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LA REVOLUCIÓN DE «LOS NUEVOS GODOS»

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La cita con que se inicia el capítulo propone una imagen muy potente, con la que el historiador Amiano Marcelino, contemporáneo de los hechos, trata de hacernos entender el devastador efecto que causó el ataque de la caballería goda y alana sobre las legiones, cohortes, alae y vexillationes del emperador Valente durante la apocalíptica batalla de Adrianópolis, el 9 de agosto del año 378. Fue una gran victoria para los bárbaros y cambió para siempre las relaciones entre Roma y los godos.

Roma, desde los días de César, había establecido siempre sus relaciones con los bárbaros sobre un principio de fuerte desigualdad. Es decir, no toleraba vecinos fuertes en sus fronteras y si algún pueblo bárbaro trataba de establecer una posición hegemónica sobre los demás, Roma no tardaba mucho en destruirlo. Tal ocurrió, por ejemplo, con los dacios que, demasiado poderosos y demasiado amenazantes, fueron derrotados y anexionados por Trajano. Esa idea romana de lo que debían de ser sus relaciones con los bárbaros casi se quiebra en el siglo III. Si los ataques sufridos por el Imperio en el reinado de Marco Aurelio habían sido formidables, los que soportó a partir del 251 fueron casi imparables y en esos ataques, ya lo hemos visto, los godos fueron un actor determinante. Y, sin embargo, pese a todo, el Imperio se alzó con la victoria. ¿Del todo? No, pues el esquema tradicional de relaciones entre bárbaros y romanos, la total e incuestionable superioridad romana, se hallaba en cuestión.

En efecto, Roma había logrado rechazar a los godos y a los pueblos que con ellos participaron en las grandes invasiones del siglo III, pero, al firmar el foedus del 332 y al intervenir contra los godos no adscritos a la confederación tervingia, reconocía que esta última era no solo su aliada, sino también su único «interlocutor válido» entre los pueblos godos y, de facto, el poder hegemónico al norte del Danubio. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que las bandas y grupos godos que se abalanzaban de forma anárquica una y otra vez sobre territorio romano estuvieran ahora constituyendo una poderosa confederación justo en las fronteras del Imperio?

Las invasiones del siglo III siempre han sido poco valoradas por los especialistas, que solo las abordan como una suerte de antecedente o «ensayo» de las del siglo V. De hecho, a estas últimas se las suele adjetivar como «grandes» como queriendo resaltar que lo vivido antes, en el siglo III, solo había sido un bárbaro «aperitivo». Pero cuando uno se detiene en las invasiones del siglo III, cuando se las pone sobre el mapa y evalúa los recursos que el Imperio movilizó para detenerlas y hacerlas retroceder, cuando se constatan las formidables fuerzas desencadenadas y los interminables años de guerras y luchas necesarios para frenarlas, uno comienza a sospechar que lo vivido por Roma en la segunda mitad del siglo III fue tan grande o incluso mayor que lo que tuvo que afrontar en el siglo V. ¿La diferencia? Del lado romano la inquebrantable voluntad de resistir, de sobreponerse y vencer y del lado bárbaro y muy en particular del de los godos, la capacidad para reinventarse y aprender.

En efecto, el Imperio de la segunda mitad del siglo III, fragmentado y empobrecido, no era en modo alguno más rico o poderoso que el de finales del siglo IV, pero al contrario que este último encajó mejor la avalancha bárbara. Y es que hacia el año 265 el Imperio se hallaba en quiebra técnica, económica, política y militarmente hablando, pero tan solo una década después, hacia el 275, había frenado a bárbaros y persas, recompuesto su unidad política y fortaleza militar y se hallaba en el buen camino para restablecer su economía. Si comparamos la situación del año 265 con la de, por ejemplo, el 421, tendríamos que convenir que en ese último año el Imperio se hallaba en mejor situación que en 265 y, sin embargo, mientras que a partir del 265 el Imperio no hace sino avanzar, a partir del 421 no hizo sino retroceder.

Los bárbaros de la segunda mitad del siglo III eran tan fieros y numerosos como los del V. La diferencia estaba en el grado de organización y, aunque resulte paradójico, de romanización: los del siglo V y, en especial, los godos, eran mucho más «romanos» que sus antepasados del siglo III y por eso mismo eran mucho más peligrosos, tanto que resultaron mortales para el occidente romano.

