de la violencia no constituye aquí un elemento fundamental; la violencia puede o no estar presente, ya que lo sustancial en estas identidades “es que no hay conversión de la plebs en populus” (Aboy Carlés 2013, 30). Entre los ejemplos señalados por el autor se encuentran diversas experiencias “obreras, étnicas, sindicales y campesinas” que construyeron solidaridades estables, que se definieron por su enfrentamiento al poder establecido, pero que no pretendieron “representar más que su propio espacio” (p. 31). Podrían ubicarse aquí algunos casos como el Partido Socialista argentino durante su fundación (1896) e identidades segregativas como las Panteras Negras en Estados Unidos, por mencionar dos ejemplos especialmente distintos que estarían alcanzados por esta dinámica identitaria.

Por último, Aboy Carlés distingue las identidades populares con pretensión hegemónica, las cuales comparten, con las totales, la aspiración a representar el todo comunitario, pero, a diferencia de estas, el tipo de unidad que buscan no es reducida, pues intentan negociar su propia reivindicación particular con sus adversarios o con parte de ellos (2013, 34-40). Claramente, las identidades con pretensión hegemónica son el tipo de identidades que se ven involucradas en los procesos populistas. Y este es precisamente el elemento característico de los populismos, su regeneracionismo o constante búsqueda (no necesariamente amistosa ni por completo violenta) de negociar su propia identidad, al tiempo que intentan representar una universalidad o un tipo de comunidad relativamente amplia. Se trata, en efecto, de una tensión constitutiva de los populismos, de un mecanismo pendular —dice Aboy Carlés—, en el que en circunstancias precisas alguno de los dos momentos del péndulo (exclusión-inclusión) puede primar sobre el otro; pero lo relevante es que los populismos nunca renuncian a esta dinámica (2014, 40).

El autor se detiene a mencionar algunas experiencias latinoamericanas en las que es especialmente perceptible la inconmensurable tensión entre la particularidad de la plebs y la universalidad del populus; entre ellas se encuentran: el yrigoyenismo14 y el peronismo en Argentina,15 el varguismo en Brasil16 y el cardenismo en México.17 Si bien estos casos podrían, superficialmente, ser definidos como identidades totales (como buena parte de los estudios sobre populismo lo ha hecho), para Aboy Carlés, “esa apariencia totalizante está lejos de constituir una marca definitoria” (2013, 38), pues los intentos de los populismos de cubrir el espacio comunitario se ven rápidamente signados “por la presencia de fuertes oposiciones que demuestran su irrevocable carácter de parcialidad” (p. 38).18

Los procesos políticos que se abordan en este libro (esto es, el peronismo y el gaitanismo) también aportan interesantes ejemplos que pueden contribuir a ilustrar la tensión entre plebs y populus en los populismos latinoamericanos.

En Argentina, en vísperas de las elecciones de 1946, se incorporaron al entonces Partido Laborista —plataforma electoral que llevó a Juan Domingo Perón a la presidencia y que pronto fue desmantelada por él mismo— miembros de un sector de sus adversarios, los radicales renovadores (Unión Cívica Radical – Junta Renovadora). Algo similar ocurrió en el seno del gaitanismo, cuando Jorge Eliécer Gaitán se constituyó como jefe único del Partido Liberal, en 1947, y el movimiento comenzó a incorporar a sus filas a militantes anteriormente adversos (como los liberales que se opusieron a Gaitán en la contienda electoral de 1946, que finalmente llevó a la presidencia al Gobierno conservador de Ospina Pérez).

Este tipo de incorporaciones no se produjeron sin tensiones. Al respecto, en el capítulo 2 de este libro, Ana Lucía Magrini da cuenta de cómo la requerida amplitud de los movimientos peronista y gaitanista, en contextos de nacionalización y de construcción a gran escala de los mismos, produjo férreos enfrentamientos con militantes “de primera hora”, como los laboristas y los gaitanistas más intransigentes. Desde estos sectores internos a cada movimiento (y particularmente críticos), los líderes fueron duramente señalados por su desvío ideológico y por la repentina inclusión de pretéritos adversarios. De modo que estos actores no perdieron del todo su carácter particular y pusieron en discusión articu laciones y solidaridades construidas por el peronismo y el gaitanismo, al mismo tiempo que estos movimientos asumían procesamientos de las alteridades propios de las identidades populares con pretensión hegemónica y de los movimientos populistas.

