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La tienda de don Pablo

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Soy un niño. Acabamos de llegar al barrio y por primera vez entro a la tienda de don Pablo. Él deja de cepillar su sombrero de paño, me observa con minucia, me pregunta el nombre, de dónde vengo y cuál es mi familia. Respondo. Le devuelvo las preguntas y escucho.

No sé cuántos años atrás, don Pablo Márquez había venido de Segovia, que es una tierra encantada donde las gallinas cagan pepitas de oro.

Lo veo alejar tempestades y sequías, desgusanar el ganado y aliviar el dolor con solo pronunciar una letanía secreta; veo duendes y brujas, almas en pena...

—Llegaban a la media noche –alcanza a decir antes de atender a una clienta.

Se desentiende de mí. Sin embargo, sus palabras resuenan. En el aire flotan los interrogantes. ¿Esos seres de ultratumba le causaban miedo? Si era así, ¿qué sentía? ¿Temblaba?, ¿sudaba a chorros?, ¿perdía el entendimiento y el habla?

Después supe que el asma, durante la noche, le ponía la pata en el pecho. No obstante, en la mañana abría su tienda para seguir participando a lo hombre en la guerra de la vida. Supe que estaba perdiendo la vista. Supe que era un hombre cansado.

La tienda de don Pablo tenía cuatro puertas: las dos que daban a la avenida 76 eran nuestra trinchera contra el aburrimiento: ahí nos parábamos a ver pasar a San Bernardo; la tercera tenía en el dintel una penca sábila que pervivía verde y fresca sin que la alimentaran. Pero la puerta más grande, la que nos llevaba más lejos, era la que don Pablo construía con palabras:

—Les trenzaban las crines a las bestias, se les sentaban a horcajadas en el pecho a los hombres y les dañaban el sueño, escondían los objetos o hacían ruidos con ellos, extraviaban a los viajeros…

¿Cómo eran?, ¿dónde vivían?, ¿cómo las atrapaban?, ¿cómo se libraba uno de ellas?... Las respuestas nos llegaban desde el otro lado del mostrador, donde había un cajón repleto de puntillas torcidas, billetes rotos, monedas de un centavo, algunas herramientas, novenarios viejos y quién sabe cuántas cosas más. Al modo de una frontera, el mostrador preservaba un mundo de misterio, empezando por la libreta de los fiados que sabía todo sobre las familias del barrio.

La tienda de don Pablo, con su almanaque de Pielroja y su cuadro de El hombre que vendió a crédito y el que vendió al contado, que él parecía no ver, era el núcleo de nuestra calle: ahí fuimos creciendo, como robles, mientras veíamos a las colegialas del Montini y La Inmaculada ofrecer al aire sus pelos sueltos, mientras veíamos envejecer a Ismael y al Ganso, mientras se nos iba ensanchando el mundo.

¡La tienda de don Pablo! Es una frase de hermoso sonido.

En su sitio emplazaron una cacharrería y después un bar solo para adultos.

El ruido de los jóvenes

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