Por su parte, los romanos del siglo III contaban con una fuerte voluntad de resistencia, recuérdese por ejemplo la capacidad combativa de los ciudadanos de Atenas que se organizaron en milicias para defenderse de los saqueadores hérulos y godos, o la habilidad del Senado romano para poner en pie un formidable ejército de voluntarios y reclutas a fin de ahuyentar a los merodeadores bárbaros. Pero, además de con esta capacidad combativa de sus ciudades y ciudadanos, el Imperio romano de la segunda mitad del siglo III contó con la brutal energía de emperadores soldado como Claudio II o Aureliano. En el siglo V, por el contrario, la resistencia ante el empuje bárbaro es menos firme y, sobre todo y si se me permite la expresión, menos popular. De hecho, podríamos concluir que, en lo militar, Roma confió mucho más en sí misma en la crisis del siglo III de lo que lo haría en la del V. Mientras que, en la primera crisis, la del siglo III, confió en sus propias fuerzas, en la del siglo V se demostró muy dependiente de los federados bárbaros y, en concreto, de los godos.

Además, y esta es otra gran enseñanza de las invasiones del siglo III, para el Imperio y al final, resultó mucho más gravoso tener que lidiar con las pequeñas pero múltiples bandas guerreras que se infiltraban en su territorio que con los grandes ejércitos que, seguidos por sus familias y esclavos, rompían las fronteras y se adentraban arrasándolo todo. A estos últimos se les enfrentó y se les aniquiló, pero a las primeras, a las pequeñas bandas de unos cientos de guerreros o incluso de unas docenas de ellos, no se las podía controlar y eran ellas, en verdad, las que hacían imposible la vida en las provincias que infectaban.1 Para neutralizarlas, Roma acudió primero a impermeabilizar sus fronteras con el acantonamiento en ellas de más legiones, con la elevación de más fortalezas y con la disposición de fuerzas de maniobra que pudieran acudir a los lugares amenazados de forma inmediata. Así lo hicieron Galieno, Claudio II, Aureliano y, sobre todo, Diocleciano. Tuvieron éxito, pero no completo y, por eso, ya con el emperador Constantino, asistimos a otra acción complementaria: estabilizar a los bárbaros, a los godos en nuestro caso, poniendo fin a su anárquica disgregación tribal y facilitando su cohesión y fijación mediante el expediente de reconocer a los jefes, los jueces tervingios, para que actuaran como interlocutores del Imperio y fueran garantes del buen comportamiento de sus díscolas gentes. Podríamos, pues, concluir que Roma fue un factor esencial en la génesis de los tervingios, como también lo sería en la de los visigodos. Un factor que, con toda probabilidad, fue el más importante, pero no el único. Veámoslo.2

Cuando los godos dejaron Gotiscandia y llegaron a las tierras que ellos llamaban Oium y que pronto pasarían a denominarse Gotia, se encontraron inmersos en un ambiente que hoy denominaríamos multiétnico y multicultural. Ya hemos aludido a la importancia que tuvieron para ellos las relaciones con los pueblos sármatas y dacios y el impacto de la civilización grecoescita del Reino del Bósforo en su propia cultura. Hemos aludido también a la integración en lo que podríamos llamar «complejo gótico» de otras tribus germanas, protoeslavas, ugrofinesas, etc. y también se ha evidenciado que miles, docenas de miles de civiles y soldados romanos, se sumaron a los godos en el siglo III, bien como cautivos y esclavos, bien como aliados de fortuna.3 Así que hacia el año 332 los godos debían de ser un pueblo muy diferente de aquel que había abandonado el Báltico ciento cincuenta años antes. Esa «diferencia» se manifiesta de forma notable en la arqueología. En efecto, si hacia el año 200 los godos habitaban en pequeñas aldeas en las que llevaban una vida de subsistencia y en la que los trabajadores especializados eran excepción, ahora, en el siglo IV y en sus nuevos asentamientos, nos hallamos ante grandes aldeas que han adoptado modernos modelos de explotación agrícola y ante variados tipos de asentamientos entre los que no faltan auténticos complejos de producción artesanal masiva, casi industrial, en los que no solo se fabricaban en gran número objetos, armas y herramientas de calidad, sino que también se exportaban muy lejos.

