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Introducción Los godos y la primera España

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Tú eres, oh, España, sagrada y madre siempre feliz de

príncipes y de pueblos, la más hermosa de todas las tierras

que se extienden desde el Occidente hasta la India. Tú, por

derecho, eres ahora la reina de todas las provincias, de quien

reciben prestadas sus luces no sólo el ocaso, sino también el

Oriente. Tú eres el honor y el ornamento del orbe y la más

ilustre porción de la tierra, en tu suelo campea alegre y florece

con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo godo.

Isidoro de Sevilla, Historias, 1-101

La cita con la que comienza el capítulo es el inicio del De laude Spaniae (Alabanza de España), y fue escrita por Isidoro, obispo de Sevilla, en el año 626 –hace ya casi mil cuatrocientos años– y bajo el reinado del rey godo Suintila (621-631) en el momento en que este último había completado el control godo sobre la totalidad del territorio de la península ibérica.2

El De laude Spaniae de san Isidoro fue el primer panegírico dedicado a Hispania como entidad independiente. De hecho, desde la segunda mitad del siglo VI y a lo largo del siglo VII, fue cada vez más común usar el término Spania como sinónimo del territorio del estado erigido por los godos de Occidente. Así, por ejemplo, Juan de Bíclaro, obispo de Gerunda (Gerona), reservaba ese nombre, Spania, al territorio que los godos controlaban en la península ibérica, mientras que designaba como Reino de Gallaecia a las tierras controladas por los suevos. Cuando en el 585 estos últimos perdieron su independencia frente a los godos, sus antiguos dominios se integraron en lo que Juan de Bíclaro llamaba Provincia Hispaniae. Y es que aunque los reyes visigodos seguían llamándose Rex Gothorum también se denominaban a sí mismos y eran llamados Regis Spaniae atque Galliae.3 Fuera del Reino tampoco se tenía duda alguna de lo que en realidad eran y así, Gregorio de Tours, un cronista franco de finales del siglo VI, llamaba a Leovigildo (569-586) Rey de los Hispanos y a su hijo, Recaredo (586-601), Rey de Hispania.4 Y lo cierto es que al subir al trono un nuevo monarca, a quien se exigía el juramento de fidelidad era a «Todos los pueblos de Spania».5 Era esta una fórmula muy significativa que identificaba Spania con el ámbito de la soberanía ejercida por el rey godo. Identificación que, por otra parte, y de forma aún más señalada si cabe, también se reflejaba en la Lex Visigothorum o Liber Iudiciorum, código constituido en un principio por Recesvinto en el 654. Así, por ejemplo, en una ley promulgada por Wamba (672-680) podemos leer como encabezado de la ley que debía regir la movilización general en caso de ataques enemigos: «qué hay que hacer si se originasen hostilidades en los confines de Hispania». Como se habrá advertido, no se nombra ni a Gallaecia, ni a Galia, pese a que las disposiciones nombradas regían para todo el reino, sino que se abarcaba por completo a este último en la palabra Hispania y para que no quedara duda de ello, algo más abajo el legislador aclaraba: «y si alguien dentro de las fronteras de Hispania, de la Galia, de Galicia, esto es, en todas las provincias que están sujetas a la jurisdicción de nuestro gobierno […]». Y lo que acabamos de evidenciar al citar esta ley, es decir, la equivalencia y concreción de todo el reino en el término Hispania de las partes que lo constituían, se sigue manifestando en leyes como la que trataba de los siervos huidos: «así mismo cualquier persona que resida o se halle en los límites de Hispania […]». Y es que la realización de la unidad política, legislativa y religiosa del reino godo se estaba concretando y se iba expresando en una creciente sinonimia entre Regnum gothorum (reino de los godos) y Spania. Una patria, un regnum que era asimismo condensado por los «intelectuales» como Juan de Bíclaro, Braulio de Zaragoza, Isidoro de Sevilla, Eugenio de Toledo o Julián de Toledo en la voz Spania,6 que no era sino la nueva identidad labrada desde la segunda mitad del siglo VI por reyes como Leovigildo, Recaredo, Sisebuto o Suintila. Pues es que, aunque Isidoro era hispanorromano y Suintila era godo, esas diferencias, antaño tan importantes, se estaban difuminando y se estaba consolidando una nueva realidad.

