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LA TEMPESTAD HUNA Y EL DESASTRE DE ADRIANÓPOLIS (370-378)

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Los siglos que se extienden entre el final de la Antigüedad y lo que podríamos llamar «Edad Media plena» están llenos de enrevesados debates historiográficos. Uno de esos debates eruditos de imposible solución es el referido al origen de los hunos. La controversia sobre la filiación étnica y lingüística de los hunos es un auténtico «campo de batalla historiográfico» desde el siglo XVIII. A los hunos se les han buscado orígenes turcos, mongoles, tibetanos, ugrofineses y hasta indoeuropeos al vincularlos con pueblos tocarianos o iranios. Esto último es poco probable y hoy, a tenor de las pruebas e indicios literarios, antropológicos, filológicos y arqueológicos, todo parece apuntar a una procedencia prototurca. En esta línea, la vinculación de los Hsiung-Nu o Xiung-Nu de las fuentes chinas con los hunos, sigue siendo la más fuerte y lógica de las posturas.43

La primera mención de los hunos en las fuentes grecorromanas podría ser la recogida por Ptolomeo hacia el año 160, quien menciona un pueblo de nombre khounoi, un vocablo griego del que en apariencia derivaría la forma latina del gentilicio «hunos». Ptolomeo colocaba a estos khounoi entre los pueblos de la Sarmatia oriental, es decir, entre los nómadas que habitaban al este del río Volga y hasta las fronteras del «país de los seres» que grosso modo parece corresponderse con las actuales regiones chinas de Asia Central.

No obstante, la primera noticia cierta que tenemos sobre los hunos nos la proporciona Amiano Marcelino, quien escribió su obra hacia 395 y que fue bien y directamente informado por un jefe tervingio, Munderico, el cual ocupó un alto puesto en el ejército romano y que en el 375-376 combatió a los hunos44 en los días en que estos últimos empujaron a greutungos y tervingios al sur de la frontera romana, a donde algunas bandas hunas los siguieron, participando junto a godos y alanos en los saqueos y devastaciones que siguieron a la gran batalla de Adrianópolis librada en agosto del 378.45 Los hunos impresionaron vivamente a Amiano Marcelino quien los definió como: «El pueblo que sobrepasa todos los límites de la crueldad».46 Los describió como un pueblo nómada, con un estilo de vida muy parecido al de los alanos indoiranios que, como el resto de los pueblos sármatas, llevaban siglos relacionándose con los romanos. Pero los hunos, aunque vivían como los alanos, no se parecían a ellos. Si los alanos eran altos, de miembros largos, pelo y piel claros, ojos redondos y a menudo azules y fieros,47 los hunos eran bajos, fornidos, de piernas cortas y arqueadas, cuellos gruesos, cabezas grandes con narices chatas y ojos rasgados y pequeños, con rostros lampiños o escasamente barbados que solían estar desfigurados por cicatrices rituales.48 Esta apariencia física fue impactante no solo para los romanos, sino también para los pueblos germanos. Y es que parece ser que los hunos fueron el primer pueblo turcomongol que apareció en Europa. Amiano Marcelino llega a compararlos con «bestias de dos pies».49 Su apariencia aterrorizaba a los europeos y sus costumbres también. El historiador recogía noticias inquietantes sobre que los hunos no usaban el fuego para cocinar la carne que ingerían, que cortaban las mejillas de sus niños al nacer, que vestían con túnicas de lino basto y sin teñir, pantalones y polainas de piel de cabra y con zamarras y mantos de pieles a medio curtir que no se quitaban hasta que se les pudrían encima y se les caían a pedazos. Noticias de «gentes extrañas» que se pasaban la vida sobre sus caballos hasta el punto de que comían y dormían sobre ellos y que, por ello, apenas si podían andar. Hombres salvajes que se cortaban el rostro con sus cuchillos cuando sus jefes morían para llorarlos con sangre y no con lágrimas. Noticias sobre hombres crueles, avariciosos, traicioneros, inconstantes, irracionales… Pero noticias que también dejaban claro que, por encima de todo, los hunos eran valientes y fieros hasta lo inimaginable.50

Este pueblo que, a los ojos romanos y aún germanos, parecía tan salvaje como singular, en origen estaba dividido en un sinfín de clanes y tribus independientes que, en ocasiones y por mor de la guerra, se agrupaban en hordas más grandes: «No están sometidos a ninguna autoridad regia, y tan solo obedecen a un confuso grupo de nobles»51, nos dice Amiano Marcelino desautorizando al muy posterior e inseguro Jordanes que colocaba a la cabeza de los hunos que asaltaron las tierras góticas a Balamber que, o bien es un personaje mítico, o bien fue uno entre muchos reyezuelos hunos.52 Es decir, los hunos no contaban con reyes supremos cuando arremetieron contra alanos, godos y romanos en las décadas finales del siglo IV, sino que se alineaban bajo jefes guerreros pertenecientes a casas nobles ferozmente independientes y enfrentadas entre sí. Esta anárquica situación se prolongaría hasta inicios del siglo V y solo con Ruga, tío de Atila, y hacia el 431, culminaría con la completa unificación de las tribus y clanes hunos bajo un solo soberano.

Así que los hunos no eran un pueblo unido, sino un conjunto de tribus de origen prototurco con un núcleo étnico, lingüístico y cultural común, pero entre las que también había un gran número de bandas de muy diverso origen y en particular de guerreros y seguidores alanos tanaitas, muy numerosos entre las hordas hunas, cuya costumbre guerrera de cazar cabezas y de adornar sus monturas con los cueros cabelludos de los enemigos impresionaba sobremanera a los romanos, y también de gelones, pueblo especialmente salvaje y fiero cuyos guerreros desollaban los cadáveres de sus enemigos para vestirse con sus pieles ensangrentadas, además de cubrir con semejantes despojos el lomo de sus caballos.53

Pues bien, tras años de expediciones esporádicas de saqueo contra alanos y greutungos, expediciones menores que es probable que comenzaran poco después del 360, en el 370 las hordas hunas cruzaron en masa el Volga y arrollaron a los alanos.54 Parte de ellos huyó hacia occidente, desgajándose después de esa masa de refugiados varios grupos que se incorporaron a los godos, y llegando otros hasta las riberas del Rin y del Danubio Superior, y ello a la par que otros alanos se refugiaban en las estepas norcaucásicas y la mayor parte de sus bandas se sumaban a los invasores, aliándose con ellos y participando de sus nuevas correrías y conquistas. Así, hacia el 372 y unidos hunos y alanos, cayeron sobre los greutungos del viejo rey Ermenrico, derrotaron a sus huestes y asaltaron sus asentamientos. Herido y desesperado, Ermenrico se suicidó y tras nuevas derrotas y ya hacia el año 375, los greutungos, aplastados por los alanos aliados de los hunos pese a contar también ellos con el apoyo de bandas mercenarias hunas y alanas, o bien se sometieron, o bien y bajo los jefes Alateo y Sáfrax, este último indudablemente un jefe alano o de origen alano, huyeron hacia el Dniéster para buscar el apoyo de los tervingios de Atanarico. Este, con sus fuerzas todavía menguadas por la reciente guerra contra el augusto Valente y con graves problemas internos que con toda probabilidad habían desencadenado una guerra civil dentro de la confederación tervingia, trató de parar a las bandas de hunos y alanos en su frontera, pero los hunos lo derrotaron en una batalla nocturna que le obligó a retroceder. Tras fracasar su plan de contener a los invasores mediante el levantamiento de una tosca muralla de tierra apisonada y estacas afiladas que unieran las riberas del Danubio y el Geraso (Siret), Atanarico optó por refugiarse en los Cárpatos. Sin embargo, una parte considerable de su pueblo, aterrorizado y con los padecimientos sufridos en las montañas durante las recientes campañas de Valente aún frescos en la memoria, optó por seguir a los nobles Alavivo y Fritigerno y dirigirse bajo su mando a la frontera romana en busca de asilo y protección frente a los hunos.55

Ya hemos apuntado que los hunos contaban con una organización social y política mucho más básica que sus «víctimas» alanas y godas. De 6 a 10 familias formaban un clan que contaba con en torno a un centenar de personas que pastoreaban juntas sus rebaños bajo la dirección de un jefe. Varios clanes emparentados entre sí o que creían tener un antepasado común, se coaligaban formando pequeñas tribus que defendían de forma conjunta sus pastos y que se reunían para lanzar expediciones de saqueo contra otras tribus hunas u otros pueblos. A la cabeza de estas tribus menores estaban los cur o nobles, jefes guerreros que podían reunir bajo sus estandartes a unos centenares de hombres armados. En fin, varias de estas tribus se reunían en ocasiones en una horda o agrupación tribal, bajo el comando de un rey, probablemente denominado shan yu56 y que podía lanzar al combate a varios miles de guerreros.