Exportaban e importaban. La expresión Biberum ut gothi, que significa «beber como un godo», era tan frecuente en los siglos IV al VI como lo fue en los siglos XIX y XX la de «beber como un cosaco» y, en efecto, los yacimientos de asentamientos godos del siglo IV en las actuales Rumanía, Moldavia y Ucrania están repletos de ánforas de vino procedentes del Imperio romano. No solo vino, sino vajillas de calidad, joyas, armas… Nos hallamos de repente ante los restos de una nueva sociedad rica y populosa que ha sustituido al paupérrimo mundo de las culturas de Wielbark y Przeworsk que atisbábamos entre los godos bálticos de los siglos I y II. Ahora nos hallamos ante unos «nuevos godos». Unos godos complejos desde el punto de vista étnico y avanzados cultural y económicamente, cuyo estilo de vida nos ha quedado reflejado, de acuerdo con la arqueología, en los restos de la llamada cultura de Cherniajov. Así, por ejemplo, en el yacimiento de Budeşti, en la actual Rumanía y correspondiente al siglo IV y que con sus buenas 35 hectáreas es el mayor asentamiento godo del mar Negro, debieron de habitar unas 7000 personas lo que sería equivalente en extensión y población a muchas pequeñas ciudades del Imperio romano de su tiempo.4 Budeşti es la más grande, pero no la única de las grandes aldeas godas que surgen en el siglo IV entre los Cárpatos y el Dniéper. Junto a esas grandes aldeas había multitud de asentamientos más pequeños y, lo que en realidad nos importa, en todos esos asentamientos se usaba ya el arado con reja de hierro y se roturaban sin cesar nuevos campos, pues el análisis polínico demuestra que se pusieron en cultivo más tierras que nunca antes en la región, lo que, como es evidente, trajo consigo un incremento formidable de la población. Este crecimiento agrícola y demográfico se reflejó en todos los órdenes de la vida y sobre todo en la economía de los «nuevos godos». Por ejemplo, tenemos pruebas de que se incrementó de un modo exponencial la producción y elaboración de herramientas y armas de hierro y a tal nivel que comenzó a exportarse desde los yacimientos y factorías –no encuentro otro nombre que les haga justicia– radicadas en los Cárpatos y en los grandes valles fluviales de la Estepa. Una de esas «factorías» dedicadas a la producción casi industrial de herramientas y armas de hierro es Sinicy, en la actual Ucrania. Allí, en el siglo IV, se agrupaban 15 herrerías en pleno funcionamiento y en las que debieron de trabajar no menos de 45 herreros que fabricaban armas y herramientas de calidad que exportaban muy lejos de su aldea. No solo hierro, conocemos asentamientos semejantes especializados en la fabricación de alfarería y, lo más significativo para que podamos comprender hasta qué punto se había vuelto complejo, rico y sofisticado el mundo gótico del siglo IV, también existían poblados dedicados a la fabricación de vidrio, joyas, textiles y hasta de peines de asta de ciervo y marfil. Sí, hasta el año 300, el vidrio era un artículo de lujo que llegaba a los germanos desde el Imperio, pero a partir de esa fecha comenzó a fabricarse en aldeas situadas en pleno territorio godo, en el norte de los Cárpatos, en auténticas fábricas, fabricae si queremos usar el equivalente y contemporáneo vocablo romano, que exportaban su mercancía de lujo a todo el mundo germánico, desde Noruega a Crimea. También los peines de asta de ciervo o de marfil eran un artículo de lujo. En Birlad-Valea Seaca, Rumanía y dentro del territorio que dominaba Ariarico, el rey o juez godo que se enfrentó a Constantino entre los años 331 y 332 y que sería el abuelo del célebre Atanarico, podemos estudiar un yacimiento que muestra un asentamiento constituido por 20 casas en las que todos sus habitantes, seguramente más de un centenar, estaban por completo dedicados a la fabricación de peines de asta de ciervo.


Figura 11: Peine hallado en Cacabelos, Castro Ventosa, comarca del Bierzo, Léon. Los peines característicos de la cultura de Cherniajov aparecen distribuidos por diversos lugares de la Europa central y occidental, en particular en fortalezas y necrópolis romanas de la frontera altodanubiana, así como también en las del limes renano, que testimoniarían la presencia de guerreros godos. En el caso de este peine, dado el lugar en donde se encontró, una plaza fuerte, quizá deban asociarse a la etapa de la irrupción y ocupación de la Península por los germanos.