Esa identidad, esa realidad, se asentó por completo y puede comprobarse en los textos que se escribieron en los cien años que siguieron a la destrucción del reino visigodo de Toledo. Así, en el 715/716, pasados apenas cuatro años de la gran batalla que vio sucumbir ante los musulmanes al ejército godo encabezado por Rodrigo, un cronista contemporáneo de los hechos, el de la Crónica mozárabe del 754, nos dice:

Abd al-Aziz había impuesto la paz por toda España durante tres años, sometiéndola al yugo del censo. Vanagloriándose en Hispali [Sevilla] con sus riquezas y honores que compartía con la reina de España, a la que se había unido en matrimonio, y con las hijas de los reyes y príncipes con las que se amancebaba y después abandonaba imprudentemente. Promovida una conjuración de los suyos, fue asesinado por consejo de Ayyub cuando se dedicaba a la oración. Éste gobierna España durante un mes, y por orden del príncipe le sustituye en el trono de Hesperia Al-Hurr, a quien se le informa de la muerte de Abd al-Aziz en el sentido de que por consejo de la reina Egilóna, anterior esposa del rey Rodrigo, con la que aquél se había casado, intentaba alejar de su cerviz el yugo árabe y asumir individualmente el conquistado reino de Iberia.7

El texto anterior es muy significativo. Primero nos habla de un reino, esto es, de la dimensión espacial de una identidad política, que persistía más allá de la destrucción del gobierno de su rey nativo, Rodrigo, el gothorum rex, el rey godo que había sido derrotado y muerto por los invasores musulmanes en julio del 711. Ese reino que ahora administraban gobernadores árabes designados por el califa, se denomina Spania (España), y de forma arcaizante, poética y helenizante, Iberia y Hesperia. Los conquistadores árabes asumirían estas designaciones, Spania y Hesperia, y las harían figurar en las monedas que desde el 712 comenzaron a acuñar en la península ibérica, y en las que puede verse la estrella de ocho puntas que simbolizaba a Hesperia, «el país de la estrella del ocaso», y las latinas letras SPAN que designaban al reino que acababan de someter: Spania. De hecho, el nombre árabe, al-Ándalus, solo aparecería en las acuñaciones monetarias islámicas a partir del 717 y como equivalente del latino Spania que, además y para reforzar esa equivalencia, seguía apareciendo en la otra cara de la moneda en letras latinas: Span.8

En segundo lugar, el texto de la Crónica mozárabe del 754 deja claro que Abd al-Aziz, que por cierto era hijo de Musa ibn Nusair, el conquistador y primer valí (gobernador) de España, pretendía, por consejo de su esposa, la reina goda Egilona, la enviudada esposa del rey Rodrigo, a la que nótese que se sigue llamando reginam Spanie (reina de España), hacerse con el trono de Spania e independizarse del poder del califato. Para ello, Abd al-Aziz contaba con el soporte y legitimidad que parecía darle su matrimonio con esta reina, una mujer a todas luces influyente y poderosa.

En tercer lugar, el texto constata que más allá de la conquista y destrucción del reino godo de Toledo, Spania pervivía como entidad política, si bien integrada como provincia del gigantesco imperio del califa de Damasco. Por eso, cada vez que era nombrado un valí para al-Ándalus, e iniciaba su gobierno, el cronista mozárabe del 754 lo consignaba en su crónica con expresiones como «llega al trono» o «reina en España» (regnat in Spania).9

Así de sencillo y claro. Más de cuarenta años después de la mal llamada batalla de Guadalete, Spania, esto es, lo que hoy suman desde un punto de vista peninsular Portugal y España, pervivía como idea política, como entidad que podía estar dominada por los musulmanes, sí, pero que no tenía por qué seguir estándolo, o al menos no en su totalidad, y cuya unidad intrínseca, en tanto que sujeto político, se reconocía y se aspiraba a mantener o a recomponer, según el caso y en función de si pertenecía a los dominadores islámicos, a los dominados mozárabes o a los rebeldes norteños.

También lo creían así los visigodos que resistieron en la Septimania y que terminarían sumándose a los carolingios y reconquistando las tierras de la Marca Hispánica, solar de los condados catalanes, tierras que, por cierto y como señal inequívoca de la percepción que de sus gentes se tenía y que de sí mismas ellas tenían, serían llamadas, a partir del año 817, marquesado de Gotia, denominación que agrupaba a todos los condados de la Marca Hispánica y de Septimania, y que mantendrían hasta el 865. Esta denominación perviviría en el nombre del territorio hasta conformarlo y con tanto prestigio que, todavía en el año 972, el conde Borrell II de Barcelona haría ostentación del título de duque de Gotia en un alarde hispánico que, asimismo, quedó reflejado, en el 988, en la adopción del título de duque de Iberia o en el de «duque de la España Citerior» que le otorgó el contemporáneo historiador Richer.10