¿Cómo explicar entonces la rapidísima y avasalladora progresión de los hunos? Pues porque no era su unidad política, su organización, sino su forma de guerrear la que había desmantelado la resistencia de los alanos, greutungos y tervingios: formaciones de caballería densas pero irregulares, cargas y retiradas fingidas, uso de un promedio de diez caballos por jinete, con la consiguiente rapidez y potencia en las marchas y durante el combate, a la par que les servían de «despensa móvil», pues les proporcionaban leche de yegua, sangre y carne. A todo esto, los hunos sumaron una ventaja decisiva: el arco compuesto asimétrico o arco reflejo huno.

Los hunos contaban en sus bandas guerreras con un número importante de jinetes armados pesadamente, pero en su mayoría los ejércitos hunos estaban constituidos por caballería ligera armada con lanza y arco. El arco compuesto asimétrico les otorgaba un poder decisivo frente a otros pueblos de jinetes como lo eran los alanos, gelones, roxolanos, yaciges, taifales e incluso, y en cierta medida, como los greutungos, y no digamos ya sobre pueblos en los que la infantería era la pieza fundamental de sus huestes como en el caso de los tervingios.

Y es que aunque el arco compuesto se conocía desde al menos el tercer milenio antes de Cristo se trataba de arcos de pequeña envergadura incapaces de lanzar flechas con suficiente potencia como para atravesar una armadura a una distancia superior a los 25 o 30 m y ello solo si el impacto era directo y sobre un punto débil, mientras que el desarrollo en el siglo III a. C. del gran arco compuesto asimétrico por los Hsiung-Nu, con su combinación de madera, cuerno y tendones y, sobre todo, con su gran envergadura de hasta 160 cm era muy capaz de herir a un hombre sin protección a 300 m de distancia, siendo letal a 200 m contra tropas no dotadas de armadura, mientras que manejado por un buen arquero podía dar muerte a hombres provistos de ella a 100 m de distancia.57


Figura 17: Reconstrucción de un arco de tipo huno, conforme a los hallazgos del yacimiento de Viena-Simmering (Austria). Pertenece a la tipología de arco compuesto: asimétrico, con la pala superior mayor que la inferior, lo que facilita su empleo a lomos de un caballo, con doble curvatura y empleo de distintos materiales en su factura, a fin de conseguir la flexibilidad y fuerza necesarias. Se han documentado restos de arcos hunos que debieron alcanzar los 130 e incluso 160 cm, lo que les confería una gran potencia.


Figura 18: Lote de puntas de flecha de perfil trilobulado, es decir, con tres lóbulos o aletas, tal como se aprecia en la vista cenital. Fabricadas en hierro, proceden todas ellas del yacimiento de Novohryhorivka (Ucrania), de influencia cultural huna o alana.


Figura 19: Reconstrucción de la silla de montar distintiva de la estepa póntica, empleada tanto por hunos como por sármatas y alanos. Consiste en dos láminas de madera que se apoyan sobre los lomos del animal. Sobre estas se yerguen dos arzones, uno delantero y otro trasero, entre los que se encaja la cadera del jinete para minimizar el riesgo de caída.

En tan solo cinco años, 370-375, armados con tan demoledora y revolucionaria arma, los cur y shan yu hunos llevaron a sus bandas guerreras a una espiral salvaje de expediciones de saqueo y guerras anárquicas en las que, ora luchando entre sí, ora aliándose con los alanos, ora alistándose como mercenarios de grupos godos, fueron aterrorizando y empujando a docenas de miles de tervingios, greutungos, taifales y otros grupos hacia el limes romano, donde se iba a desencadenar una crisis de grandes proporciones.

Ambrosio de Milán, contemporáneo de estos hechos, los supo concretar a la perfección: «Los hunos se han lanzado sobre los alanos, los alanos sobre los godos y los godos sobre los taifales y los sármatas; los godos, expulsados de su tierra, se han lanzado sobre nuestra Iliria y todavía no se atisba el final».58

Algunos autores modernos sostienen que la aparición de los hunos no fue tan traumática ni tan decisiva como nos trasladan las fuentes de la época. Ponen el acento en que, al fin y al cabo, hunos y godos solo deseaban asentarse en tierras fértiles y prosperar en ellas. Es cierto, pero la historia no es el relato de nuestros deseos, sino de cómo se materializan y, en este caso, los hunos y los godos trataron de llevarlos a cabo desencadenando una oleada imparable de violencia que provocó una tremenda crisis y conmovió el orden romano que había imperado a ambos lados del limes desde los días de Constantino el Grande.59

Pero hablarle de crisis en el otoño del año 376 a Atanarico, el último juez de los godos tervingios, debía de ser como hablarle de lluvia a Noé. Con sus huestes guerreras derrotadas, dispersas o pasándose a otros jefes tervingios como Alavivo y Fritigerno, Atanarico debía de ser muy consciente de que su reino estaba deshecho. Pero ¿por qué no fue capaz de ponerse al frente del grueso de su pueblo para llevarlo al lado romano de la frontera y dejó que Alavivo y Fritigerno le robaran la autoridad? Esta pregunta, que me parece clave, o no se plantea, o se contesta sin reflexión. Se sugiere que Atanarico, atado por un supuesto juramento a su padre, se negaba tozudamente a entrar en territorio romano. Esta explicación es absurda si no se atiende al matiz introducido por Amiano Marcelino que muestra a Atanarico esperando cruzar el Danubio junto a sus fieles justo después de que Alavivo y Fritigerno lo hicieran con sus seguidores y a la par que lo intentaban los jefes greutungos Alateo, Viterico, Sáfrax y Famobio. Amiano aclara, además, que fue la negativa de las autoridades romanas a que grupos godos que no fueran los de Alavivo y Fritigerno cruzaran el limes lo que descorazonó a Atanarico, pues el juez de los tervingios consideró que sus antiguas disputas con Valente no lo dejaban en buen lugar para negociar con los romanos. Si algo demostró el juez de los tervingios antes y después de su derrota ante los hunos, fue que era un político pragmático y realista. Sabía que había fallado como federado del Imperio. Había sido incapaz de sujetar a sus gentes y de salvaguardar su lado de la frontera ante el empuje de los hunos y alanos, pero también había fracasado ante la avalancha de refugiados greutungos y de otras tribus que huían ante los invasores llegados del este. Y lo que es peor, con su política anticristiana propició una suerte de guerra civil dentro de su reino en la que las autoridades romanas tuvieron que intervenir realizando auténticas «operaciones de comandos» como la que llevó a un contingente de soldados romanos a cruzar el Danubio e internarse en territorio tervingio para apoderarse del cuerpo del martirizado san Sabas y con las que Valente jugó la antiquísima, útil, pero peligrosa carta del «divide y vencerás» que propició la consolidación de Fritigerno y Alavivo como adalides del partido godo procristiano frente al pagano Atanarico. Con estos fracasos y antecedentes en su haber, Atanarico juzgó que le convenía no pasar todavía al lado romano y que era mejor internarse en lo más fragoso de los bosques de las montañas, abrirse paso entre los sármatas y carpos y esperar allí a ver como se desarrollaban los acontecimientos.60 ¿Hubo, entonces, una guerra civil tervingia? ¿O fue una intervención romana? La respuesta a estas preguntas ha quedado reflejada en la Pasión de San Sabas el Godo y en un apunte, por lo general ignorado, de san Isidoro de Sevilla. Como ya señalamos más arriba, Atanarico salió debilitadísimo de la firma del foedus de enero del año 370. Su prestigio como jefe guerrero estaba seriamente dañado y las penalidades sufridas por su pueblo durante la guerra contra Roma y el consiguiente endurecimiento de las condiciones del tratado con el Imperio, socavaron aún más su prestigio y autoridad, lo que alentó a los nobles poderosos a tratar de usurparle el poder.