Así que los godos no eran ya unos pobres y salvajes desarrapados que vagaban por las provincias balcánicas y minorasiáticas romanas en busca de botín y esclavos, sino gentes que habían incrementado su riqueza y sofisticación hasta niveles muy similares a los de la mayoría de sus vecinos romanos. Cuando en el 376, docenas de miles, quizá 200 000 godos, cruzaron el Danubio, eran gentes que es muy probable que no se hubieran reconocido en los guerreros que el jefe godo Cniva capitaneó en el año 251 o en los saqueadores godos y hérulos que incendiaron Atenas en el 269. Seguían siendo godos, desde luego, pero no los mismos godos.

¿Cómo se operó el cambio? A través de las invasiones, las menoscabadas invasiones del siglo III fueron su motor, como veremos a continuación.

Lo primero que facilitaron las invasiones de la segunda mitad del siglo III fue el mestizaje. Uno bárbaro o interior y otro romano o exterior. Del primero ya hemos hablado: intensa influencia y mezcla con sármatas y dacios y coalición y mezcla con otros pueblos germanos y de diversos orígenes que son sometidos o integrados por completo en el nuevo pueblo godo. Peter Heather concluyó que los visigodos de Alarico contenían al menos un 25 % de no godos en su seno.5 Estamos de acuerdo con él, pero, como hemos demostrado, previamente y antes de que ese 25 % de no godos se les sumaran para constituir lo que, andando el tiempo, Casiodoro denominaría «visigodos», los godos habían ya integrado a muchas gentes de etnia y lengua no germánicas. Por mi parte y teniendo en cuenta esto último, no creo que más allá del 50 % de los seguidores de Alarico contaran con antepasados puramente godos. Esta integración de gentes diversas originó un importante enriquecimiento del «conglomerado» godo, sobre todo en lo que se refiere a la cultura y la economía, pues algunos de esos pueblos poseían técnicas y conocimientos muy superiores a los que los godos traían consigo desde el Báltico.

Pero es indudable que fueron los esclavos, cautivos y fugitivos romanos los que más colaboraron a que los godos cambiaran. De la lectura de la Pasión de San Sabas el Godo, un fascinante texto que nos permite echar un vistazo a la vida cotidiana en la Gotia del año 372, se deduce que esos «romanos» vivían a veces en aldeas independientes de las de los godos, pero sometidos a algún noble godo que, de tanto en tanto, pasaba por la aldea rodeado de su séquito armado para cobrar tributos y recordar que se le debía obediencia.6 Como es obvio, otros muchos cautivos de origen romano vivían junto a sus señores godos y de una manera u otra se aprovechaba su trabajo, ya en los campos, ya como artesanos. Las técnicas y conocimientos que estas gentes transmitieron aceleraron sin duda las transformaciones económicas y culturales que la arqueología exhibe en los yacimientos godos del siglo IV.7 Tampoco habría que desdeñar el efecto que pudieron producir en Gotia el regreso de miles de mercenarios godos que, tras años de servicio en los ejércitos de Roma, tornaban a sus hogares. Ya señalamos que el primer testimonio sobre un godo que sirvió en el ejército romano nos retrotrae a los primeros años del siglo III y que, al menos desde el 244, miles de mercenarios y aliados godos servían bajo los estandartes romanos en las guerras contra Persia y el número de soldados godos no dejó de incrementarse a lo largo del siglo III y, sobre todo, a partir de los primeros años del siglo IV cuando tanto Constantino como Licinio hicieron un uso masivo de mercenarios y de aliados godos. Licinio, por ejemplo, enfrentó a Constantino en el 324 contando con la alianza del rey godo Alica, el cual acudió a su llamada al frente de miles de sus guerreros, mientras que Constantino obligó en el 332 al juez o rey de los godos tervingios, Ariarico, a proporcionarle 3000 guerreros para su próxima campaña contra Persia. No obstante, la conocida maledicencia de Zósimo, tan contrario a Constantino, de que los ejércitos del primer emperador cristiano estaban compuestos en su mayoría por bárbaros germanos es, en esencia, una noticia falsa. Y, no obstante, esta noticia de Zósimo se ha venido usando no solo para señalar la «barbarización» creciente de los ejércitos romanos, sino incluso para resaltar su «goticización».8

