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2. ADIÓS MAMÁ
ОглавлениеMarzo del dos mil nueve.
Recuerdo que, mientras rendía el último examen del centro preuniversitario de la universidad, no podía concentrarme. En mi mente solo estaba ella, quien fue mi primer amor. Por donde fuera que mirase, siempre la veía a ella. Para mí era imposible sacármela de la cabeza. En el amplio salón en el que se desarrollaba la prueba, había tanto espacio libre para poder imaginarme como se vería ella si estuviera caminando por tal o aquel lugar.
Al grupo de postulantes en el que yo estaba seleccionado, se nos había asignado dar ese último examen en las instalaciones de la Facultad de Matemáticas. El aula tenía distribuidas los asientos para estudiantes en forma de gradas ascendentes. Yo estaba ubicado en la última fila. Podía ver todo, desde lo alto de la última grada. Aquel día era un domingo caluroso del verano que ya estaba en sus días finales. El profesor que custodiaba el examen parecía estar cansado y soñoliento, pues de rato en rato se quedaba sentado en un asiento disponible y echaba una cabezadita. Luego de diez minutos volvía a su rutina de caminar pasando entre los espacios que había entre asiento y asiento.
Muchas cosas pasaron antes de llegar a esa situación.
Cuando les conté a mis familiares y amigos cercanos, que me había propuesto postular a la Universidad Nacional Mayor de Los Santos, incluso hasta mi madre, me advertían de lo difícil que sería, y que fuera cauteloso. Me animaban a no deprimirme en el caso que no lograse ingresar.
Aunque la verdad yo nunca vi como un reto ir a estudiar a Los Santos. Lo único que tenía en mente era verla a ella sentirse orgullosa de mí, aunque ya no éramos pareja. Sin embargo ella siempre era la única que me decía que yo sería capaz de todo. Creo que ella era la única persona que hubiera puesto sus manos al fuego por mí, o al menos eso pensaba, ahora no estoy tan seguro. Aunque siempre me tenía confundido, porque ella siempre terminaba la relación, y al poco tiempo me pedía que volviéramos a ser novios. Me volví adicto a ella, así que no podía evitar simplemente hacerle caso en todo.
La Universidad Nacional Mayor de Los Santos fue la universidad a la que se me ocurrió postular. Antes de ello no sabía mucho sobre aquella prestigiosa casa de estudios. Ciertamente podría decirse que yo estaba algo loco, pero era sin duda un excelente apostador.
Mientras aún me encontraba preparándome para el examen de admisión, asistía a un centro preuniversitario y en mis tiempos libres solía llamarla por teléfono. Escucharla de vez en cuando me hacía mantener la esperanza de que ella aún me quería. Su voz era tierna, y a veces me hacía creer que ella también me extrañaba.
La academia preuniversitaria a la que asistía, contaba con un teléfono público dispuesto en el patio central, muy cerca a la puerta de salida.
— ¿Aló?
— ¡Hola mi reina! — solía llamarle de esa forma de vez en cuando.
— ¡José! ¿Cómo estás? Qué bueno escucharte.
— Ah pues yo bien, aunque hace demasiado calor aquí, me estoy derritiendo.
— Me imagino, y… ¿Cómo vas con lo del examen, ya estás listo?
— Si. Ya estoy listo y supongo que todo irá bien.
— Sé que lo vas a lograr, no me cabe la menor duda.
— Si. Bueno, ojalá y fueras tú quién me tomara el examen.
Ella empezó a reír.
— Tonto, ¿Qué clase de examen crees que te tomaría yo?
— ¿De anatomía?
— ¡Payaso! Ya estás pensando en cochinadas…
— Bueno necesitaba escucharte reír.
— ¿Cuándo rendirás el examen?
— Creo que eso sería el domingo de mitad de mes.
— ¡Vaya, solo falta una semana!
— Pues sí. El tiempo es mi peor enemigo, pero bueno. A veces veo el cielo y te imagino mirándome desde ahí. Así que me siento tranquilo.
— ¿Yo mirándote desde el cielo? Ni que estuviera muerta.
— No tonta, me refiero a que eres mi ángel. Sé que…
Una de las cosas que odio de los teléfonos públicos es que a veces las monedas no cogen y la llamada termina cortándose.