Atanarico trató de compensar su pérdida de prestigio y autoridad mediante dos iniciativas: mostrar que no era un mero títere de Roma y aplastar militarmente cualquier amago de resistencia a su autoridad, aunque eso llevara a la guerra civil. Primero trató de probar que su derrota ante Valente no lo había convertido en un mero y sumiso vasallo del Imperio, llevando a cabo una política agresiva contra los cristianos que habitaban en su territorio. Es en este contexto cuando el ya citado san Sabas el Godo fue martirizado y, en verdad, no fue el único. De hecho, esta faceta de Atanarico como perseguidor del cristianismo es la que más largamente se conservó y de ella se hace todavía poderoso eco hacia el 626 san Isidoro que condensa el reinado de Atanarico en dicha persecución para, a continuación, indicarnos que en el 376 los godos se hallaban divididos entre aquellos que aún seguían a Atanarico y los que se habían puesto bajo la autoridad de Fritigerno; añade, además, que ambas facciones combatían entre sí y que el emperador Valente intervenía en la contienda apoyando a uno de los partidos. Dejando de lado los errores de contexto y la inexactitud cronológica del relato de san Isidoro, que coloca en la década del 70 y bajo Valente la traducción al gótico de la Biblia efectuada por el obispo Ulfilas, lo cierto es que el historiador hispano guardaba el recuerdo de que la separación de los tervingios en facciones diversas fue violenta y que los godos que cruzaron el Bajo Danubio en el otoño del 376 no solo lo hacían como refugiados que huían de los ataques de hunos y alanos, sino también como exiliados de una guerra civil que habían perdido pese a contar con el apoyo romano. Esto último es muy importante, pues nos aclara la trayectoria y papeles desempeñados en los siguientes y cruciales años por Fritigerno y Atanarico y, asimismo, resalta el equívoco juego que Valente se traía con los tervingios y su erróneo cálculo, pues al debilitar y disgregar el poder tervingio, este facilitó el derrumbamiento del sistema defensivo del Bajo Danubio del que el reino tervingio había sido un elemento esencial y, con ello, propició la avalancha de refugiados y el ascenso imparable de los hunos.

En ese contexto es como debemos de interpretar la aparición de Atanarico junto al Danubio mencionada por Amiano Marcelino. Atanarico llegó al limes romano como perseguidor de sus rivales, Fritigerno y Alavivo y no tanto como potencial «refugiado».

Así que la intervención de Valente en la política interna de la confederación tervingia fue una causa directa de la crisis de los años 376 a 378. La política goda de Valente durante los años del 370 al 376 fue un acrobático ejercicio de doblez. Cuando a Valente le llegaron los informes sobre que docenas de miles de refugiados godos querían cruzar el Danubio e instalarse en el Imperio, no solo realizó un cálculo sobre si al Imperio le convenía o no aprovechar el potencial agrícola y militar de los godos de Alavivo y Fritigerno,61 sino que también tuvo que sopesar las ventajas políticas que le ofrecería el debilitamiento de su federado, Atanarico, que ahora no solo veía como los hunos y los alanos saqueaban sus tierras, sino que, pese a su victoria en la inmediata guerra civil, se vería privado de una considerable parte de sus fuerzas si, conducidas por Alavivo y Fritigerno, se ponían bajo la protección de Valente y quedaban en manos de este como un «arma» siempre presta a ser usada contra él si no se plegaba por completo a los deseos del Imperio. Creo que esto último fue concluyente en la decisión de Valente de acoger a los seguidores de Alavivo y Fritigerno. Para él, los derrotados jefes tervingios eran un nuevo factor que jugaría a su favor en el complicado juego de las relaciones entre godos y romanos. Por supuesto fue un cálculo erróneo, pues no eran ya los godos, sino los hunos, los que ocupaban el papel hegemónico al norte del Danubio y, sobre todo, porque Alavivo y Fritigerno no estaban dispuestos a jugar el papel que la política imperial quería asignarles.

Lo que acabamos de exponer tampoco fue advertido por nuestra mejor fuente, Amiano Marcelino. El gran historiador centró toda su atención en lo más evidente: los godos huían de los hunos y su división era fruto del colapso de su reino tras la derrota sufrida ante los salvajes jinetes asiáticos.62 No se percató de que, además, la división de los godos también tenía causas internas alentadas por Roma. No podemos recriminárselo. La vertiginosa secuencia de calamidades que se desencadenó a continuación de que Valente decidiera acoger en el Imperio a los refugiados/exiliados godos fue tan espectacular y compleja que bastante tuvo con recoger los hechos y sus consecuencias.

Según narra Amiano Marcelino, los tervingios capitaneados por Alavivo y Fritigerno –en este momento parece que Alavivo era el hegemón de estos godos– se agruparon en la orilla norte del Danubio para solicitar pasar a Tracia y asentarse allí. De hecho, los godos de Alavivo y Fritigerno renunciaban a su anterior condición de foederati, primero porque ya no estaban bajo la autoridad de Atanarico, el responsable del foedus con el Imperio, y segundo porque al solicitar la instalación en Tracia, lejos de la línea fronteriza, entregar las armas y someterse por completo al emperador ofreciéndole además su reclutamiento ilimitado en caso de que el augusto así lo considerara necesario, se transformaban en dediticii, esto es, en sometidos al emperador sin condiciones.

Ahora recalcaremos que, mientras los godos de Alavivo y Fritigerno enviaban emisarios a Valente, se les fueron sumando nuevos grupos de refugiados de muy diverso origen y procedencia. Amiano Marcelino lo recoge así: «En toda la zona que se extiende desde los marcomanos y los cuados hasta el Ponto, una multitud bárbara de pueblos desconocidos, expulsados de su territorio por un ataque inesperado, se habían diseminado en torno al Íster junto con sus familias».63 Esta noticia es vital para que comprendamos lo complejo del proceso que se estaba poniendo en marcha por mor de los ataques iniciados por las hordas hunas durante los años 370 a 376. No solo se estaban moviendo los tervingios y los greutungos, sino que otros muchos pueblos lo estaban haciendo a lo largo de todo el limes danubiano, desde el sur de lo que hoy es Alemania a la desembocadura del gran río en el mar Negro. Miles y miles de familias estaban agrupándose junto a la frontera romana para pasarla. Fue esta sobrecogedora dimensión del movimiento migratorio lo que terminaría sobrepasando al Imperio. Según Eunapio, un historiador contemporáneo de los hechos y fuente principal para Zósimo, 200 000 refugiados cruzaron el Danubio64 y esta cifra se refiere solo al grupo principal de tervingios que había logrado el permiso del augusto Valente para instalarse «legalmente» en Tracia, mientras que por Amiano Marcelino, Eunapio y Zósimo sabemos que otros grupos, como los tervingios de Atanarico, los greutungos y alanos conducidos por Viterico, Alateo, Sáfrax y Famovio, es muy probable que tan numerosos o incluso más que los tervingios de Alavivo y Fritigerno, también estaban esperando a pasar o directamente pasando «ilegalmente» la frontera para asentarse en el Imperio y que estos intentos desembocaban en anárquicos choques armados que, claro está, generaban más y más tensión entre los refugiados, legales o ilegales, el ejército imperial y los provinciales romanos.65