Y es que los godos de Septimania y la Marca Hispánica también creían que Spania, bajo el control musulmán, debía de ser recuperada por los cristianos que combatían a los conquistadores sarracenos. Por eso, en el año 797, un escritor de la antigua Septimania gótica, al sudeste de la actual Francia y la más septentrional provincia del debelado Regnum gothorum, escribía en la obra llamada Chronologia Regnum Gothorum:

Rodrigo reinó 3 años. En este tiempo, llamados los sarracenos por los que habitaban aquella tierra, ocuparon las Hispanias, y tomaron el reino de los godos; el cual aún sin interrupción poseen pertinazmente en parte; y contra los cristianos entablan combates día y noche, y diariamente luchan hasta que la predestinación siempre divina disponga que en lo porvenir sean cruelmente expulsados.11

Esa idea, la de la lucha de los cristianos por recuperar el control de Spania en pugna con los conquistadores musulmanes, también quedó explicitada pocos años más tarde, en el 812, esto es, justo a un siglo del inicio de la conquista islámica, en el Testamento de Alfonso II el Casto, rey de Asturias:

Pero te ofendió –dirigiéndose a Dios– la jactancia prepotente de ellos en la era de 749, cuando en aquel tiempo el rey Rodrigo perdió la gloria del reino. Con razón se mantuvo la espada árabe. Cuya peste, por tu diestra, Cristo, expulsaste por medio de tu siervo Pelayo. El cual al principio, haciéndose con el poder, victoriosamente golpeó a los enemigos que combatía y, alzándose victorioso, defendió al pueblo de los astures y de los cristianos.12

No hay, pues, duda. Tanto los conquistadores como los conquistados y los que aún se resistían al dominio islámico entendían, décadas después de que el gobierno instaurado por los godos hubiera sido destruido, que Spania pervivía. Pero ¿de dónde provenía esa idea de un reino hispano? Dicho de otro modo: ¿cómo Spania había cobrado forma e identidad propia e independiente? Pues bien, esa identidad la fundaron los godos. La erigieron sobre una realidad preexistente que se sustanció en el año 298 en la creación de la dioecesis Hispaniarum (diócesis de las Hispanias) que agrupaba a las siete provincias sujetas al vicarius Hispaniae (vicario de Hispania): Bética, Tarraconense, Cartaginense, Gallaecia, Lusitania, Mauritania Tingitana y Baleares. Esa realidad subyacente, la de la diócesis hispana, era la que llevaba a un teólogo e historiador como Paulo Orosio, nacido hacia el 382 en Bracara Augusta (la actual Braga en Portugal), y que escribía hacia el 414, a sentir como propia la destrucción por los bárbaros de Tarraco, Tarraconem nostra13 escribe, significativamente, es decir, «nuestra Tarragona». Pero he aquí que Tarraco era una ciudad que no se hallaba en la Gallaecia natal de Orosio, sino en la Tarraconense. Y, sin embargo, Orosio la siente como «suya»: Tarraconem nostra, o «nuestra Tarragona», es decir, «su Tarragona». Nótese que Orosio no emplea esa expresión nostra cuando señala la destrucción de otras ciudades y lugares del Imperio, sino tan solo al referirse a la ciudad hispana. Tarraconem nostra, escribe, pues lo sentía así, del mismo modo que sentía «suya» a Hispania al completo y en un grado que sobrepasaba por un punto, un sentimental punto, a lo que sentía por el resto del Imperio romano.

Esa misma realidad, esa misma idea y sentir, era la que con posterioridad reflejarían, continuando y ampliando la senda abierta por Juan de Bíclaro, san Isidoro de Sevilla y san Julián de Toledo, muchos cronistas, poetas y pensadores medievales como el castellano Rodrigo Jiménez de Rada, el gallego Lucas de Tuy,14 o el anónimo autor castellano del Poema de Fernán González,15 el cual escribe hacia 1250:

Fuertemente quiso Dios a Espanna honrar,

qant al Santo apostol quiso y enviar,

d’inglatierra e Françia quiso la mejorar.

Con ello explicitaba que, por encima de Castilla, León o Aragón, se hallaba una entidad comparable –superior a estas en el orgulloso sentir del poeta– a Inglaterra o Francia y que se denominaba España.

