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Hermana mayor

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A la hora en que llegaba a San Bernardo el vendedor de periódicos, ya Nelly iba lejos en su Pfaff, dele que dele, por la ruta de la aguja.

—¡Buenos días! –saludábamos los hermanos menores, más de media docena de estudiantes.

—¡Buenos días!

Me gustaba el faro que se encendía cuando ella contestaba “¡Buenos días!”.

A una la apuraba, a otra le ponderaba lo bonita que luciría con el uniforme nuevo; a uno, el más avispado, le recordaba que debía ir a comprar la leche y demás cosas del diario antes de marcharse, y a otro lo apuraba también. Yo esperaba el anuncio de que iba a darme para comprar la cartilla de lectura. Pero no. Por lo visto, se me venía otro mes interminable en la lista negra, otro mes aplastado por la vergüenza, otra eternidad de treinta días padeciendo el estigma de ser uno de los que carecían de cartilla de lectura y al momento de los ejercicios tenían que arrimarse a uno que sí la tuviera.

Nosotros en nuestros respectivos colegios o escuelas idos por las nubes, a la espera de que acabara la jornada, Arabia en el hospital, donde trabajaba desde nuestro arribo a la ciudad, y Nelly ante su máquina de coser, imbuida en el leve traqueteo del motor, que no era ruido sino música, según ella, pensando en los zapatos que regalaría al hermano en su cumpleaños, en la camisa de este y la blusa de aquella; pensando en las cuentas por pagar…

Desde temprano llegaban clientas a probarse los vestidos y a referirle sus heridas, y Nelly escuchaba con un silencio balsámico.

Rara vez salía de casa si no era para ir en busca de agujas, hilos, botones, adornos y otros insumos. En todo caso, a nuestro regreso todavía se encontraba ahí, firme en su puesto.

Nelly encendía las bombillas al anochecer, de modo que en casa no escaseara la luz.

A la hora del sueño, Nelly continuaba haciendo volar su máquina, cosiendo alas a las vidas nuestras.

Nadie la veía dormir. Si Nelly dormía, o parpadeaba siquiera, no cumpliría a cabalidad esa vida de hermana mayor que Dios le dio.

El ruido de los jóvenes

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