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INTRODUCCIÓN

NEGACIÓN

El 1 de diciembre de 2019, en la ciudad china de Wuhan, un grupo de personas fueron ingresadas en el hospital por una neumonía de origen desconocido y totalmente anómala en su origen, desarrollo y efectos. Este primer grupo de enfermos tenían una particularidad: la mayoría trabajaban en el mercado mayorista de mariscos de la ciudad. El día 8 de diciembre la Organización Mundial de la Salud señaló que esa extraña neumonía era consecuencia de un coronavirus, que quedó bautizado como COVID-19.

Como si fuera una pequeña profecía de lo que nos esperaba en el año 2020, la OMS informó el día 31 de diciembre de 2019, justo antes de Nochevieja, que en Wuhan los casos se estaban disparando. Ya no se circunscribían solamente a ese pequeño grupo de personas iniciales: la COVID-19 comenzaba a propagarse.

Poco a poco empezaron a aparecer en nuestros telediarios y programas informativos noticias que daban cuenta de que una ciudad china de nombre desconocido y con más de diecisiete millones de habitantes quedaba totalmente confinada. Sus habitantes no podían salir de sus casas. Oíamos hablar de cientos de muertos, nos llegaban informaciones confusas, nacía el miedo en la economía por las posibles consecuencias para nuestros bolsillos de lo que sucedía en China… Pero todo aquello todavía nos parecía lejano. Mientras, en España, los titulares seguían hablando de Cataluña, de la formación del nuevo Gobierno, de la Champions League y de La isla de las tentaciones.

Pero pronto el virus abrió sus alas y comenzó a extenderse por Asia y Oriente Medio, y a China se unieron Corea del Sur e Irán. Estos tres países se convirtieron así en los tres focos principales de la expansión de la enfermedad, mientras que en España la seguíamos viendo desde la lejanía de quien niega una realidad, de quien niega un duelo, en una reacción muy similar a la de quien está esperando que un especialista le dé una mala noticia: con temor a que llegue, pero negándose a querer recibirla.

A medida que se acercaba febrero, en Barcelona comenzaron a ultimarse los preparativos para la celebración del congreso más importante del mundo en el campo de la telefonía: el Mobile World Congress. Fue entonces cuando empezaron a surgir rumores sobre una posible cancelación debido al virus. Los medios económicos pusieron el grito en el cielo cuando las empresas participantes, esgrimiendo como justificación el miedo a la enfermedad, dieron inicio a un rosario de cancelaciones que provocó que, finalmente, el 13 de febrero se tomara la decisión de posponer el congreso, lo que supuso el primer gran golpe a nuestra economía.

Aun así, a pie de calle seguíamos viendo el virus de lejos y nuestra vida, a pesar de estas primeras reacciones, continuaba realizándose de espaldas a él y, por consiguiente —y como siempre en nuestra sociedad tanatofóbica—, de espaldas a la muerte.

Italia, nuestro país vecino, había detectado el primer caso de coronavirus el día 1 de febrero. No obstante, la negación (primera etapa del duelo) volvió a aparecer y, pese a todo, no se canceló la celebración prevista de varios partidos multitudinarios de fútbol, como el partido de ida de la Champions League entre el Atalanta de Bérgamo y el Valencia, que tuvo lugar el 19 de febrero y ha sido señalado recientemente como uno de los principales focos de infección y expansión del virus tanto por Italia como por España. Al fin, el día 7 de marzo Italia decretó el confinamiento total del país, si bien una semana antes ya se había decidido cerrar Lombardía. El éxodo de miles de italianos hacia el sur consiguió extender el virus a otras zonas de Italia.

En España, aunque se veía cerca, todavía continuábamos en la negación. El día 8 de marzo, en plena vorágine, miedo e incertidumbre por los primeros casos en nuestro país, se celebraron más de doscientos partidos de fútbol, manifestaciones y mítines multitudinarios de partidos políticos. El día 9 de marzo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunció las primeras medidas: colegios y universidades debían cerrarse y los espectáculos públicos se celebrarían a puerta cerrada. Aun así, y como la insensatez humana no conoce límites, ante la celebración el día 10 del partido de vuelta de la Champions League entre el Valencia y el Atalanta, que se jugaría en el campo de Mestalla sin público, la agrupación de peñas del Valencia pidió permiso para salir a la calle para recibir a su equipo y animarlo desde fuera del estadio. Pues bien, no solo se les concedió, sino que también se dejó pasar a más de tres mil seguidores del Atalanta, que, aunque no pudieron ver a su equipo, sí tuvieron libertad para pasear, beber y cantar por las calles valencianas, prueba evidente de que la sociedad continuaba viviendo de espaldas a lo que sucedía en China, Corea, Irán y Turquía, como se demostró también cuando los parques, tras el cierre de los colegios en ciudades como Madrid, se llenaron de nietos y de abuelos.