Lo arriba señalado se sustancia aún de forma más explícita en el «Loor de Espanna» que aparece en la Primera crónica general de España del contemporáneo Alfonso X el Sabio, quien escribe:

Espanna sobre todas es engenosa, atreuda et mucho esforcada en lid, ligera en afan, leal al señor, afincada en estudio, palaciana en palabra, complida de todo bien.16

Es curioso, o quizá no tanto, que Alfonso X, tras narrar las historias de los héroes y reyes antiguos de «Espanna» inserta su «Loor a Espanna», justo tras contar la derrota y muerte del rey Rodrigo, como si quisiera señalar que las virtudes de la primera sobrevivieron al abrupto fin de la soberanía goda que, por otra parte y como se hacía señalar en un texto del siglo XIII a Sancho II de Castilla (1065-1072) era el modelo a seguir en lo político, en lo jurídico y en lo administrativo: «Los godos antiguamente ficieron su postura entre que nunca fuese partido el imperio de España. Mas que siempre fuese todo de un solo Señor».17

A los autores del siglo XIII que acabamos de citar, les siguieron otros muchos durante los siglos XIV a XVII y los Laudes Hispaniae se multiplicaron. No era solo un afán que interpelara a Castilla. Pedro de Medina, que escribió a inicios del siglo XVI su Libro de las grandezas u cosas memorables de España, nos aclara que va a cantar los hechos y cosas notables, pasados y presentes de España y para que no se tenga dudas al respecto de lo que se quiere abarcar con dicho término, aclara: «Andalucía, Lusitania, Extremadura, Castilla y León, Galicia, Asturias, Vizcaya, Guipúzcoa, Navarra, Granada, Cartagena y Valencia, Aragón y Cataluña».18 Y otro tanto haría el portugués Luís Vaz de Camões quien en sus Os Lusíadas, la obra fundadora de la literatura portuguesa, al cantar la hazaña del Reino de Portugal al abrir los océanos y someter la India a su comercio, hacía de Portugal «cabeza de España» y a esta última «cabeza de Europa» y glosaba una por una a las regiones que componían España hasta coronar sus prendas con las de Portugal.19 Camões, que también escribía en castellano y a quien escritores castellanos como Miguel de Cervantes o Félix Lope de Vega tenían como al «príncipe de los poetas de España», no era una excepción a la hora de «cantar» a España, sino la regla. De hecho, será Francisco de Quevedo, ya en 1609, quien lleve el género de las laudes Hispaniae a su cima y será una cima erudita y apasionada, pues escribía su laude Spaniae en defensa de España, su patria: «Cansado de ver el sufrimiento de España, con que ha dejado pasar sin castigo tantas calumnias de extranjeros, quizá despreciándolas generosamente, y viendo que desvergonzados nuestros enemigos, lo que modestos juzgan que lo concedemos convencidos y mudos, me he atrevido a responder por mi patria y por mis tiempos».20

Así pues, la idea, la creación de una identidad de nombre Spania –España–, tenía hondas raíces, las cuales llevaron a los Reyes Católicos a justificar su conquista de las Canarias y de las plazas del norte de África en la legitimidad que les confería el ser los sucesores de los reyes godos y, a través de ellos, de la vieja legitimidad romana que hacía de la Mauritania Tingitana una de las siete provincias de la dioecesis Hispaniarum.21

¿Neogoticismo? De acuerdo. Y también propaganda política, por supuesto, y construcción ideológica, claro está. Todo eso es cierto y, además, muy antiguo, pues brota, como muy tarde, en la época en que en Asturias reinaban Ordoño I y Alfonso III el Magno, es decir, que el neogoticismo como factor de propaganda y legitimidad política arranca, como poco, de la segunda mitad del siglo IX.22 Pero todo ello, el sentimiento y la identidad, y la propaganda política también, se apoyaban en una línea argumental que se asentaba sobre la vieja realidad romana de la diócesis hispana y, más aún y, sobre todo, sobre el viejo reino visigodo de Toledo.

