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San Bernardo

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Al sur de Belén, en el sector de El Rincón, en límites con Guayabal, vivían los pobres del barrio; los ricos vivían en Rosales, al norte, en límites con Laureles. En el medio se hallaba San Bernardo, donde habitaban gentes ni pobres ni ricas, familias que consumían más carne y más leche que las de El Rincón pero mucho menos que las de Rosales.

San Bernardo parecía la tarea de dibujo de un escolar desprovisto de dotes artísticas: un sol semejante a una naranja, erizado de lanzas de oro y de fuego, sonreía sobre los techos y las terrazas; una escuela reventaba de niños con cuadernos y lápices de cortesía; los señores, con estatura de árbol, departían en las esquinas; una madre del tamaño de su casa arrullaba a su hijo en una mecedora al borde del andén; un perro autografiaba las paredes desconchadas y enmohecidas y ladraba a las nubes grises del cielo azul; al fondo, a la redonda, sobresalían las montañas en tonos de verde inusitados.

Los abuelos habían delineado ese dibujo.

Faltaba el templo. Entonces los mayores señalaron con la vara mágica una colina en el corazón del barrio, hicieron aparecer en la cima toneladas de hierro y madera, cúmulos de piedra y arena y arrumes de ladrillos, asignaron a cada cual sus deberes –las abuelas, cocinar para los trabajadores; las nietas, por su parte, servir la mesa y lavar los platos; los muchachos, hacer mandados, llevar y traer– y emprendieron su construcción: midieron, excavaron, acarrearon materiales, vaciaron fundaciones y columnas, levantaron muros, entretejieron vigas, desplegaron el tejado, recubrieron los pisos, ensamblaron puertas y ventanas con vitrales que tamizaban la luz, y encalaron. El padre Henao, sin despojarse jamás de la sotana, ayudaba aquí y allá, enderezaba lo torcido, empujaba al flojo, animaba y atizaba la fogata del entusiasmo y la acción.

Los jóvenes, a pesar de su escepticismo, diariamente pasaban a registrar el progreso de la edificación. Las viviendas, como vacas que acuden al llamado del vaquero a la hora del ordeño, parecían buscar un puesto que les asegurara por siempre el amparo de su sombra.

Culminada la obra, el vecindario corrió a presenciar el primer encendido de la cruz luminosa que la coronaba. Grandes y chicos volaron. Nadie se perdería el espectáculo. Y se prendió la fiesta.

San Bernardo era una fiesta. Sus muchachas con cuerpo de muchacha eran una fiesta. También eran una fiesta los desafíos de fútbol en los descampados y los baños en los charcos de cristal. Las incursiones furtivas a las fincas donde había mangos y guayabas para empacharnos eran una fiesta.

San Bernardo era una fiesta en el occidente de la ciudad. Hoy es una dulce herida que me arde en el pecho.

El ruido de los jóvenes

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