En una dirección analítica similar, en el capítulo 6, Cristian Acosta Olaya se detiene en precisar cómo operó la lógica pendular entre inclusión y exclusión de los adversarios en el movimiento gaitanista entre 1946 y 1948. A contravía de una tendencia generalizada en los estudios sobre el populismo colombiano, centrados en hacer del gaitanismo un causante del violento enfrentamiento entre liberales y conservadores que siguió al asesinato de Gaitán en 1948, el texto muestra que el movimiento se erigió como un dique inestable frente a un contexto de violencia previa.

Retornando a la pregunta que inaugura este apartado, Barros (2013) ensaya una respuesta adyacente a la formulada por Aboy Carlés, aunque focaliza en otras dimensiones. El autor discute la asimilación sin más entre populismo, lo popular y lo político, cuestión que, como anticipábamos, no logra saldar la obra de Laclau. Para decirlo en los términos del investigador, “lo popular” remite a algunos rasgos —varios de ellos en coincidencia con los mencionados anteriormente por Aboy Carlés (2013; 2014)— que caracterizan a las identificaciones populares en tanto identidades políticas con capacidad para subvertir un determinado orden de cosas. Los atributos que señala Barros no son generalizables ni exhaustivos, pero sí resultan recurrentes a la hora de establecer un análisis de experiencias políticas concretas.

Entre esas notas características de las identificaciones populares sobresale, en primer lugar, el cuestionamiento de los papeles socialmente asignados, tema que hemos introducido en el apartado anterior y que ha sido abordado por la historiografía de los populismos latinoamericanos como la denominada “quiebra de la deferencia social”.19 Para Barros, el cuestionamiento de los roles social o culturalmente asignados tiene un sentido especialmente disruptivo en los procesos de identificación popular que involucran los populismos, pues esos mismos cuestionamientos habilitan un reordenamiento de las posiciones sociales. Este reordenamiento vendría aparejado a un autorreconocimiento con “orgullo”, “gallardía” —como suele aparecer en algunos testimonios de militantes peronistas, por ejemplo— o estima-de-sí. Conforme con el autor, estas expresiones no pasaron desapercibidas para los estudios sobre los populismos latinoamericanos, pero fueron “tomadas literalmente […] como muestra de la exclusión que caracterizaba a las crisis de participación previas a dichas experiencias” (Barros 2014, 332). A contramano, Barros argumenta que estos testimonios pueden ser leídos de otro modo, como un verdadero efecto de dislocación de la deferencia habitual (y naturalizada, por cierto) de la vida comunitaria.

Un segundo rasgo de las identificaciones populares remite al propio reconocimiento de la capacidad (no necesariamente nueva, pero sí públicamente visible) de “poner el mundo en palabras” (Barros 2013; 2014). En esa toma de palabra, nos interesa especificar un elemento característico en torno a los modos de decir y de tramar aquello que se cuenta, pues los testimonios, los relatos del yo, las autobiografías y las memorias por lo general apelan a estructuras narrativas similares, como la épica y el romance.20 Las historias personales son introducidas en historias más grandes, en las cuales cada experiencia individual adquiere un carácter heroico. Un heroísmo que, lejos de mitificar las vivencias propias alrededor de un líder, lo que hace es revalorizar el lugar que cada sujeto tiene, al reconocerse (a sí mismo) como “trabajador, peronista, gaitanista, poeta, narrador, escritor popular”, entre muchas otras posibilidades.

