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Segunda hermana

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Como las piernas de las colegialas del Montini al subirse el uniforme para coquetear con los muchachos durante su regreso a casa, el día, de pronto, se llenaba de luz, y sucedía porque Arabia salía a tomar el carro que la llevaría al trabajo.

Su turno comenzaba a las seis de la mañana, igual que el turno de los pájaros, igual que el del sol que asoma por las montañas de oriente.

No es blanca ni negra y, por parecérsele, los panes querían seguir un rato más en el horno.

Aunque se llama Arabia le decimos Ara.

Algún día, una constelación también llevará ese nombre.

Cuando acompañaba a Nelly a una diligencia, a comprar telas y elementos de modistería al almacén Mil Variedades, o simplemente a pasear por Junín, la gente suponía que eran dos amigas.

Como dos amigas, las dos hermanas mayores tenían sus secretos: en la alcoba que compartían se las oía hablar de asuntos que uno no entendía y, a ratos, sonreír bajito como quien, sabiéndolo todo, no suelta prenda.

A la vuelta del hospital, a las tres y media o cuatro de la tarde, siempre traía algo: una vasija nueva, tres metros de tela para una cortina, un florero que adornaría la mesa de centro de la sala. Las fechas de pago, cada quincena, traía una cornucopia.

Su novio era un colega y se casarían el día menos pensado, en silencio, sin ceremonias.

De a poco se estaban ajuarando.

Ara reiteraba que a pesar de su matrimonio seguiría ayudando para que los menores pudiéramos estudiar y para que en casa, sin importar qué vientos soplaran, nada se viniera abajo.

¡Ojalá haya sido feliz!

El ruido de los jóvenes

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