La navidad del dos mil ocho y vísperas de año nuevo para recibir el dos mil nueve, las celebré en casa de mi abuela materna. Amparo de Bartra, una mujer de poco más de sesenta años. Ella vivía sola en una casa de ladrillo y cemento de dos pisos que se ubicaba en la urbanización Palao, en el distrito de San Martín de Porres. Aquella noble mujer me albergó durante mi periodo de preparación hasta antes de ingresar a la universidad.
Luego de unos meses de preparación intensiva, obtuve los puntajes necesarios para el ingreso a la decana de América, así es como solían referirse a la universidad de Los Santos.
La modalidad por la cual decidí postular, era conocida como CEPRE (Centro Preuniversitario). En dicha modalidad me evaluarían de forma progresiva a lo largo de tres exámenes. Los alumnos que decidían postular por dicha modalidad eran distribuidos según la carrera a la que postularían y competirían por una vacante mediante un sistema de acumulación de puntos. En resumen, era como dar el examen de admisión estándar pero, en tres partes.
La noche del veintidós de marzo del dos mil nueve, los resultados de finales con la lista de ingresantes, había sido colgada en la página web de la universidad. Busqué mi código de postulante en la lista, y al costado de mi nombre estaba digitado: alcanzó vacante. Fue un momento gratificante.
Ese día era el cumpleaños treinta y siete de mi madre.
Después de saber que ya había sido admitido como estudiante de Los Santos, me sentí satisfecho. Sin embargo lo único que quería era volver a mi ciudad, volver a ver a mi reina. Aunque después de esa última llamada que le hice no volví a comunicarme con ella. Me contuve hasta saber los resultados y luego de eso compré el pasaje de regreso a mi pueblo. Llamé a mi madre para saludarla y darle la buena noticia y al día siguiente ya tenía lista mi maleta. Una semana antes de Abril viajé lleno de emoción a la ciudad donde mi novia esperaba. Necesitaba celebrar mi ingreso con ella.
Después de poco más tres meses de ausencia, unas de las primeras cosas que hice al llegar a La Merced, ciudad de la cual provengo, fue ir a visitarla. Por lo general Victoria de Leonardo, madre de mi novia, siempre había sido muy amable conmigo, y me dejó pasar sin poner objeciones. Creo que ella tenía esperanzas de que yo me convirtiese en su yerno. Pero las cosas no siempre resultan como uno quisiera; y eso me ha llevado a sufrir fuertes decepciones, incluso al punto de deprimirme y no lograr dormir en las noches.
Tenía una semana disponible para disfrutar de mi querido pueblo antes de regresar a la capital para iniciar mi carrera universitaria.
Subí al segundo piso de su casa. Estaba frente a su habitación, cogí la manija de la puerta suavemente para girarla despacio e intentar sorprenderla. La encontré aún dormida. Ya eran más de las diez de la mañana, pero supuse que ella podía dormir tranquila dado que aún transcurrían las vacaciones de verano. Me acerqué sigilosamente para no despertarla. No podía creer lo cerca que la tenía. El ambiente era tan silencioso que podía escuchar su respiración mientras dormía, y mis pulsaciones se iban acelerando poco a poco.
Avancé a paso silencioso hasta el borde de su cama. Me arrodillé para intentar acercarme a su cara. Quería posar mis labios sobre su frente, con la esperanza de que ella abriera los ojos. Cuando ella despertó, aún con los ojos cerrados, posó su mano sobre mi cabeza y empezó a acariciarme el cabello. Yo tenía la cara muy cerca a la suya. Mi boca estaba muy cerca de su nariz. Sus caricias eran reconfortantes. Ella tenía la costumbre de hacer eso cada vez que yo intentaba despertarla. Ella me acariciaba como si fuera un cachorrito, y eso me encantaba.
De pronto rodeó sus brazos sobre mi cuello y me acercó a su cuerpo. Para abrazarla con mayor comodidad me recosté encima de ella. Entonces empezamos un ritual de bienvenida, en el que ambos tratábamos de abrazar más fuerte al otro, o al menos creo que eso era lo que ella pretendía. Si ese hubiera sido el caso, no hubiera dejado que ella gane en demostrarle al otro quién había extrañado más a quién.
— Por fin te tengo cerquita — me susurró y me enamoré mucho más de lo que ya estaba.
— Te quiero mi reina, te quiero mucho — musitaba mientras me aferraba a su cuerpo.
— No sabía que ibas a llegar hoy. Me lo hubieras dicho, para ir a esperarte a la estación.
