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Ismael

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Mi primer impulso fue echar a correr, esfumarme, cuando Pecoso, en tono de secreto, dio el aviso:

—¡Huy! Ahí viene Ismael.

Todos buscamos los ojos de Pecoso y, en efecto, reflejado en sus pupilas, lo vimos venir. Mecánicamente, cada cual recogió su trompo y dejamos en suspenso la partida.

—No se vayan, pelaos –dijo el famoso, el temible.

Tal vez por ignorar si se trataba de una orden o una invitación, ninguno desobedeció. No nos fuimos. No podíamos: de pronto, nos habían sembrado en la tierra.

Así conocimos a Ismael, aunque ya lo habíamos visto pelear a cuchillo en la esquina del bar Orión.

—Présteme su trompo, pelao –me dijo.

Ismael, el mito, se dirigió a mí. Desconcertado, imbuido en una amalgama de pavor y orgullo, antes de pensarlo dos veces, se lo entregué. Él lo enrolló, lo lanzó y lo hizo bailar en la palma de la mano; enseguida repitió su número tirándolo bajo la pierna y por sobre el hombro: destrezas que ya dominábamos; sin embargo, ejecutadas por uno cuyo nombre causaba terror, eran una novedad.

Tiró mi trompo así y asá, disfrutaba exhibiéndose, y solo cuando él mismo se aburrió de su show me devolvió lo mío. Enseguida sacó de la chaqueta una baraja.

—Vean y aprendan –dijo y comenzó a mezclar los naipes, a veces despacio, a veces a una velocidad mayor que la de los ojos. Por momentos nos prestaba el mazo para que ensayáramos la proeza que él acababa de ejecutar, daba instrucciones, corregía. Por último, nos enseñó las reglas del remis: diez cartas para conformar dos ternas y una cuarta, o dos quintas.

Y mientras formaba ternas, cuartas y quintas didácticas iba refiriendo sus peripecias de tahúr en el café Amarillo y otros salones de juego que desconocíamos: no decía “rosa” sin que los rosales de la memoria se llenaran de sangre; no decía “hombre” sin que un niño pudiera enorgullecerse.

Más tarde nos tocó sufrir las recriminaciones de los mayores que, al verlo con nosotros en círculo, no habían podido creer en tanta mansedumbre, pues sabían que su mano, que en fecha de madres cortaba una flor, en tiempo de guerra se hacía de acero y derramaba sangre.

Después, al coincidir con él en la calle, no nos saludaba, quizá ni siquiera nos veía. No obstante, en la escuela faroleábamos diciendo que éramos amigos de Ismael, que él nos había enseñado a barajar las cartas y a jugar remis, y eso nos ayudaba a ganar respeto.

San Bernardo era el reino de Ismael y ningún pillo alteraba su orden; él mismo daba ejemplo realizando sus trabajos en los barrios de los ricos: en las noches, como un gato, iba de expedición a Laureles o a El Poblado a buscar “el tesoro de Morgan”, según decía, y regresaba a gastarse el botín en el Amarillo o en el Orión.

Un día, tras bailar la danza más humana y homicida, la danza del hombre y el cuchillo, y salir perdedor, se marchó al país más habitado.

Desde luego, parientes, conocidos, amigos y hasta enemigos lo velaron con todos los honores: con lágrimas, historias y aguardiente, como se velaba a un hombre en San Bernardo.

En algún momento de ensueño deseé ser un Ismael.

Cuando una llama se resiste al viento, su nombre tiembla en mi boca.

El ruido de los jóvenes

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