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Los padres

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Papá repintaba la cuna para que acogiera, como al primero, al hijo que estaba por llegar.

Sería mujer. Aunque nuestros padres decían que sería lo que Dios quisiera, decidieron que fuera mujer.

Imaginaba a la mujercita llenando la casa con su llanto, con su grito renovador, a gatas en el patio, en los corredores y en los cuartos, auscultando los rincones, e imaginaba a papá con ella, en su tamaño, hablándole al oído palabras inventadas: lenguaje de quien engendró prole numerosa.

Papá dejó la finca en manos de un mayordomo porque una fiesta se anunciaba en el hogar, y no podía faltar.

Repintaba la cuna que fuera de todos los hermanos, recomponía enseres, revisaba el tejado a la caza de goteras, retocaba las paredes… Mamá, en su preñez, lo veía trabajar.

Papá se casó seguro de que ella podría multiplicar un pan para cualquier multitud de hijos y juntar retazos de colores hasta coser una colcha que los abrigara a todos en invierno.

—¡Por más que le haga, esta cocina nunca se ve arreglada! –exclamaba ella mientras lavaba los platos. Después lavaría la ropa y ordenaría la casa.

Recogía lo que dejábamos tirado por ahí.

—Si la casa no está limpia, yo me siento enferma –explicaba.

Si una vecina llegaba a contarle que su marido se había marchado o que su hijo reprobó en el colegio, ella suspendía sus labores y escuchaba. Escuchaba.

—Ya volverá. Váyase tranquila. –La despedía, y se quedaba cavilando un momento tras cerrar la puerta, antes de retomar su oficio.

Un cuarto de siglo antes se juntaron para hacer una sola vida entre ambos.

—¡La más boba! –replicaba mamá cuando él, para explicarnos la razón de su larga convivencia, decía: “Ofelia es la mujer más inteligente de la Tierra”.

El ruido de los jóvenes

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