Читать книгу Proceso, métodos complementarios o alternativos para la solución de conflictos y nuevas tecnologías para una justicia más garantista - José Neftalí Nicolás García - Страница 6

I. Introducción

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§1. Como se apunta en la Exposición de Motivos de la Ley de la jurisdicción social, dicha norma tiene dos principales objetivos.

El propósito principal es el de establecer, ampliar, racionalizar y definir con claridad el ámbito de conocimiento del orden jurisdiccional social.

El segundo eje es el de modernizar el “procedimiento social hacia una agilización de la tramitación procesal”, para lo que se realiza un ajuste íntegro de la normativa procesal que se refiere en ella a la prevista en la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil, así como a la jurisprudencia social y constitucional.

Como es obvio, la agilización del proceso no puede ir en detrimento de la tutela judicial efectiva y de la adecuada protección de los intereses de las partes. Al contrario. De ahí que se recojan singulares reglas sobre la carga probatoria, en especial en materia de accidentes de trabajo, siguiendo lo dispuesto al efecto por la doctrina de la Sala Cuarta del Tribunal Supremo, con el fin último de garantizar la igualdad de las partes.

En esta misma línea de actuación se regula de forma acorde con la principal ley procesal civil la anticipación y aseguramiento de la prueba, señalándose igualmente que las partes, previa justificación de la utilidad y pertinencia de las diligencias propuestas, podrán servirse de cuantos medios de prueba se encuentren regulados en la ley para acreditar los hechos controvertidos o necesitados de prueba, incluidos los procedimientos de reproducción de la palabra, de la imagen y del sonido o de archivo y reproducción de datos, que deberán ser aportados por medio de soporte adecuado y poniendo a disposición del órgano jurisdiccional los medios adecuados para su reproducción y posterior constancia en autos.

§2. Cuanto antecede pone de manifiesto la necesidad –no solo la oportunidad o conveniencia– de realizar algunas puntualizaciones iniciales antes de abordar la cuestión central objeto de estas reflexiones.

Así, cabe señalar en primer lugar que, aunque es frecuente utilizar diferentes denominaciones para referirse a la información que se aporta al proceso en formato electrónico, o mediante aparatos o sistemas que la transmiten en forma de números o letras, las dos que mejor enuncian el concepto que se desea expresar son, o así nos lo parece, las de “prueba electrónica” y “prueba digital”. Sobre todo, la primera, ya que pone de manifiesto con mayor rotundidad que la segunda cuál es el formato o las características técnicas y de presentación en que aquélla se presenta.

Sentado lo anterior, debe subrayarse de inmediato una segunda idea. La de que, si bien todos, o casi todos (en realidad, nunca todo el mundo), utilizamos medios electrónicos o tecnología digital en nuestra vida personal y profesional, pocos son los que conocen realmente cómo funcionan, cuáles son sus verdaderas potencialidades y qué programas o conjunto de programas realizan funciones básicas, permitiendo a su vez el desarrollo de otros más complejos; desconocimiento que a su vez genera desconfianza y recelo en muchas personas. Se produce así la paradoja de que, si bien dichos medios son cada día más utilizados, no por ello disminuyen las dudas sobre su fiabilidad y falta de seguridad. Al contrario, cuanto más consciente se es de su importancia en la vida diaria y en el orden laboral o profesional, más consciente se es, al propio tiempo, de los riegos que su uso conlleva.

En el análisis del tema que nos ocupa debe tenerse en cuenta, asimismo, como tercer elemento, que, en esta materia, ha de estarse a lo que dispone la Ley de Enjuiciamiento Civil (LECiv, en lo sucesivo) sobre los medios de prueba a través de los cuales puede acceder al proceso la información a que antes nos referíamos. De un lado, porque, como es sabido, la Ley reguladora de la jurisdicción social (en adelante, LJS) no es autosuficiente, y, por tanto, en todo lo que no regule expresamente, ha de estarse a lo que dispone la LECiv, al haberlo dispuesto así el legislador en el artículo 4 de este último texto. De otro, porque, aunque ninguno de estos dos cuerpos normativos contiene un concepto de lo que ha de entenderse por prueba electrónica, ambos prevén que pueda aportarse al proceso la información que conste en soportes electrónicos.

Finalmente, antes de entrar en el análisis pormenorizado de la cuestión que nos ocupa, parece conveniente subrayar algunas ideas fundamentales.

En primer término, que la actividad probatoria es básica para el triunfo de la pretensión que en todo proceso se interesa. Pues tan importante es tener razón como saberla probar, ya que, si aquella no se acredita debidamente, difícilmente se otorgará al interesado la tutela judicial que solicita.

En segundo lugar, que la actividad probatoria versa sobre las afirmaciones realizadas por las partes acerca de determinados hechos.

Así mismo, que, con carácter general, y, por tanto, con singulares excepciones, cada parte debe acreditar los hechos que le favorezcan.

Y, por último, que el hecho evidente de que la actividad probatoria deba realizase a través de los medios que cada ordenamiento prevea obliga a distinguir –como en su día señaló Carnelutti y, posteriormente, desarrolló Sentís Melendo2– entre fuentes y medios de prueba, siendo las primeras aquellos elementos que existen en la realidad y son aptos para convencer de determinados datos de hecho, y los segundos aquellos instrumentos a través de los cuales dichos elementos pueden tener acceso al proceso.

La distinción no es meramente teórica: tiene importantes repercusiones prácticas. Pues, mientras las fuentes de prueba no están limitadas, ya que depende del progreso científico y técnico, la especificación de los concretos medios de prueba que pueden ser utilizados en un proceso jurisdiccional depende de lo que, en cada lugar y momento histórico, se determine por el legislador. De ahí que algunas fuentes de prueba, al no encajar en ninguna de las previsiones normativas existentes, puedan no tener acceso al proceso.

Nuestro ordenamiento procesal trata de evitar esta indeseable consecuencia de dos maneras distintas. Por un lado, disponiendo que, además de los medios de prueba tradicionales (interrogatorio de las partes, documentos públicos y privados, dictamen de peritos, reconocimiento judicial e interrogatorio de testigos), también se admitirán como tales “los medios de reproducción de la palabra, el sonido y la imagen, así como los instrumentos que permiten archivar y conocer o reproducir palabras, datos, cifras y operaciones matemáticas llevadas a cabo con fines contables o de otra clase, relevantes para el proceso” (artículo 299.2 de la LECiv). Por otro, facultando a los tribunales para que, a instancia de parte, puedan admitir las nuevas fuentes de prueba que vayan descubriéndose o inventándose, adoptando al efecto “las medidas que en cada caso resulten necesarias” (artículo 299.3 de la LECiv), a fin de que puedan incorporarse al proceso y verificarse en él.

Si ello es así, parece evidente que, cuando hablamos de prueba, ha de distinguirse entre los elementos que son adecuados para convencer de determinados datos de hecho y los concretos instrumentos que permiten introducir dichos elementos en un proceso. Y parece asimismo cierto que, del mismo modo que algunas fuentes de prueba pueden no ponerse en relación con una concreta causa, todas las que lo hagan lo harán a través de alguno de los medios de prueba específicamente previstos a tal fin.

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