Pero de un modo u otro, los godos se vieron sometidos a una creciente y cada vez más directa influencia romana en sus hábitos de vida y en su civilización.9 No solo en los aspectos materiales, también en los espirituales. En efecto, es ahora cuando, por influencia directa de los cautivos romanos, el cristianismo comienza a extenderse entre los godos. El principal promotor de esa cristianización fue el nieto de unos cautivos romanos minorasiáticos capturados en el 257 en Capadocia, en una aldea llamada Sagadoltina situada en la comarca de la ciudad de Parnaso y llevados por sus captores a Gotia. Su nieto fue llamado Ulfilas, «el pequeño lobo», y que el nieto de unos cautivos romanos procedentes de la helenizada Capadocia recibiera un nombre godo evidencia la fuerza del mestizaje cultural que se daba en las regiones de Gotia a finales del siglo III e inicios del siglo IV. Una tierra en la que los godos imitaban a los romanos y los romanos trataban de identificarse con los godos. Ulfilas, nacido hacia el 311, conocía el latín y el griego, pero también hablaba la lengua goda y llevaba un nombre godo y todo eso nos señala algunas cosas importantes: que al norte del Danubio las comunidades de cautivos romanos mantenían su lengua y tradiciones, que podían llevar una vida bastante autónoma y que esa vida era lo suficientemente próspera como para proporcionar a sus hijos una buena educación, así como que las relaciones con sus señores godos eran fluidas y que estos últimos no dejaban de ejercer sobre ellos una atracción que, sin duda, era fruto de su poder y prestigio. Puesto que Ulfilas se ordenó y promocionó hasta el grado de lector, podemos entrever también que las comunidades de cautivos romanos eran en su mayoría cristianas y que gozaban de una notable libertad religiosa pese a que la mayoría de sus señores godos seguían siendo aún paganos.

Pero las cosas estaban cambiando. Ya en el Concilio de Nicea se designa un obispo godo, Teófilo, que como es evidente y por su nombre griego, era un cautivo o hijo de un cautivo romano; y, en el 337, el augusto Constancio II, uno de los hijos y herederos de Constantino, nombró a Ulfilas obispo de Gotia y también cuatro años más tarde, en el 341, de manera que por segunda vez en su vida, el flamante obispo de Gotia viajó a Constantinopla formando parte de una embajada tervingia y allí, en la Nueva Roma, fue formalmente consagrado obispo con todo esplendor y pompa. Esta noticia apunta a que el cristianismo en Gotia no era ya solo una cuestión de cautivos romanos, sino una cuestión de alta política y que el emperador estaba muy interesado en su propagación y fortalecimiento. Lo estaba no solo porque el propio emperador y el Imperio fueran ya cristianos, sino porque por eso mismo la cristianización de Gotia podía convertirse en un factor fundamental en las relaciones romanogodas y en un agente que «moderara» e hiciera más manejables a los tervingios. Estos últimos también lo entendieron así. Cuando sus relaciones con el Imperio eran buenas no estorbaban a los cristianos de su territorio, pero cuando se tensaban, perseguían a las comunidades cristianas como medida de presión contra el Imperio. Así, por ejemplo, en el 348 cuando Constancio II se hallaba presionando a los tervingios para que le proporcionasen más guerreros para su inminente campaña contra Persia, durante el tira y afloja entre el emperador y Aorico, el nuevo juez tervingio, este mostró su descontento expulsando de sus tierras al obispo de Gotia, Ulfilas, junto con muchos de sus seguidores cristianos. Constancio II recibió a Ulfilas como si se tratara de un «nuevo Moisés»10 y lo instaló junto con sus seguidores en Nicópolis, ciudad situada en la fronteriza Mesia Inferior para que pudiera seguir estando cerca de su «perseguido rebaño» del otro lado del limes. Durante los siguientes dos años, Ulfilas estaría enfrascado en una obra decisiva para la historia del pueblo godo: tradujo los Evangelios y la mayor parte de la Biblia a la lengua gótica. Era la primera vez que una lengua germana se ponía por escrito y esa lengua germana era goda. Es evidente que si Ulfilas escribía en godo era porque tenía reales o potenciales oyentes y lectores en esa lengua y ese simple dato apunta no solo a que los godos de lengua germánica se estaban convirtiendo al cristianismo, sino también al nivel de sofisticación que iban alcanzando las élites de Gotia.