— Bueno. La verdad es que preferí usar el factor sorpresa y saber cuál iba a ser tu reacción.
Luego empezamos a besarnos. Fue un beso como cualquier otro, solo que duró alrededor de una hora.
— Deberíamos participar en el record del beso más duradero ¿no? — comenté mientras hacía esfuerzos por no separarme de sus labios.
— Seguro que podríamos ganar — afirmó ella mientras sonreía, y era divertido estropear su sonrisa mordiéndole los labios.
— Me haces cosquillas con tu lengua — le dije.
— ¿No quieres que la use?
— Es que a veces me raspa.
— ¡Idiota!
Aunque no nos habíamos visto en mucho tiempo, nuestro encuentro fue lo bastante casual, casi fue como si nunca me hubiera ido. La confianza que nos teníamos era armoniosa, estábamos tan sincronizados que nunca era necesario opinar. Casi siempre los dos queríamos hacer lo mismo. ¿Y por qué la relación no funcionó? Creo saber por qué y he tratado de aceptar las decisiones de las personas que nos rodean. Quizás he sido un cobarde. Todo ha sido mi culpa.
La tarde de aquél día la pasé en su casa, la cual quedaba en la misma calle que la mía. Ella se dispuso a cocinar el almuerzo, aunque al final terminé haciéndolo yo, ya que ella todavía no era muy buena en la cocina. Su madre de curiosa nos observaba a los dos. Parecía que estábamos jugando en la cocina y Victoria no puso objeción. Después de terminar de cocinar algo comestible, almorzamos apresuradamente y luego salimos a caminar.
— Sabía que lograrías ingresar. Tu mamá me lo contó, y no sabes lo feliz que me sentí. Me siento tan orgullosa de ti y suelo presumir con mis amigas sobre eso.
— ¿Y qué les dices?
— Pues les digo que eres el mejor. Me gusta presumir de ti, y cuando hacemos comparaciones… siempre gano en tener el mejor novio.
A veces me preguntaba si seguíamos siendo novios o no. Habíamos terminado y regresado tantas veces, que ya no estaba seguro de nuestra situación actual. Aunque sentía que si lo preguntaba estropearía el momento, así que solo me limitaba a seguirle la corriente. Me parecía justo que ella tomara el control de la relación, ya que yo era algo lento y cobarde para asumir la responsabilidad de hacerme cargo de mis sentimientos. Extrañamente me sentía cómodo al no saber cuál era nuestra situación actual. Presentía que sería doloroso imaginar que al irme sería como terminar nuevamente. Prefería que los pocos días en los que estuviera con ella, fueran como un sueño, los cuales guardaría con recelo en los recónditos espacios de mi corazón. Pese a que nunca tuve el control, siempre era yo el que la llenaba de palabras, aunque ahora me doy cuenta que eso no basta.
Los días pasaban. Apenas tenía unos cuatro días hasta antes de regresar a la capital. No había logrado aclarar nada con respecto a mi relación con ella. Me preguntaba en pensamientos si se aproximaba el final. Me he preguntado eso incluso antes de viajar a la capital para prepararme en la academia. Supuse que ella tenía claro que mi lentitud estancaría la relación. Pese a que estaba seguro que no podría amar a alguien más tanto como creía amarla a ella. En ese entonces me preguntaba si habría sido una promesa de amor eterno, lo que hubiera salvado nuestra relación. Quizás no bastaba con preguntarle si me esperaría, quizás yo debía convencerla de que siempre estaríamos juntos.
Pero el siempre no existe.
No sé exactamente qué era lo que me limitaba en mi actitud con ella. Quizás el hecho de haber leído su diario, podría explicarlo todo. ¿Leer el diario de una mujer me vuelve un ser despreciable? Juro que fue pura casualidad el hecho de que me haya encontrado con tal obra literaria, de experiencias bibliográficas.
A tres días de mi regreso a la capital, había ido a su casa para luego ir con ella a pasear. Ella estaba duchándose mientras yo, sentado en su cama, miraba un álbum de fotos de cuando era una niña y al querer colocar el álbum en su lugar me topé con un extraño cuaderno rosa. Pasé varias hojas hasta llegar a la penúltima.
Ver de nuevo a José me ha hecho dudar. Él siempre me hace dudar. A veces quiero creer en él, a veces no quiero, pero no puedo. Cuando él está cerca me vuelvo débil, como si dependiera de él para vivir.