Lo que importa de una idea es su aceptación y su consolidación. La idea de Spania fue aceptada por musulmanes y cristianos y, antes que por ellos, por hispanorromanos y godos y por todos sus descendientes durante siglos. Fue esa idea consolidada la que hacía que los cronistas de la corte de Alfonso III de Asturias recrearan y ansiaran, por así decirlo, el pasado del reino visigótico, y también fue la que llevó al abad Oliva y al abad Bernardo de Palencia, hacia 1030, a llamar a Sancho Garcés III, padre de los primeros reyes de Castilla y Aragón, Fernando I y Ramiro I, y de García, rey de Pamplona, como Sancio Rex ibericus, (Sancho, rey ibérico) y como «rey de los reyes de Hispania», y la que motivó que un cronista franco contemporáneo de todos ellos, Rodolfo el Calvo, lo consignara en sus Cinco libros de historia como Rege Navarriae Hispaniarum (rey de Navarra de las Hispanias).23 Fue también la que propició que un rey de León y Castilla, Alfonso VI, se intitulara Imperator totius Hispaniae en 1077. En fin, la fuerza de esa idea, de esa identidad, fue la que motivó que, en España, desde Portugal a las Baleares y desde Asturias a Almería, los cristianos y a veces los musulmanes, dataran la mayor parte de sus documentos oficiales y crónicas con la «Era hispánica» que contaba los años desde el 38 a.C. La Era hispánica la comenzó a usar el obispo y cronista Hidacio hacia el año 468 aplicándola para consignar los acontecimientos que en la Hispania de su tiempo acontecían, mientras que para los que se daban más allá de los Pirineos seguía usando la Era de las Olimpiadas o consignaba el año de reinado del emperador. Nótese que con su uso de la Era hispánica, Hidacio singularizaba a Hispania del resto del Imperio, a la par que, por así decirlo, la «unificaba» en lo que a cronología se refiere.24 De hecho, y como curiosidad, el término «era» que significa el año o suceso inicial de una forma de cómputo temporal, aparece en la España goda de los siglos V y VI y, desde ella, se extenderá al resto de Europa, primero, y del mundo, después. En el reino godo de Hispania, la Era hispánica se adoptó de forma oficial como cómputo del tiempo en el siglo VI y se mantuvo como tal en el condado de Barcelona hasta finales del siglo XII, en Aragón y Castilla hasta el siglo XIV y en Portugal y Navarra hasta finales del siglo XV.

Así que por muy fruto que sea de la supuesta «propaganda de la monarquía asturiana del siglo IX», por mucho neogoticismo que se señale en ella, la idea de Spania es una sólida, tenaz y vieja idea. Sí, y por eso, san Isidoro, en el 626 y sin tener que esperar al siglo IX, si se me permite la ironía, y aun siendo el vástago de una familia hispanorromana que abandonó sus predios en la Cartaginense para mudarse a la Bética y poder seguir así bajo dominio godo, pudo cantar a Spania. Una Spania que para san Isidoro ya no solo era romana, sino también goda o, mejor dicho, hispanogoda. Una realidad que tiene su proyección jurídica en los códigos y leyes, hasta el compendiador y definitivo Liber Iudiciorum del rey Recesvinto, código promulgado en el año 654 y en los que un solo código de derecho servía ya para regir la vida y relaciones de todos sus súbditos, hispanorromanos y godos por igual. Fue este un paso revolucionario en una Europa occidental en la que por esos mismos años y durante mucho tiempo aún, cada pueblo (francos salios, francos ripuarios, burgundios, alamanes, galorromanos, bávaros, etc.) se regía por sus propias leyes pese a vivir todos juntos y bajo unos mismos monarcas, los merovingios.25

Pero como se me podría aducir que soy español y peco de nacionalismo, dejaré que sea un francés –también podría citar a un alemán o a un inglés– quien lo exprese de forma rotunda y clara: De fait, le regnum gothorum se confond désormais avec le regnum Hispaniae […] De cette fusion entre le regnum barbare et la grande province hispanique est née, la première en Europe, la nation d’Espagne, l’hispania.26

Aquella Spania, la del obispo hispanorromano Isidoro de Sevilla y la del godo rey Suintila, fue la primera España, la première en Europe y la España primigenia y común de la que surgirían las Españas musulmana y cristiana con sus múltiples ramas que, a la postre, volverían a sumarse en el siglo XVI.

Pero todo comenzó con los godos. Con su «Reino de Hispania» como escribía a finales del siglo VI el franco Gregorio de Tours. Aquí se contará la historia de ese reino y de los bárbaros que, surgiendo de las nieblas de las leyendas escandinavas como «hijos de un dios furioso» y tras merodear por toda Europa, terminaron por erigir un poderoso estado en el confín occidental del orbe romano: Spania. Es la suya una larga historia de sangre y batalla, de mudanza y quebranto, pero también de creación política y esplendor cultural. Es nuestra historia y merece ser contada.

Los visigodos. Hijos de un dios furioso

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