Figura 12: Página del llamado Codex Argenteus, manuscrito del siglo VI que copia, a su vez, un original del siglo IV que contiene la traducción al idioma godo de la Biblia. La tradición atribuye este mérito al obispo Ulfilas, si bien en la obra se percibe la mano de varios autores, lo que nos lleva a considerar la existencia de un equipo de traductores, acaso supervisados por el mencionado obispo. Se trata de la primera obra redactada en alfabeto gótico, desarrollado por Ulfilas para evangelizar a los godos. Emplea veinticinco caracteres, que son adaptaciones de runas, caracteres griegos y latinos. Dado que Ulfilas era arriano, la conversión del pueblo godo se hizo, asimismo, a este credo.

Otro dato significativo es que Ulfilas no tradujo el Libro de los Reyes, pues consideraba que las hazañas de David y de los demás campeones de Israel solo servirían para incrementar aún más las virtudes guerreras de los godos e inflamar su belicoso espíritu.

La influencia de Ulfilas fue decisiva. En una época en que la cuestión confesional era radicalmente importante y en la que los debates cristológicos convulsionaban no ya a la Iglesia, sino al Imperio, que un obispo arriano, pues arriano era Ulfilas, tradujera la Biblia a la lengua de los godos y que fuera por su intermedio que su cristianización se viera acelerada y potenciada, determinó en buena medida las relaciones entre romanos y godos para los siguientes doscientos cincuenta años. Ulfilas, cuya «profesión de fe» se nos ha salvado en un manuscrito denominado Parisinus latinus 8907, más conocido como Carta de Auxencio de Durostorum11, no solo dejaba clara su fe arriana, sino su influencia en el cristianismo de su tiempo. No fue un actor marginal en los acontecimientos, sino uno principal y si en última instancia su visión del cristianismo fue condenada en el Imperio durante el Concilio de Tesalónica del año 381, aunque resulte paradójico pervivió donde más había sido perseguida: entre los godos. En efecto, todavía en tiempos de Atanarico, tercer juez o rey de los tervingios, la mayor parte de la realeza y la nobleza goda se mantenía pagana y hostil al cristianismo. En el 372, por ejemplo, un godo, el ya citado Sabas el Godo, fue martirizado por negarse a abjurar de su fe cristiana en un momento en que, de nuevo, se tensaban las relaciones entre tervingios y romanos. Solo a partir del foedus del 382 y, sobre todo, a partir del ascenso de Alarico en el 392, se fue imponiendo mayoritariamente el cristianismo entre los godos asentados al sur del Danubio, mientras que entre los grupos que permanecían al norte del limes el paganismo siguió siendo norma hasta bien entrado el siglo V.

Pero, sin duda, el ejemplo más palpable y espectacular, literalmente, de la obra e influencia de Ulfilas entre los godos nos lo ofrece el llamado Codex Argenteus de la biblioteca de la Universidad de Upsala, Suecia. Se trata de un espléndido libro realizado sobre suave cuero de becerro nonato teñido con púrpura de Campania sobre la que se estampó una cuidada caligrafía que usaba tintas de oro y plata. Es una lujosísima copia de los Evangelios traducidos por Ulfilas al gótico mandada hacer por Teodorico I, rey de los ostrogodos de Italia, a inicios del siglo VI. En origen, contaba con 336 folios de los que se nos han conservado 188. El Codex Argenteus tuvo que tener sus «hermanos» entre los visigodos de Hispania y Galia, quizá menos lujosos, eso no importa, lo que importa es que este tipo de libros realizados a finales del siglo V e inicios del siglo VI muestran que los godos o al menos las élites dirigentes ostrogodas conservaban aún su lengua y que esta seguía siendo prestigiosa y, sobre todo, el Codex Argenteus nos permite conocer esa lengua. Pues solo a través de él y de un «vocabulario» recogido por un embajador holandés entre los godos de Crimea, el último pueblo que habló godo y que lo hizo hasta el siglo XVIII, podemos reconstruir el idioma de los godos y así adentrarnos aún más en su cultura.12

Pero ¿y las transformaciones políticas? ¿Cómo explicar que los godos pasaran de ser un conjunto bastante laxo y diverso de bandas y tribus a constituir poderosas confederaciones capaces de poner en aprietos al Imperio y de firmar con él foedera ventajosos?