Sé que pronto se irá, y no quiero que se vaya aunque estoy segura que eso será lo mejor para él. En ese beso que nos dimos, siento que me ha matado. Ahora no puedo valerme sola, me siento sin alma. No puedo, no quiero ser débil.
Estoy segura que en la capital, él encontrará alguna chica que realmente le haga feliz. Seguro que encontrará a alguien a quien pueda amar, alguien mejor que yo…
Sinceramente no pude continuar leyendo, no entendía por qué, ¿Por qué ella dudaría de mí? Respiré hondo mientras lo pensaba. La curiosidad me mataba y me pasé a la siguiente página. Sabía que tal vez encontraría palabras que nunca hubiera querido leer, algún secreto que era mejor que nunca se develase.
José, estás palabras te las escribo aunque sé que nunca las leerás, pues nunca te las entregaré. He vivido enamorada de ti desde que tengo diez años, ¿Recuerdas que nos conocimos en el cumpleaños número treinta y dos de tu mamá?
Fue cuando te mudaste cerca de mi casa. Quise acercarme a ti, aunque no sabía cómo hacerlo. Pese a que Víctor nos presentó sentía que para ti yo no existía. Me puse triste cuando ese día de fiesta solo bailabas con otras niñas y no conmigo. Lo único que me gustó es que al final te me acercaste porque me viste sola ¿Percibiste mi tristeza y te dio pena?
Ese día tenía ganas de besarte, no sé por qué, pero te he admirado desde entonces. Algunas veces he tratado de escribir poemas como tú solías hacerlo en la secundaria.
Siempre son poemas en los que te confieso mi amor, pero cuando termino de escribirlos, no soy capaz de dártelos, así que decido quemarlos. Perdóname el que nunca te haya entregado nada que hubiera escrito para ti. Pero no siento que pueda escribir algo tan bonito como lo haces tú.
Después de leer eso recordé algo que me dijo su madre hace un tiempo atrás.
Tú tienes que llegar lejos, no puedes quedarte estancado aquí. La flaca siempre estará apoyándote así que no te preocupes por ella.
Victoria se refería a su hija como: la flaca. Entonces pensé en que si me iba, sería una decisión que todos esperarían. Nadie se atrevería a impedírmelo, ni siquiera ella, ni siquiera yo ¿Nadie apostaba por nosotros? Ni siquiera nosotros mismos apostábamos por nosotros ¿Los dos queríamos conocer el final de nuestra historia de amor? Tal vez los dos no estábamos seguros de nuestro amor. Yo aún no me sentía seguro de nada. O a veces simplemente no quería saber nada de nada.
Y yo me creía un gran apostador…
Dos noches antes de regresar a la capital me reuní con Fausto Cueva, mi mejor amigo desde la primaria. A él lo conocí en la institución educativa San Jerónimo de la ciudad de San Román. Fausto era un tipo robusto y de tez blanca, quién siempre tenía una sonrisa en la cara, en la cual relucían sus pecas. Cuando éramos aún unos niños, solíamos salir a pasear en bicicleta pero ahora que éramos prominentes adolescentes, montábamos a motor.
Aquella noche fresca, del verano que desvanecía, los dos montábamos en motocicleta. Habíamos conducido desde su casa, que quedaba en la urbanización Santa Carmen, cerca al estadio municipal de La Merced y en el extremo Oeste de la ciudad, hasta llegar al puente San Carlos, en el extremo Este de la ciudad. Planeábamos tomar ruta hasta salir de La Merced y llegar hasta Santa Ana, que es la ciudad contigua ubicada a unos veinte kilómetros con dirección al Noreste.
A mitad del camino decidimos detenernos para comprar algo de beber en una de las pequeñas tiendas establecidas al lado de la carretera.
— Así que ya eres todo un Santino — Fausto usaba ese apelativo para referirse a mí. A todo estudiante de la Universidad Nacional Mayor De Los Santos, se le suele llamar así, Santino o Santina según el género.
— Eso es lo que salió en internet. Cuando entré a la web de la universidad pude ver que al costado de mi nombre decía: alcanzó vacante.
— Parece que si vas a lograr cumplir tus metas — sentenció mi amigo mientras me miraba con una sonrisa torcida, quizás por la envidia, quizás por la admiración.
— Parece que sí — mi desanimo se notaba, como si me costara reunir el aire para soltar las palabras.