La situación, como no podía ser de otro modo, se desbordó: dejó de hablarse de Cataluña, de la Champions, a nadie le importaba ya la Liga de fútbol, ni siquiera se hablaba de La isla de las tentaciones ni de Supervivientes, el coronavirus lo atacó todo…

Pero, como dicen que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, cuando el 13 de marzo se anunció el confinamiento, especialmente desde las grandes ciudades de Madrid, País Vasco y Cataluña, las carreteras se inundaron de coches con familias de viaje hacia sus segundas residencias mientras los informativos televisivos destacaban la noticia de un anciano de ochenta y ocho años diagnosticado de coronavirus que había sido trasladado a su casa para seguimiento domiciliario. Al entender que sus síntomas eran leves, no se le había ocurrido mejor idea que coger su automóvil y salir de la Comunidad de Madrid para dirigirse a Murcia, concretamente a la UCI, que es donde fue derivado varios días después de llegar a su segunda residencia.

ENFADO, IRA Y CULPA

Llegamos así a la segunda etapa del duelo: el enfado, la ira y la culpa. Sobre todo la culpa, pues nada hay más español que culpar de todo lo que nos ocurre al vecino sin mirar hacia nuestro interior, hacia nuestra propia responsabilidad. Somos así, miramos hacia atrás y nos sale la ira: «¿Por qué no se actuó antes?», «Debería haberse cerrado el país en febrero», «Los políticos son unos irresponsables»… Surgieron memes, fake news, vimos en nuestras pantallas a políticos con odio en la mirada y miles de ciudadanos irresponsables ocultaron a la mayoría silenciosa que cumplía las normas, cuidaba su higiene y respetaba los turnos.

TRISTEZA

Comenzaron las ruedas de prensa diarias y una persona pasó a formar parte de nuestras vidas. Entre militares llenos de estrellas y con aire solemne, políticos trajeados con barba y gomina y secretarias de Estado con traje chaqueta destacaba un señor desgarbado, despeinado, con aire de científico loco y cierto aspecto de faquir, Fernando Simón, que día tras día nos adentraba en la realidad del coronavirus: «Mil infectados, cinco mil, diez mil, treinta mil, ochenta mil…».

Llegaron las muertes de seres queridos, las despedidas sin abrazos, el miedo se apoderó de una sociedad atenazada que comenzaba por fin a aceptar esa pandemia mundial en la que todos y todas hemos terminado inmersos.

ACEPTACIÓN

El día 24 de marzo, el presidente del Gobierno anunció que alargaba el confinamiento otros quince días más. Ya se habían dejado de producir huidas hacia segundas residencias, las calles de Madrid se habían vaciado como en la mítica escena de la película Abre los ojos, de Alejandro Amenábar, en la que Eduardo Noriega, en una pesadilla, se imaginaba la Gran Vía vacía, sin gente, sin coches. Pero no era una pesadilla sino la realidad, una realidad que se evidenció el día 30 de marzo del año 2020 cuando toda España se levantó conmocionada al conocer que Fernando Simón, quien hasta ese momento nos había ido proporcionando la evolución de altas, de fallecimientos y de nuevos infectados por la COVID-19, también había pasado a engrosar las filas de los nuevos contagiados.

En una sociedad tan tanatofóbica como esta en la que vivimos, el coronavirus había reventado la puerta de la información y el acceso a la muerte: seres queridos fallecidos sin posibilidad de ser despedidos, tanatorios y crematorios atestados, residencias de mayores al borde del caos, el Ejército vigilando las calles de Madrid, Barcelona o Bilbao. Miles de difuntos y de personas en duelos, víctimas de duelos inhibidos, sin la oportunidad del último abrazo, del último adiós. La COVID-19 nos ha mostrado los efectos más devastadores del final de la vida, del miedo a la muerte, y ha evidenciado los efectos de esta de una manera brutal, devastadora, sin llamar a la puerta ni pedir permiso.

El duelo

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