Ya vimos que las laxas coaliciones tribales que se formaban en torno a los años medios de la segunda mitad del siglo III eran puramente circunstanciales. En algunas de ellas aparecen los godos como grupo principal o dirigente, tal fue el caso de la gran expedición de los años 250 y 251, en otras parecen subordinados a grupos como los boranos o como los hérulos, tal ocurrió, por ejemplo, entre el 252 y el 257 en el caso de las expediciones en el mar Negro junto a los boranos, o entre el 267 y el 271 en el caso de las expediciones sobre Grecia y el Egeo. Pero en todas esas correrías de los godos se advierte una realidad constante y se evidencia un error muy común de la historiografía: en primer lugar, que los jefes o reyes godos vienen y se van. Esto es, que no dejan tras de sí continuidad política alguna y que no hay relación de parentesco ni de ninguna otra clase entre ellos. Sus jefaturas, su poder, no es heredado ni transmitido. Sus gentes son, simplemente, sus seguidores y no constituyen una realidad política o tribal homogénea, estable ni estructurada. En segundo lugar, como ya hemos apuntado, las noticias recogidas en las fuentes primarias desmienten a Jordanes y a buena parte de la historiografía tradicional, es decir, los tervingios y los greutungos ni eran los antecesores directos de visigodos y ostrogodos, ni eran los dos únicos «reinos» godos existentes en el siglo IV.

En efecto, lo que se observa entre los godos del periodo comprendido entre los años 238 y 337 es que estaban divididos entre un buen número de unidades políticas independientes e incluso rivales entre sí. Así, por ejemplo, en el año 249 los godos que atacaron Marcianópolis eran mandados por dos jefes, Argaito y Gunderico, y aunque puede que estuvieran subordinados de algún modo a Ostrogota, atestiguado por Dexipo y por Jordanes y que pudo ser una suerte de rey hegemónico o supremo de los godos, lo cierto es que parecen operar de forma independiente. Al año siguiente, 250, y totalmente independiente de los anteriores y sin conexión alguna con ellos, nos encontramos con Cniva, un jefe godo que muestra un despliegue de poder impresionante pero que desaparece de la escena tras su gran victoria de Abrittus en el 251. Dieciséis años después, entre el 267 y el 270, durante las correrías de godos y hérulos por el Egeo que los llevaron a saquear Atenas, el Templo de Artemisa de Éfeso –una de las siete maravillas del mundo antiguo–, Rodas, Creta y Chipre, los godos aparecen agrupados bajo tres jefaturas distintas encabezadas por Respa, Veduc y Thuruar y en el 271, Aureliano aniquiló al norte del Danubio a las fuerzas de un cuarto y poderoso rey godo llamado Canabaudes. Así que a lo largo de tan solo veintidós años contamos con ocho jefes o reyes godos que no se sucedieron entre sí, que se mostraron independientes unos de otros y que no parecen haber contado entre ellos con lazos familiares de ningún tipo. En definitiva y cuando los vemos asociados, su alianza no va más allá de las habituales, circunstanciales, puntuales e interesadas alianzas militares. Cierto es que dos de esos soberanos, Cniva y Canabaudes, parecen haberse destacado en poder sobre los demás, pero también es cierto que las fuentes primarias hablan siempre de reyes y no de un rey o jefe godo. La arqueología, ya lo apuntó Peter Heather en 1997, señala también en esa dirección, pues en la Gotia de finales del siglo III y de la primera mitad del IV se han hallado media docena de grandes fortificaciones que parecen haber sido el centro político de otras tantas jefaturas o reinos. La más formidable de esas fortificaciones es Pietroasa, junto al Dniéster y en la actual Rumanía. Un impresionante centro fortificado dotado de torres, zanjas y empalizadas que aprovechó un antiguo fuerte romano y que, con sus 30 grandes edificios, sin duda fue el centro político y militar de una poderosa facción de los godos.13