Fue el caos. Aquel otoño del 376 Valente se hallaba en Siria, en Antioquía del Orontes, tratando de arreglar el sangriento embrollo que él mismo había organizado con sus federados árabes de la confederación Tanuqh a los que había tratado de imponer un nuevo foedus que su nueva reina, la belicosa Mavia se había negado a aceptar. La guerra con los sarracenos de Mavia estaba siendo un auténtico desastre y las derrotas romanas se sumaban a la par que los sarracenos saqueaban las provincias romanas desde Egipto al Éufrates y todo ello cuando se suponía que Valente estaba organizando una campaña contra Persia para retornar Armenia a la influencia romana.66 No solo los sarracenos de Mavia estaban en armas, también lo estaban los isauros o isaurios, un pueblo montañés y bravo que habitaba en las montañas del Tauro desde Pisidia al norte de Siria y que a la sazón estaba devastando el sudeste de Asia Menor.

Esta era la ya de por sí complicada situación militar de Valente cuando Lupicino y Máximo, los generales encargados de controlar el asentamiento ordenado y pacífico de los godos en Tracia, añadieron el desastre al caos.

En primer lugar, las autoridades imperiales fueron incapaces de llevar a buen término el paso ordenado del Danubio de las ingentes masas de refugiados. Las fuentes señalan no solo la caótica y anárquica forma en que se procedió, repleta de choques armados y de espantosos naufragios con miles de víctimas ahogadas en las aguas del turbulento Danubio, muy crecido por las lluvias otoñales e invernales del 376-377, sino que también señalan la frustración de las autoridades romanas no ya por su fracaso en la tarea de desarmar a los guerreros que cruzaban junto a sus familias, sino también por su incapacidad de establecer un simple pero imprescindible censo de los refugiados que entraban en territorio romano. Es decir, los romanos, desbordados por el número y las penosas circunstancias del cruce del Danubio, estaban dejando entrar en su territorio a miles de hombres armados de los que ni siquiera conocían su número y a los que, por el acuerdo de deditio, sometimiento sin condiciones, firmado con ellos por el emperador, se les debía de proveer de alimentos y tierras. Pero ¿cómo alimentar y asentar de un modo conveniente a semejante masa de la que además ni tan siquiera se había hecho censo alguno? Si a ello añadimos la creciente infiltración de grupos de greutungos, alanos, taifales, sármatas roxolanos, carpos, esciros, hérulos, boranos y hunos que estaban pasando el río sin autorización, no es de extrañar que como dice Zósimo siguiendo a Eunapio, las bandas de saqueadores se extendieran durante la primavera del 377 desde «Mesia a Tesalia».67

Por si lo anterior no fuera bastante, Lupicino y Máximo, las máximas autoridades encargadas de ordenar aquel caos, decidieron sacar provecho de él y comenzaron a extorsionar a los refugiados a los que cobraban cifras desorbitadas por unos abastecimientos que debían de haberles proporcionado de forma gratuita o a bajo coste. La corrupción se extendió de arriba abajo a lo largo de toda la cadena de mando romana y se hizo más violenta. En consecuencia, muchos godos, en especial campesinos desarmados, mujeres y niños, fueron sin más esclavizados y vendidos a propietarios romanos; otros grupos de refugiados se vieron obligados a vender sus ganados por cifras ridículas y pronto el hambre les obligó incluso a vender a sus hijos para evitar que perecieran de inanición. La desesperación de los godos y la perfidia de los funcionarios y oficiales romanos llegó al punto de que –según se dice– intercambiaban a los godos uno a uno por perros que, de inmediato, eran devorados por los hambrientos bárbaros.

Ni siquiera la nobleza goda se libró de los abusos, y la rabia hacia los romanos fue creciendo hasta estallar de forma violenta. Los choques armados se fueron generalizando. Los soldados y provinciales romanos asaltaban a los grupos de refugiados y masas de estos últimos se organizaban en bandas guerreras y saqueaban los campos asaltando villas y aldeas romanas. Al cabo, la situación se hizo insostenible y derivó en una guerra abierta. El venal Lupicino trató de sofocar la creciente revuelta goda tomando como rehenes a los jefes tervingios en la ciudad de Marcianópolis, pero todo salió mal. Fritigerno logró que lo soltaran y de inmediato se transformó en el jefe de la sublevación. La guerra estaba servida. Muy pronto hubo todo un ejército godo a las afueras de Marcianópolis y el ineficaz y corrupto Lupicino demostró ser, además, un pésimo y cobarde general que se dejó aplastar por completo en una batalla campal por Fritigerno.68

Migraciones masivas e incontroladas, abusos terribles sobre los emigrantes, rechazo de la población local e incapacidad de los recién llegados para integrarse en una sociedad extraña. Todo eso nos suena mucho, ¿verdad? Pero el nivel de caos y violencia del mundo antiguo está más allá de nuestra imaginación. No por su dimensión, sino por su clara inmediatez que no deja lugar a ningún artificio ni disimulo.

Tras la derrota de Marcianópolis, las fuerzas romanas locales se vieron incapaces de controlar no ya a los seguidores de Fritigerno, sino también la línea fronteriza al completo. Aprovechando esta circunstancia, los greutungos de Alateo, Sáfrax, Viterico y Famovio pasaron el río en masa y con ellos grandes grupos de alanos, taifales, carpos, sármatas y esciros y pequeñas bandas de hunos que ofrecían sus «servicios» como mercenarios a los jefes guerreros. De hecho, buena parte de los efectivos romanos que debían de haber estado custodiando la frontera del Bajo Danubio no estaban allí, en Mesia, la Escitia Menor y Tracia, sino en Oriente con el emperador.

En efecto, Valente había reunido en Siria a una buena parte de sus comitatenses para llevar a término su proyectada campaña contra Persia y los había tenido que reforzar con contingentes de limitanei sacados de aquí y allá, para hacer frente a los sarracenos de Mavia y a los saqueadores isaurios.

En semejantes circunstancias, no es raro que las menguadas tropas romanas de los Balcanes perdieran el control en toda la región que iba desde Adrianópolis, al sur, hasta Nicópolis, al norte y desde el Castra Martis (Campamento de Marte) al oeste, a Istria, al este. Pues otros dos jefes godos –desconocemos si tervingios, greutungos o de alguna otra tribu goda–, Suerido y Colias, que habían sido ya instalados con sus bandas en Adrianópolis, se levantaron en armas ante la creciente hostilidad de los habitantes locales, que los culpaban de los saqueos que efectuaban otros grupos bárbaros,69 y ante la exigencia de las autoridades para que pasaran de inmediato a Asia Menor, a Bitinia, para asentarse allí. Desesperados, Suerido y Colias se sumaron a Fritigerno incrementando así aún más sus huestes.70

Estas crecían y crecían con la incorporación no solo de nuevas bandas procedentes del norte del Danubio, sino también con la llegada de miles de godos que, al haber sido hechos esclavos durante el terrible invierno, se liberaban ahora y se alzaban en armas contra sus amos. También se sumaban a los godos miles de esclavos y gentes desesperadas no solo de origen godo o bárbaro, sino aún romano.71

Valente comprendió que debía de volver de inmediato a los Balcanes y hacerse cargo del desastre, pero no era fácil. Primero tuvo que lograr un acuerdo con Persia y ello a la par que se aseguraba de la pacificación de los salvajes montañeses isaurios y se avenía a firmar un foedus con Mavia, la victoriosa reina de los árabes tanuqh que quedó sellado con ventajosas condiciones para los árabes y con el matrimonio de la hija de Mavia con el magister equitum Víctor.