En tercer lugar, esas transformaciones en la estima-de-sí respaldan la demanda por ser escuchada o escuchado, lo cual supone una obligación de escucha para las instituciones públicas, los líderes o el Estado. Dos ejemplos que hacen parte de la experiencia peronista permitirían iluminar “desde arriba” (esto es, desde una mirada más oficial) y “desde abajo” (a través de la enunciación de “sujetos de a pie”) esta cuestión —y de alguna manera también el segundo de los rasgos mencionados—. El primer ejemplo remite a la famosa autobiografía de Eva Perón, La razón de mi vida,21 relato en el que se advierte un modo de contar el mundo que habilitó el peronismo a través de la enunciación de una figura y una líder política clave. El segundo ejemplo recoge parte del análisis que se encuentra en el capítulo 3 de este libro, centrado en la enunciación de hombres y mujeres comunes, muchas veces anónimos, cuyos testimonios visibilizan modos de contar, representar y exigir “desde abajo”.

Mucho se ha dicho sobre el escaso contenido político del libro de Eva Perón, sobre la imprecisión de ciertos hechos históricos, la omisión de su origen familiar o su dudosa autoría. Sin embargo, más allá de estos debates y cuestionamientos que exceden nuestro trabajo, creemos que su testimonio permite ilustrar cómo un relato autobiográfico posicionado como “fanáticamente peronista” (como ella misma se definía) es narrado desde una trama épica y romántica particular: el melodrama.22 Lo interesante del testimonio de Eva Perón es que, lejos de presentarse como un elemento “cursi”, las angustias y el dolor de los humildes, las historias personales de los desposeídos y de los pobres se tratan como un objeto de denuncia y como una verdad históricamente desoída. Y es allí donde el peronismo se construye narrativamente como una expresión política de la justicia y la reparación, frente a una serie de daños y perversidades infringidas en la vida cotidiana de las personas pobres. El papel del Estado es, entonces, para Eva Perón, responder a reivindicaciones realizadas por la gente común, por medio de soluciones universales (políticas asistenciales y de conciliación entre patrones y empleados, por ejemplo), ya que dichas demandas, por más personales que se manifiesten, remiten a reales derechos incumplidos.

Luego, algunos pasajes del presente libro permiten ilustrar “desde abajo” cómo sujetos de a pie, que se identificaban como peronistas, tomaron la palabra para demandar, contar e intervenir en su entorno inmediato. En el capítulo 3, Mercedes Barros, Juan Reynares y Mercedes Vargas subrayan un testimonio, entre los muchos que circularon en cartas enviadas a Juan y a Eva Perón, durante sus dos primeros gobiernos, desde diversos rincones del país. Como se verá en profundidad en ese capítulo —en el apartado titulado “Hacia nuevas tramas para el análisis del peronismo desde abajo y en clave local”—, aquella demanda de escucha estatal es perspicazmente analizada por los autores en una solicitud enviada por una santiagueña oriunda de la localidad de La Banda, doña Emilia, quien, apelando a las políticas emprendidas por el Gobierno nacional en Buenos Aires, exige “pie de igualdad” ante los derechos que si bien el peronismo promovió, todavía faltan en Santiago del Estero.

Finalmente, conviene precisar que el elemento específicamente populista de estos rasgos o características de los modos de identificación popular se encontraría en la forma de articularlos en un discurso. Articulación a la que asistimos, dice Barros, cuando estamos en “presencia de un discurso que pone un nombre al carácter excluyente del orden comunitario y crea retroactivamente una nueva comunidad legítima” (Barros 2013, 55). Es notorio de nuevo aquí el aporte de Rancière. Es “en nombre del daño que las otras partes le infringen” al pueblo, en tanto parte no privilegiada (plebs), que esta “se identifica con el todo de la comunidad” (populus o pueblo en tanto conjunto pleno de ciudadanos) (Rancière 1996, 23). Lo significativo de los populismos es que la disrupción que supone la emergencia de las identificaciones populares no puede pensarse como una simple ampliación de la ciudadanía, porque lo que queda al desnudo es la necesidad de desarticular las relaciones hegemónicas y de configurar una nueva comunidad (Barros 2013; 2014).

En definitiva, más que a contenidos inalterables, los populismos estarían refiriendo a formas o lógicas de articulación política que, en determinados contextos, pueden ser habilitadas por identidades o identificaciones populares que buscan modificar la distribución de roles y lugares en un orden social determinado.

Descentrando el populismo

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