Esa situación de fragmentación política se puede haber atemperado con la aparición de tervingios y greutungos. Estas dos realidades políticas parecen haberse gestado en la sexta década de la segunda mitad del siglo III en directa relación con las correrías y ataques godos contra el Imperio y, aunque parecen haberse constituido en las más poderosas, no fueron realidades uniformes y, por supuesto, no fueron las únicas agrupaciones tribales godas. Heather, por ejemplo, pudo identificar hasta doce grupos godos independientes entre sí durante el periodo 375-478 y señaló, asimismo, que, en el mejor de los casos, esos 12 grupos podrían reducirse a 6 originales en el siglo IV.14 Estamos de acuerdo con él e incluso añadiremos a la lista de Heather otros dos grupos no listados por él: los que en el 324 mandaba el rey godo Alica y los que aniquiló Constantino en el 334 y que formaban por ese entonces y según el anónimo autor de la Origo Constantini Imperatoris, «la más poderosa y numerosa de las tribus godas».15


Figura 13: Dibujo que reproduce el llamado anillo de Pietroasa, hallado en 1837 en la localidad homónima de Rumanía. Su datación, aunque controvertida, podría establecerse entre principios del siglo III y principios del V. Es el testimonio más antiguo de escritura rúnica, y sus caracteres producen la frase gutaniowi hailag, de interpretación controvertida, y para la que se han propuesto diversas lecturas: «año de los godos, sagrado e inviolable», «dedicado a las madres godas», «sagrada reliquia de la sacerdotisa», «dedicado al templo de los godos», entre otras.

Lo cierto es que tervingios y greutungos fueron simplemente los godos más «visibles» para los romanos, por así decirlo, y lejos de las hipérboles de Jordanes, las fuentes primarias no muestran evidencia alguna de un «Imperio godo» como el de Ermenrico de los greutungos que, según el exagerado testimonio de Jordanes, abarcaba las tierras y pueblos que se extendían entre el Báltico y el mar Negro y entre el Dniéster y el Don.16 Tampoco hay evidencia sólida alguna en las fuentes primarias que permita pensar que los greutungos ejercían algún tipo de supremacía sobre los tervingios.

Pero como nuestro objeto son los visigodos, nos centraremos ahora en su génesis. Estos no fueron los continuadores directos de los tervingios. Dicho de un modo claro: los tervingios no son los visigodos, sino que fueron un elemento, uno importante, pero uno nada más, en su etnogénesis. En efecto, cuando se observa el devenir de los godos entre el 376, el año en que comenzaron a cruzar el Danubio y a instalarse en territorio romano, y el 395, el año en que Alarico, el primer auténtico rey visigodo se rebeló contra Roma, lo que se advierte es que los godos de Alarico estaban conformados por varios grupos godos de origen tervingio y greutungo que, hasta por lo menos el año 382 habían sido independientes entre sí, y a los que con posterioridad se les fueron sumando godos provenientes de grupos que todavía en el año 378 seguían permaneciendo al norte del Danubio y de los cuales el más destacado sería el de Radagaiso cuyos seguidores supervivientes se sumaron a los godos de Alarico en el 408. Unos godos, los de Radagaiso, que parecen no estar relacionados directamente ni con los tervingios, ni con los greutungos. Además, en el «pueblo» de Alarico había grupos considerables de alanos, muy numerosos entre el 376 y el 378 y todavía muy visibles y poderosos en el 411, así como nutridas bandas de hunos, pequeños contingentes de taifales y masas de campesinos y esclavos romanos de dispar origen y, todo eso, ese ejército-pueblo tan complejo, desde el punto de vista étnico y cultural, fue el que en el 415 penetraría por primera vez en Hispania. Como vemos, una realidad muy alejada de aquella que recrearon muchos historiadores del siglo XIX y de las primeras siete décadas del siglo XX en la que se presentaban las invasiones, en el caso español la invasión visigoda, como una suerte de «inyección racial» en la que unos en apariencia vigorosos y racialmente puros germanos renovaban la «mestiza y decadente» sangre romana.17

Pero lo que está claro es que los tervingios, aunque no son los visigodos propiamente dichos, sí fueron el núcleo en torno al cual se construyó el pueblo visigodo. Y esto hace que nos planteemos las siguientes preguntas: ¿cuándo y cómo habían surgido los tervingios? ¿Cómo se había alzado entre ellos una dinastía real? ¿Qué relación tenían los tervingios con los futuros visigodos de Alarico?

Los visigodos. Hijos de un dios furioso

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