Valente necesitaba paz y guerreros, pero también tiempo y no lo tenía. Su primer paso fue solicitar ayuda a su sobrino Graciano, a la sazón el augusto de Occidente junto con su pequeño hermano Valentiniano II. Graciano respondió leal enviando tropas desde Panonia.

El segundo paso dado por Valente fue enviar por delante algunas legiones desde la frontera armenia hacia Tracia bajo el mando de Trajano y Profuturo que demostraron ser dos auténticos incompetentes pues llevaron a sus excelentes tropas a una ratonera en las montañas de la cordillera del Hemo, en el corazón de Tracia, donde fueron dispersadas por los guerreros de Fritigerno que logró así más fama y botín.

En el verano del 377, tras reunirse con las tropas occidentales enviadas por Graciano y mandadas por Ricomeres, Profuturo y Trajano acecharon a los seguidores de Fritigerno reunidos en un gran y circular «campamento de carros» situado no lejos de la ciudad Tracia de Salices. Pero los bárbaros se percataron de la aproximación de los romanos y presentaron batalla. Nótese que Amiano Marcelino, al narrarnos cómo romanos y bárbaros se preparaban para entrar en combate, señala que los segundos «se expresaban cada uno en su lengua».72 Esto es, no solo había allí godos, sino también gentes bárbaras de lengua diferente a la gótica, lo que refuerza la idea de que las gentes que en breve vamos a llamar «visigodos» eran una mezcla diversa tanto de grupos godos como de alanos, hunos, taifales, carpos, esciros y desertores y renegados romanos.

Tras lograr ocupar una ventajosa posición, los godos rechazaron a la infantería ligera romana y recibieron con furia a las legiones formadas en testudo. La batalla librada entonces fue durísima y Amiano señala que aún en los días en que él escribía, entre el 392 y el 395, la zona seguía cubierta de huesos humanos. La matanza terminó en tablas y con muchas bajas para ambos bandos.73

Pero lo cierto es que Fritigerno logró abandonar la región montañosa y pasar de nuevo a las fértiles llanuras para continuar los saqueos y devastaciones. Valente, que estaba ya avanzando hacia Constantinopla con el grueso de los comitatenses orientales, se desesperaba y envió por delante a Saturnino con el grueso de la caballería. Pero ni siquiera esto contuvo a los bárbaros. Reforzados por nuevos grupos de greutungos, alanos, taifales y hunos, desbordaron a los romanos y extendieron de nuevo sus correrías desde el Danubio hasta los arrabales de Constantinopla desatando el pánico y haciendo millares de cautivos, en especial mujeres y niños que eran horriblemente arreados a latigazos por los caminos en dirección a los campamentos bárbaros.74


Figura 20: Detalle de uno de los mosaicos de la Villa del Casale, en Piazza Armerina (Sicilia), fechado en el siglo IV, en el que se representa un carro de transporte tirado por bueyes. Desconocemos el aspecto de los vehículos empleados por los godos, pero podemos conjeturar el aspecto que ofrecerían a partir de los paralelos romanos de la misma época. En el Barbaricum se han documentado tanto de dos como de cuatro ruedas y tanto con radios como sin ellos, lo que demuestra que, en transportes, su tecnología era bastante pareja a la de los romanos. El círculo de carros empleado por los godos en Adrianópolis bien pudo estar formado por vehículos similares a este.

El caos seguía aumentando día tras día. Los greutungos, que habían pasado el Danubio aprovechando el descontrol provocado por la revuelta de los tervingios de Fritigerno, se habían dispersado por todos los Balcanes saqueando todo a su paso. Uno de estos grupos de greutungos, el conducido por Famovio, se alió con una gran masa de salvajes jinetes taifales, un grupo mitad germánico, mitad sármata y carpodacio, cuyos guerreros solían expiar sus faltas matando en combate singular a un jabalí o a un oso. Con toda esta fuerza reunida bajo su estandarte, Famovio trató de lograr fama similar a la de Fritigerno enfrentando al grueso del contingente enviado desde Panonia por Graciano en auxilio de la diócesis de Tracia. Estas tropas romanas, dirigidas por Frigerido, vencieron a los greutungos y taifales de Famovio dando muerte al jefe godo y capturando a los supervivientes que fueron deportados a la llanura padana en Italia para que cultivaran allí las tierras y sirvieran como reclutas en el ejército occidental.75

Nos estamos deteniendo en narrar con cierto detalle los acontecimientos previos a Adrianópolis por dos razones: primero para hacer bien visible al lector que no se trató de una contienda entre tervingios y romanos, ni tan siquiera entre godos y romanos, sino entre una confusa multitud de bandas procedentes de pueblos muy diversos y, a menudo, ni siquiera germánicos y las tropas imperiales. En efecto, ya hemos listado a tervingios, greutungos, alanos, hunos, taifales, carpos, sármatas roxolanos, hérulos, boranos y esciros entre los invasores y es muy probable que también hubiera gentes de otros grupos. Alanos, hunos, carpos y sármatas no eran germanos y los taifales y boranos es probable que solo lo fueran a medias; en segundo lugar, demostrar que los grupos godos carecían de unidad de mando. A menudo, los historiadores, al simplificar los acontecimientos despreciando la complejidad de las operaciones bélicas, presentan la falsa imagen de una única y homogénea masa de bárbaros moviéndose al unísono por Tracia hasta ser enfrentada por Valente en los campos de Adrianópolis. Como podemos ver, aunque es cierto que Fritigerno logró destacar entre los otros dirigentes godos que operaban en los Balcanes, ni era el único jefe godo, ni su grupo era el único que se desplazaba y combatía por la región.

Se trató pues de una caótica contienda emprendida sin coordinación ni jefatura suprema por grupos a cuya cabeza había una multitud de jefes/reyes, pues de esta última forma, «reyes» los llama ya Amiano Marcelino. Me parece a mí que esto último, la confusión y división de las bandas bárbaras, jugó a su favor, pues impidió a los romanos concentrar sus fuerzas en un solo punto y generó una destrucción descorazonadora en las provincias de Mesia Inferior, Escitia Menor y Tracia que, a su vez, propició una creciente presión sobre Valente por parte de los senadores y demás grupos influyentes para que precipitara sus acciones y resolviera de una vez por todas aquella espantosa crisis. Eso, las presiones y las prisas por lograr una victoria decisiva perdieron al Imperio y condujeron a Valente al desastre de Adrianópolis.

