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La antena de televisión

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Los Restrepo eran de los más vaciados de San Bernardo, que no es decir poco, pero al cruzarse con ellos uno creía estar ante alguien de otro barrio, un habitante de Laureles o de El Poblado, o algún extranjero que por accidente había caído en nuestro bullicio.

Eran cuatro rubios de ojos verdes. El primero se mantenía bronceado y le encantaba pavonearse en pantaloneta y sin camisa por la calle; la segunda parecía un cromo del álbum de artistas donde salían Violeta Rivas y Gigliola Cinquetti y, como su hermano, usaba bluyines Lee y tenis americanos y nunca saludaba.

Según las lenguas voraces, con tal de comprar las prendas que vestían se resignaban a no probar carne y a comer huevo solo los domingos.

En la mayoría de nuestras casas, por supuesto, padecíamos restricciones iguales o peores, mas, merced a su actitud, en ellos constituía motivo de burla esa circunstancia común.

Los otros dos, Felipe y Luisa, que sí eran amigos nuestros, decían con orgullo ingenuo que su hermano mayor tenía una novia de plata.

Un domingo estábamos en casa de doña Mira pugnando por ver Tarzán a través de la ventana, pues la vieja solo dejaba entrar a ver televisión a quienes compraban sus helados de agua azucarada y anilina, cuando el papá de los rubios nos sorprendió discutiendo cómo Tarzán lograría salir de esas arenas movedizas y llegar a tiempo para salvar al jefe negro. Venía de la tienda de don Pablo con dos bolsas de parva en las manos; se detuvo a contemplar el tumulto como incrédulo de que sus descendientes estuvieran allí, entre la guacherna, y se les aproximó sin que ellos lo advirtieran. Los demás guardamos silencio intercambiando miradas de curiosidad. Felipe seguía hablando.

El hombre le entregó los paquetes a la niña, agarró al otro hijo de una oreja, retorciéndosela, y lo arrastró hacia su casa. El arrastrado no se quejó, no dijo ni mu, pero Luisa no pudo soportar el dolor de su hermano y se fue tras ellos sin importarle que en la carrera se le cayeran algunos panecillos.

Aunque eran las vacaciones, por varios días ninguno de los dos salió a jugar pelota envenenada o los interminables partidos de bate. Nosotros nos preguntábamos qué cosa horrible habrían hecho Felipe y Luisa para que los castigaran con esa severidad. Debían de haber cometido el pecado más mortal.

Al finalizar la semana aparecieron con su padre, quien traía una escalera por la que él mismo subió al tejado a instalar una antena de varillas de aluminio de varios cuerpos, más grande que cualquiera de las que veíamos en las casas de los ricos cuando íbamos a ver los entrenamientos del Atlético Nacional y el DIM.

Viendo esa antena, ninguno era capaz de concebir cómo sería el televisor. Los rubios decían que el papá lo tenía en una revista, que se veía inmenso, como dos veces el de doña Mira, que las imágenes aparecían en colores como en el cine, y aseguraban que tan pronto lo trajeran y lo instalaran podríamos ir a ver en él los programas que nos gustaban.

Mientras llegaba ese día, continuamos arremolinándonos en la ventana de la casa de doña Mira para ver Tarzán, Batman, Hechizada y Lassie. Felipe y Luisa, en cambio, se la pasaban encerrados esperando que retornáramos a nuestros juegos para salir e integrarse con nosotros a la vida de la calle.

A ese televisor fabuloso quizá lo habríamos visto si no es porque una mañana llegan a la casa de los Restrepo unos señores acompañados de policías y, después de leer papeles y teclear actas, la desocupan.

En la acera quedaron apilados muebles con el paño roto y los resortes partidos, colchones manchados, cajas de ropa entre las cuales se veía algún bluyín marca Lee, ollas sucias de tizne, un juego de pesas...

Los cuatro hermanos y la mamá permanecieron allí, de pie junto a sus pertenencias, llorando un llanto hecho más de vergüenza que de dolor, aguardando que el hombre de la casa contratara un camión que los alejara por siempre de esa calle donde escasamente había un televisor en blanco y negro, donde los niños tenían el cabello pasudo y la piel casposa y las señoras eran tan amigas de la invención y el chisme.

La antena siguió erguida en el tejado como para testimoniar que en ese sitio la vida les dio caramelo a unos niños, hasta que el nuevo inquilino bajó lo que de ella quedaba y en su lugar puso una antena más pequeña, de las que sí nos eran familiares.

El ruido de los jóvenes

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