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Guerra libertada

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La noche se insinuaba en San Bernardo al término de Kalimán, entonces era la hora de la guerra libertada.

Como en todos los juegos, dos ases de la barra seleccionaban, uno a uno, a los integrantes de sus respectivos equipos:

—Escojo a Fernando –decía Alfa 1, el goleador.

—Escojo a Guillermo –decía Alfa 2, el que trepaba a las copas más altas y cogía los mangos más sabrosos.

Alternadamente iban escogiendo a los mejores. Pedro, Pablo, Chucho, Jacinto, Jaime, Miguel. Si el número de jugadores disponible era impar, no importaba que uno de los equipos quedara con un miembro de más, al fin y al cabo era el último, el más lento, un debilucho, una nadería y, en ciertos casos, un estorbo. Enseguida se negociaban las condiciones, que nunca variaban, y a cara o sello se definía el derecho a ser los primeros fugitivos, Los sin-camisa.

A nadie le gustaba ser del ejército perseguidor, del bando de los buenos. ¿Por qué? Tal vez desde esos tiempos fuera más divertido y diera más estatus ser malo y contravenir la ley.

A la cuenta de tres, Los sin-camisa se dispersaban a lo largo de la calle y tomaban sus posiciones en los lugares más propicios para el escape. El líder de Los con-camisa impartía instrucciones –por ejemplo, tenderle una redada a Zutano, el gordo lento– y ordenaba el inicio de la persecución.

—¡No te dejés coger!

—Voy a intentarlo.

—¡Tenemos que ganar! ¡No podés dejarte coger!

–¿Y si me cogen?

Éramos de Los sin-camisa.

Los mayores, sentados en butacas junto a sus casas, fumando y refrescándose, viéndonos agazapados entre las matas, no entendían qué gusto le podíamos sacar a ese correr y esconderse sin ton ni son. Pero a nosotros no nos afectaban sus burlas y comentarios.

El juego siempre se alargaba y las madres tenían que salir a llamarnos para ir a comer.

Éramos de Los sin-camisa.

Desde un antejardín, disueltos en la luz infeliz del alumbrado público, divisamos a los nuestros de espaldas al paredón, cautivos tras un anillo de seguridad conformado por los más robustos de Los con-camisa, los que podían resistir cualquier embate nuestro.

—Cogieron a los otros –dije a mi compañero, Alfa 1.

—Lancémonos en tumulto a libertarlos –dijo él.

—¿Y si nos cogen?

—Después ellos harán lo mismo.

—¿Pero si nos cogen antes de llegar y tocarlos?

Tocar con la mano al camarada cautivo bastaba para ponerlo en libertad, así que los buenos levantaban una muralla humana en torno de los malos caídos en sus redes y se disponían, a toda costa, a impedirles el contacto con sus copartidarios que aún anduvieran libres. Por esa razón cada uno se cotizaba de acuerdo con su velocidad y fuerza para no dejarse alcanzar ni agarrar del adversario, o para alcanzarlo y agarrarlo a él según fuera un perseguido o un perseguidor.

—¡Perdemos! –expuso en tono seco, en un golpe. Y añadió —:¡Ya otras veces ganamos!

Era una orden de Alfa 1. ¿Cómo no cumplirla?

Los mayores no entendían la guerra libertada. Esa guerra que, se ganara o se perdiera, nos dejaba empapados de sudor y entre pecho y espalda una llama encendida por el presentimiento de haber jugado a la vida y a la muerte.

El ruido de los jóvenes

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