Mientras tanto, en la parte occidental del Imperio, Graciano, tras vencer a los lentienses, una tribu de la confederación alamana, reunía tropas para acudir en persona al Ilírico y Tracia. Pronto alcanzó Sirmio y su avance lo hubiera llevado pronto a Tracia si no se hubiera visto retrasado por haber contraído unas fiebres y, sobre todo, porque le atacó una gran banda guerrera de jinetes alanos. Este ataque alano, que también se pasa por alto, fue quizá responsable directo de la derrota de Adrianópolis, pues impidió a Graciano llegar a tiempo para sumarse a Valente.76

Este último, por otro lado, no estaba muy dispuesto a esperar a su sobrino. Mientras que Graciano venía en su ayuda con la aureola de haber aplastado a los alamanes y de haber conseguido, por medio del magister Frigerido, la única victoria significativa sobre los godos, la obtenida sobre Famovio y sus seguidores greutungos y taifales, él, Valente, el augusto sénior, se había visto frustrado una y otra vez en sus deseos de gloria militar. No solo no había vencido a Persia, sino que ni tan siquiera había podido emprender la campaña proyectada y la había tenido que abortar con una paz vergonzosa y precipitada. Y eso sin detenerse en la humillación que Mavia, la reina de los árabes tanuqh, le había infligido. Y luego, y sobre todo, estaban los godos. Su rebeldía, correrías y saqueos eran el máximo insulto que se le podía hacer, pues él, Valente, era el responsable directo de su entrada en el Imperio. Por eso, cuando el magister equitum Víctor logró significativas victorias sobre las bandas de saqueadores godos al frente de los ágiles jinetes sarracenos proporcionados al ejército imperial por su nuera, la reina Mavia, obligándolos a abandonar los campos que se extendían entre los arrabales constantinopolitanos y Adrianópolis, y sobre todo, cuando el general Sebastiano logró a finales de junio o inicios de julio del 378 una rotunda victoria sobre una numerosa banda de saqueadores seguidores de Fritigerno junto al río Hebro, no lejos de Adrianópolis, Valente se convenció a sí mismo de que podía vérselas sin ayuda con los bárbaros y de que no sería necesaria la prudencia y así librarse de tener que compartir la gloria de la victoria con su joven sobrino, Graciano, a la sazón retrasado por los ataques alanos.77

Esta decisión resultó ser funesta. Fritigerno, asustado por la reciente victoria de Sebastiano y por las noticias de que dos grandes ejércitos romanos, el de Graciano y el de Valente, convergían sobre sus posiciones, comenzó a reunir a todos sus hombres y a buscar la proximidad de los grupos greutungos y alanos conducidos por Sáfrax y Alateo.

Y es que Valente, que llevaba en Constantinopla desde el 30 de mayo, al fin se movía hacia el norte y tras recibir informes de que los bárbaros capitaneados por Fritigerno apenas si superaban los 10 000 guerreros, se creyó más que capaz de aplastarlos sin ayuda alguna de Graciano. Llegado a Adrianópolis al frente de un ejército que las fuentes cifran en 60 000 hombres y que, por mucho que se empeñen algunos historiadores contemporáneos, no pudo bajar de los 40 000, Valente contaba con la superioridad numérica y táctica.

No obstante, tras reforzar Adrianópolis, dejar en ella el tesoro imperial y buena parte de los abastecimientos del ejército, y desdeñando la enésima epistolar petición de Graciano de que le esperara, y desoyendo también los consejos del magister equitum Víctor que abogaba por esperar al augusto iunior, Valente avanzó sobre el campamento de carros de Fritigerno situado a unos 23 km de Adrianópolis. Era el 9 de agosto del 378 y la ruina rondaba al Imperio.78

La marcha del ejército romano, bajo un sol de justicia, le llevó unas seis horas. A la hora octava del día 9 de agosto, es decir, sobre las dos de la tarde y por ende en el momento de máximo calor del sofocante día, las tropas romanas avistaron el círculo de carros del gran campamento de Fritigerno. En los días previos, el jefe tervingio había tratado de negociar, pero de forma altanera y exigiendo la entrega de Tracia a cambio de la paz y la alianza. Ahora, a la vista del formidable ejército romano y con su caballería en buena parte alejada de su campamento, envió de nuevo emisarios de paz que esta vez se mostraron humildes y nada exigentes. Su propósito no era otro que el de retrasar a Valente en espera de que su caballería regresara y de que lo hiciera junto a nuevos contingentes bárbaros, alanos y greutungos, que acampaban cerca sin que, en apariencia, los exploradores romanos se hubieran percatado de ello.

Aunque resulte sorprendente, Valente se dejó enredar por las maniobras dilatorias de Fritigerno. Mientras su ejército aún estaba formándose en línea de batalla sufriendo lo indecible bajo el sol y sin contar ni con agua, ni con alimentos, pues los víveres estaban aún en camino, su augusto se dedicaba a negociar y a exigir que le enviaran emisarios de más alta alcurnia. Era una torpeza. Valente tenía dos opciones igual de buenas: o comenzar de inmediato la batalla sin que Fritigerno hubiese logrado reagrupar por completo a sus bandas de saqueadores ni recibir los refuerzos que esperaba, o dar orden de acampar y fortificarse para que sus hombres descansaran y comieran y dejar la batalla para el siguiente día o, mejor aún, para unos días más tarde y dar así oportunidad a Graciano de que se le sumara con las tropas de occidente.

Pero Valente no hizo ni lo uno, ni lo otro. Dejó pasar el momento de lanzar un sorpresivo ataque pasando de la columna de marcha al combate, maniobra difícil pero que las legiones del siglo IV conocían a la perfección y se dedicó a perder el tiempo en unas negociaciones que, una vez con su ejército sobre el campo de batalla, carecían de sentido y, todo ello, mientras sus hombres se cocían en sus armaduras bajo un sol implacable y se debilitaban más y más por efecto del hambre y de la sed. Y, mientras tanto, Fritigerno se reforzaba a cada instante con los pequeños grupos de forrajeadores que volvían presurosos al campamento y, además, aumentaba las penurias y desazón de los romanos enviando a sus hombres a incendiar los campos cercanos para que el humo y el calor azotaran los rostros de los legionarios.

Por si lo anterior fuera poco, Valente fue incapaz de retener a sus tropas y mantenerlas en orden y sosteniendo la posición. Bien al contrario, la batalla se desencadenó sin que Valente lo ordenara y cuando sus líneas aún no estaban formadas del todo.

En efecto, mientras que el ala derecha de la caballería romana estaba ocupando posiciones adelantadas protegiendo así el despliegue de la infantería, el ala izquierda de la caballería romana, retrasada por la congestión de los caminos, atestados de tropas y de carros de suministros, aparecía muy por detrás de las posiciones que se le habían marcado y estaba aún incompleta en sus filas, pues algunas de sus alae aún marchaban por los caminos que comunicaban Adrianópolis con el campo donde se iba a dar la batalla. Por su parte, la infantería legionaria había formado en un denso y formidable cuadro, pero su flanco izquierdo, el que debía de proteger el ala izquierda de la caballería, aparecía peligrosamente expuesto por mor del deficiente e incompleto despliegue de esta última.

Así, sin una firme línea de batalla y ofreciendo un flanco expuesto, se inició la contienda cuando la infantería ligera y los arqueros, dirigidos por Pacurio, avanzaron de súbito sobre el campamento godo agobiados por la espera y deseosos de iniciar un enfrentamiento que se presumía victorioso. Pero en la contienda nada debe de darse por hecho.

Los arqueros e infantes ligeros romanos fueron rechazados y puestos en desordenada fuga. No es de extrañar, el propósito de este tipo de fuerzas no es cargar sobre un enemigo atrincherado en una fuerte posición, sino hostigarlo desde media distancia sin entrar en el cuerpo a cuerpo. Todo lo contrario de lo que hizo Pacurio quien condujo a sus hombres directamente contra la línea goda apoyada en sus carros.

El fracasado ataque de Pacurio no tenía por qué ser un golpe irremediable para los romanos, pero su desordenada retirada se produjo justo cuando la caballería de Fritigerno regresaba a su campamento acompañada por los greutungos de Sáfrax y Alateo y por bandas de jinetes alanos que lanzaron una formidable e inesperada carga sobre el débil flanco izquierdo romano, desatando la matanza y el caos y generalizando el combate.

