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LA SOCIOLOGÍA DE LA MUERTE: EL DUELO EN NUESTRA SOCIEDAD

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El ser humano es el único animal que sabe con certeza que va a morir, pero a pesar de que racionalmente lo sabemos, emocionalmente vivimos de espaldas a la muerte, sin mirarla, sin integrarla ni aceptarla. Esta es una de las grandes dificultades del duelo: cuando se complica, se convierte en un problema emocional, subjetivo e ilógico, pero, en cambio, casi siempre intentamos darle una solución racional, lógica y formal. Es como si intentásemos buscar una emisora de onda media en la frecuencia modulada: el duelo y las medidas con que intentamos solventarlo están en frecuencias distintas.

Nuestra sociedad, ya lo hemos dicho, es tanatofóbica. Convertimos la muerte y la pérdida en tabúes que se van forjando socialmente desde la infancia. Lo hacemos al ocultar a los niños una enfermedad, las separaciones y la muerte, también al impedir que nuestros hijos participen en las despedidas y experimenten las emociones connaturales a la pérdida.

Nuestra tanatofobia, nuestra fobia a la muerte, se refleja de forma evidente en nuestro modo de hablar, con expresiones como «se ha ido», «está ausente», «se marchó», etc., que son maneras de maquillar la realidad para no afrontar la muerte. Incluso cuando hablamos de nuestro propio fallecimiento lo hacemos, si lo pensamos bien, de manera condicional, y decimos: «Si muero, quiero que me incineréis». Como si hubiera alguna posibilidad de no morir…

El duelo es la reacción natural a la pérdida y los dolientes necesitamos recorrer ese proceso y conectar con la rabia, la ira, la tristeza, la envidia y la culpa. Todas estas emociones desagradables son necesarias para elaborar el proceso de duelo y, por lo tanto, tienen su utilidad, pero, dado que socialmente son juzgadas como negativas, se cortocircuitan, se acallan antes de tiempo, sin permitir así que el doliente pueda digerirlas y metabolizarlas. Queremos eliminarlas lo antes posible, pero las mal llamadas emociones negativas están en nuestro repertorio emocional porque son útiles filogenéticamente: nos han hecho evolucionar y progresar como especie. Son, en suma, desagradables pero no negativas, pues tienen su función.

En nuestra sociedad predomina la «feliciología», la exageración de las emociones agradables, y por este motivo no hay mucho permiso para poder conectar con las emociones que describen el proceso de duelo. De hecho, hasta la emoción desagradable menos penada socialmente, la tristeza, suele ser diluida o bloqueada antes de lo que el doliente necesita.

Con seguridad, todos hemos vivido la experiencia de llorar por una pérdida y después sentirnos menos mal, aliviados. Sin embargo, cuando intentamos acompañar a alguien que llora, tendemos a ofrecerle un pañuelo. Aunque se trate de un gesto amable, no está mal que nos detengamos un momento a analizarlo: el pañuelo sirve para que nos sequemos, es decir, para que dejemos de llorar. Es una muestra más de que nuestra sociedad nos educa para cortar la emoción desagradable, no para permitirla y dejarla fluir hasta cuando el doliente lo necesite.

Facilitar que el doliente conecte con su emoción desagradable es como ayudar a alguien a vomitar. En un caso así, nunca exageraríamos o forzaríamos el vómito de nadie, pero tampoco lo reprimiríamos. Lo que haríamos, seguramente, es poner una mano en el hombro o en la frente de la persona haciéndole sentir casi sin palabras que, aunque sea incómodo para los dos, puede vomitar todo lo que sea necesario. Pues bien, como dolientes también necesitamos que nos hagan sentir legitimados, con derecho a experimentar las emociones aparejadas al duelo todo el tiempo que requiramos y decidamos.

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