Fue una carga devastadora a la que pronto se sumaron los infantes de Fritigerno que se resguardaban tras los carros. Amiano Marcelino lo deja bien claro: «Todos los godos, además de los tervingios participaron en la batalla» esto es, los exploradores y espías romanos habían fracasado de un modo lamentable. Valente había esperado enfrentarse solo a los tervingios de Fritigerno, los mismos que sus informadores habían estimado en «poco más de 10 000 guerreros» pero ahora tenía destrozando sus líneas no solo a esos 10 000 tervingios, sino también a los greutungos de Alateo y Sáfrax, sin duda tan numerosos como los hombres de Fritigerno, y a los temibles jinetes alanos. Es decir, no menos de 30 000 enemigos. Unas cifras que reducían considerablemente la superioridad numérica romana que tanta confianza había dado a Valente, el mismo que ahora contemplaba cómo su flanco izquierdo se hundía y era aniquilado y cómo su infantería legionaria, formada en apretado cuadro, era «martilleada» una y otra vez por salvajes ataques frontales de la infantería tervingia y por repetidas cargas de la caballería greutunga y alana que caía sobre ella desde su expuesto flanco izquierdo. Además, cada vez más jinetes godos y alanos desmontaban y echaban pie a tierra para acosar con más intensidad al inconmovible cuadro romano. Este había cerrado escudos y hacía uso de sus spicula, mientras que los bárbaros que las tenían usaban hachas para abrirse sangriento camino entre las filas enemigas.


Figura 21: Detalle del mosaico de la gran cacería, en la villa romana del Casale (Piazza Armerina, Sicilia), fechado en la primera mitad del siglo IV. En él vemos a dos jinetes romanos armados con los característicos escudos amplios, planos y ovalados del periodo. El arma de caballería del Imperio había mejorado sustanciosamente su calidad y número desde que en el siglo III emperadores como Galieno y sucesores suyos invirtieran recursos en su desarrollo.

La batalla se fue transformando en un infierno. El calor era agobiante, el humo y la polvareda impedían a los soldados hacerse una idea de lo que en realidad estaba pasando, mientras que los bárbaros, con el punto fijo y claro de su campamento de carros siempre a la vista, se orientaban mejor. Pese a todo, la infantería legionaria plantó fiera batalla. Se luchó con saña durante horas manteniéndose la formación cerrada. Rechazando una y otra vez a los bárbaros, mientras que la tierra se llenaba de cadáveres de las propias filas y de las enemigas y el suelo se volvía fangoso a fuerza de tragar sangre. Se peleó con desesperación bárbara y romana, los combatientes se alzaban sobre los cuerpos muertos y heridos que yacían por doquier y que, golpe a golpe, se iban apilando hasta formar montañas de carne muerta y ensangrentada.

Amiano Marcelino, soldado amén de historiador y que contó con narraciones de la batalla de primera mano, nos deja un espantoso cuadro de la batalla que, con la tarde avanzando, desembocó en ruina y matanza, pues, al cabo, las apretadas filas de las legiones romanas se quebraron y se impuso el pánico, destructor de tantos ejércitos.

Al romper filas sobrevino una implacable persecución. Los romanos fugitivos eran cazados y muertos por los jinetes godos y alanos, o acorralados por los infantes bárbaros y acuchillados o alanceados sin piedad. Los caminos que llevaban a Adrianópolis se llenaron de miles de soldados romanos que trataban de alcanzar la seguridad de sus defensas.79

Muchos no lo lograrían. El propio emperador se vio arrastrado por el caos. Llevado por sus servidores hasta una granja cercana al campo de batalla, quedó aislado de la mayor parte de su guardia y separado del grueso de los fugitivos. Valente estaba herido, pero antes de que pudiera recibir auxilio o escapar hacia Adrianópolis, su refugio fue rodeado por una partida de guerreros bárbaros que, ignorantes de que en la granja se había refugiado el emperador y rabiosos por las flechas, dardos y venablos que les arrojaban desde el edificio, le prendieron fuego.80

Así murió Valente, augusto de la parte oriental del Imperio romano. Caía la noche y dos tercios de su ejército, puede que unos 25 000 hombres, yacían sobre el campo de batalla o habían sido apresados. Junto a los soldados y centuriones yacían también los magistri militum Sebastiano y Trajano, así como 35 tribunos, 32 de los cuales con mando efectivo sobre unidades.81 Roma nunca volvería a ser la misma y los godos, ciento veintisiete años después de la batalla de Abrittus, volvían a dar muerte a un emperador romano. Pero esta vez, y al contrario de lo que sucedió tras Abrittus, los godos no serían expulsados del Imperio, sino que lo socavarían profundamente.

La bibliografía sobre Adrianópolis es extensísima y, con frecuencia, frustrante. Muchos historiadores que abordan esta batalla ni siquiera se detienen a considerar los aspectos tácticos, ni las consecuencias estratégicas de la gran batalla. Otros investigadores como Simon MacDowall o Peter Heather, se empeñan en ofrecer cálculos ridículamente bajos de las cifras de combatientes o de las bajas sufridas por el ejército romano. Así, por ejemplo, los autores ya citados rebajan la cifra de soldados romanos presentes en la batalla a 15 000 hombres y ello sin ningún apoyo en las fuentes. Y es que sabemos que Valente acudió con la mayor parte de los comitatenses de Oriente y hasta tal punto que Constantinopla, como veremos más adelante, casi quedó desguarnecida. Como las tropas comitatenses de Oriente sumaban unos 100 000 efectivos, es imposible pensar en un ejército de 15 000 hombres y ello cuando Amiano Marcelino proporciona el preciso dato de que 32 tribunos con mando directo sobre unidades cayeron en combate, de lo que se infiere que el número de tropas pasaba ampliamente de los 30 000 hombres, pues solo esos 32 tribunos tendrían bajo su mando a unos 16 000 soldados. Por si fuera poco, podemos hacer otra deducción basada en una fuente contemporánea, la Notitia dignitatum, en la que se advierte que 16 unidades del ejército de Oriente fueron creadas tras el desastre y eso arroja una cifra de bajas que sumada a las provenientes de otras unidades no del todo aniquiladas, nos llevaría a calcular una cifra razonable de bajas que rondaría, cuanto menos, los 20 000 efectivos.82

Para compensar, esos mismos autores realizan cálculos «imaginativos» y a veces singularmente detallados, sobre la fuerza bárbara. Estos cálculos tampoco se apoyan en ninguna fuente y hacen oscilar el contingente bárbaro entre los 11 600 hombres y los 19 300 efectivos.83 Más sensatas son las cifras estimadas por otros autores. Cifras que, además, se apoyan en los datos que sí nos dan las fuentes. Tal es el caso de Noel Lenski que estima la fuerza romana en de 30 000 a 40 000 efectivos y la bárbara en torno a los 40 000.84

Por mi parte coincido en buena medida con Noel Lenski y estimo que Valente acudió a Adrianópolis con una fuerza de 40 000 hombres y que se enfrentó a una alianza bárbara que debió de reunir, como poco, a 35 000 guerreros y que, con toda probabilidad superó esa cifra e igualó la que los romanos habían puesto sobre el campo de batalla.


Figura 22: Aplique decorativo del siglo VI hallado en la necrópolis alamana de Bräunlingen (Alemania). Representa a un jinete y su caballo, y el primero blande una lanza larga –contos– con ambas manos, característica de la forma de combatir de los sármatas y alanos, luego adoptada por los pueblos germanos. Badisches Landesmuseum Karlsruhe, Alemania.

Por fortuna, la vieja idea de que Adrianópolis fue el triunfo de la caballería germánica sobre la infantería romana ha quedado descartada, aunque aún suelen frecuentarse tópicos relacionados con esta vieja idea, como que los jinetes bárbaros basaban su superioridad en el uso del estribo, una cuestión que es una aberración cronológica, pues como es bien sabido, el estribo solo comenzó a usarse entre los pueblos germánicos y en general europeos, a partir de la llegada a la llanura panónica de los ávaros hacia el 562 y solo muy lentamente se generalizó su uso.

Se ha señalado también una supuesta quiebra de la disciplina y de la capacidad combativa de las legiones y tropas romanas e incluso se ha apuntado a que el equipo de los soldados romanos era deficiente y que no era ya el adecuado para luchar en orden cerrado.85 Pero lo cierto es que si la batalla se analiza no basada en presupuestos preestablecidos y paradigmas historiográficos, sino a partir del estudio cuidadoso de las fuentes primarias, se pueden establecer tres hechos incuestionables y significativos y una conclusión inevitable.

Primero que, en efecto, la caballería bárbara desempeñó un papel decisivo con su carga sobre el flanco izquierdo romano. Ahora bien, esa caballería estuvo compuesta por godos y alanos y es probable que estos últimos fueran tan numerosos como los primeros. Además, y esto es aún más importante desde el lado puramente táctico de la cuestión, esa caballería, tras las primeras cargas, desmontó en su mayor parte para continuar la lucha a pie.

Segundo, que la infantería bárbara desempeñó un papel asimismo decisivo al rechazar los primeros ataques de la infantería ligera enemiga y al sostenerse frente a la presión de la infantería pesada romana contra la que cargó repetidamente y con la que sostuvo una reñida pelea. Amiano Marcelino deja bien claro que la lucha entre las dos infanterías, la romana y la bárbara, supuso la parte central, decisiva y más sangrienta de la batalla.

En tercer lugar y más importante, el estudio de la batalla muestra que la disciplina y la capacidad combativa de los romanos fue excelente y que su armamento seguía siendo superior al de los bárbaros. Si bien es cierto que algunos grupos de godos, aquellos que habían desertado del ejército romano en Adrianópolis meses antes, estaban equipados por los propios romanos y que los mejores guerreros de Fritigerno contaban asimismo con equipo romano.

Por otro lado, algunos autores señalan que Amiano Marcelino quiso mostrar en su narración de la batalla que los romanos habían perdido su fortaleza y disciplina militar.86 No sé qué Amiano Marcelino han leído, pero no es el mismo que he leído yo. Amiano Marcelino resalta una y otra vez la solidez de las líneas romanas, el valor de sus soldados, su férrea determinación a morir combatiendo: «Las líneas chocaron entre sí como lo hacen las proas de dos naves de guerra y sus avances alternativos parecían los vaivenes de las olas del mar»87, nos dice y también: «[…] puesto que lo compacto de las formaciones quitaba toda posibilidad de huir, también los nuestros, despreciando su propia muerte, empuñaron sus espadas y mataban a sus enemigos…»88 y, también: «[…] tenían las lanzas rotas debido a los golpes continuos, se lanzaban contra las compactas tropas de los enemigos confiados tan solo en sus espadas desenvainadas y sin pensar en su propia vida […]»89. Y estos pasajes son solo tres escogidos entre otros muchos similares que pueden hallarse en el relato de la batalla dado por Amiano Marcelino.



Figura 23: Detalle de uno de los mosaicos de la mencionada villa del Casale en Piazza Armerina (Sicilia), que muestra a dos soldados armados con sendos escudos circulares, grandes y planos. El empleo desde el siglo III de este tipo de escudos estaría relacionado con el desarrollo de tácticas que requerían una línea cohesionada, con los escudos entrelazados (synaspismos), presentando un frente continuo y compacto de infantería, y es simultáneo al progresivo abandono de los pila a favor de lanzas de estoque y jabalinas.

Como puede constatarse, este autor no mostraba a unos soldados desmoralizados, indisciplinados, poco combativos o indisciplinados, sino a hombres de férrea disciplina dispuestos a morir matando y sosteniendo sus filas en una situación desfavorable que hubiera provocado de inmediato la disolución de cualquier otro ejército que no fuera el romano. No, los romanos aguantaron horas enteras peleando en orden y sin casi esperanza y eso solo se hace a fuerza de disciplina y valor.

Y ¿por qué perdieron entonces los romanos? Ahí es cuando aparece la conclusión inevitable: por culpa de la mala información y el pésimo liderazgo.

En efecto, los exploradores romanos no supieron evaluar correctamente la fuerza enemiga, un error fatal a la hora de comenzar una campaña o batalla: «algo más de 10 000 guerreros» le dijeron a Valente al evaluar las tropas de Fritigerno. Pero en Adrianópolis y en el momento decisivo, a esos «más de 10 000» seguidores de Fritigerno, se sumaron los greutungos y alanos que seguían a Alateo, Sáfrax y otros jefes menores y, con ello, casi con toda seguridad, la cifra de enemigos a enfrentar por el ejército imperial subió a unos 35 000, con lo que se triplicaban ampliamente las cifras que Valente estaba barajando cuando decidió dar la batalla.

Así que los «servicios de inteligencia» del ejército romano fallaron de una forma estrepitosa. Además, a ese error ya señalado de infravalorar la fuerza enemiga, se sumó otro igualmente fatal: los exploradores y los espías romanos no supieron ubicar correctamente las fuerzas enemigas. Y es que Valente y sus generales llegaron a la conclusión de que toda la fuerza enemiga estaba reunida en un solo punto: el campamento de carros de Fritigerno. Pero lo cierto es que no era así y que el grueso de los potenciales enemigos, la caballería tervingia y los greutungos y alanos conducidos principalmente por Alateo y Sáfrax, se hallaban a unas millas del campamento de carros de Fritigerno y, por ende, del campo de batalla. Un campo de batalla al que pudieron acudir en el momento decisivo trayendo con ellos una «sorpresa táctica decisiva» y con ella, la victoria.

¿Y el mando? Valente lo hizo todo mal. En primer lugar, porque puso por encima de las consideraciones militares, tácticas y estratégicas, las políticas. Pensaba más en su prestigio que en la batalla. Por eso no esperó a Graciano, muy cerca ya y que, de haber sumado sus fuerzas a las de Valente, habría duplicado los efectivos romanos y garantizado la victoria.

En segundo lugar, no nos extenderemos de nuevo sobre ello, Valente no aprovechó su ventaja inicial y no fue capaz de desplegar de forma acertada su fuerza y no supo controlar a su infantería ligera.

La batalla de Adrianópolis no fue la batalla de un Imperio decadente y condenado a caer ante el empuje de unos bárbaros dinámicos y renovadores.90 La prueba de ello es que el Imperio que fue derrotado, el de Oriente, aguantó y se mantuvo en pie durante mil años más. Pero sí fue el comienzo de una nueva fase en la relación entre romanos y bárbaros y, sobre todo y para el objeto de estudio de este libro, fue el comienzo de la verdadera génesis del pueblo visigodo.

La formación de pueblos en esta época está muy ligada a la aparición de líderes carismáticos y guerreros capaces de lograr triunfos notables que aportaran prestigio y bienestar a sus seguidores. Ese prestigio era lo que hacía que un tervingio, un greutungo, un alano, un sármata, un taifal o un desertor romano, por ejemplo, comenzara a identificarse como miembro de algo nuevo. Como partícipe de una nueva identidad que, conservando lo que podríamos llamar «núcleo étnico de prestigio», casi siempre aquel al que pertenecía el líder, aglutinaba elementos diversos y a menudo dispares.

Pero no sería Fritigerno, un hombre que había crecido en el viejo reino tervingio, sino un hombre que ascendió en el nuevo escenario de relaciones romano-bárbaras surgido tras Adrianópolis, quien forjaría la identidad visigoda, Alarico.

Los visigodos. Hijos de un dios furioso

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