Es una lástima para mí, admitir que no logré cumplir mis metas. He muerto muy joven.
— ¿Y qué pasará con tu amada?
— Exactamente no lo sé — respondí mientras me encogía de hombros.
— Venga hombre anímate que ya eres todo un Santino, ahora me siento orgulloso de ser tu amigo
Yo sonreí a la fuerza y él soltó una carcajada antes de continuar.
— Venga vamos a echarnos unas carreras — dijo.
— Vale pero esta vez no te caigas, porque no me detendré a esperarte.
Dicho eso, Fausto soltó una risotada.
Luego de pagar por las bebidas, encendimos el motor de nuestras motocicletas y enrumbamos hacia nuestra ruta final. La noche solitaria nos seducía a perdernos sobre la pista mientras zigzagueábamos sobre el camino provisto de curvas serpenteantes. Mientras aceleraba sentía como todo se derrumbaba dentro de mí. Había comprendido que sentía miedo de alejarme de todos. Tenía miedo a perderla a ella. Yo quería que nuestro amor durase para siempre, pero nada dura para siempre, pues la vida es corta.
Ahora que estoy muerto puedo asegurarlo.
Después de despedirme de mi amigo, me enrumbé hacia mi casa envuelto por el sonido ronco del motor de 180 cc de mi moto Pulsar. Sentía que parte de mí se quedaría en La Merced y otra parte que no conocía se iría a la capital. Así iniciaba la división de mi alma.
El valle de La Merced está rodeado de montañas y un rio cruza su ladera. Es una ciudad cálida, la más cálida en la que he vivido. Pequeña y fresca. Tantas veces he disfrutado de la calma estancada en la cima de sus cerros. Tantas veces he disfrutado de los frutos de sus árboles. He jugado tantas veces bajo la lluvia que cae desde su cielo. El hecho de saber que me iba sin regreso programado, me ponía nostálgico.
Durante mi época de secundaria, cuando no podía dormir, subía a la azotea de mi casa a contemplar la luna: el brillo de su redondez y el silencio de la oscuridad. Me he considerado desde siempre una persona muy melancólica a quien le gusta recordar mucho el pasado. Una noche previa a mi regreso a la capital, yo estaba recostado con los dos brazos en arco tras mi cabeza y me apoyaba sobre las manos usándolas como almohadas. Descansaba mi pensar viendo el cielo estrellado. Me preguntaba si de ahora en adelante volvería a tener tiempo para ver de nuevo esa cortina negra con agujeros que brillaban a lo lejos. La luna era mi foco, mi soledad era la puerta.
De pronto, aquella noche de mi último sábado en La Merced, su mano me ocultó a la luna.
— Así que pasado mañana te vas — eran sus palabras acompañadas de una sonrisa en los ojos humedecidos.
Nunca le confesé que ella tenía la mirada más hermosa que yo había visto jamás en mi vida.
— Pues así parece, ya la otra semana empiezan mis clases, o eso creo.
Levanté el torso del cuerpo hasta quedar sentado y luego ella se dejó caer a mi costado.
— Sé que te va a ir muy bien, confió mucho en ti y sé que lograrás tus metas.
Asentí con la cabeza y nos quedamos en silencio.
— ¿Me vas a esperar? — le pregunté mientras ella desviaba la mirada.
— Te esperaré lo que haga falta — respondió ella y luego me tomó la mano.
Yo podía ver unas cuantas lágrimas dibujándose por debajo de sus ojos. Sin embargo sentía que no debía creer en sus palabras, que por más cierto que fuera, su voluntad de esperarme era solo un consuelo. En ese momento estaba seguro que la amaba. Yo quería irme pero si ella me hubiera pedido que me quedase, me hubiera quedado.
Al menos estaba convencido que mi corazón se quedaría.
— ¿Tú quieres que me vaya?
— Tienes que seguir tus estudios — asintió ella mientras agachaba la mirada y la gravedad mojó el suelo con una de sus lágrimas.
— Vendré a visitarte siempre que pueda.
— En realidad vendrás a visitar a tu madre ¿Esa es la excusa verdad? — me preguntó mientras me lanzaba una mirada dubitativa.
— Desde luego que sí, esa sería una excusa — fingí una sonrisa y me acerqué a ella para abrazarla.
Esa noche en la azotea, bajo la luz de la luna, empecé a besarla y nos recostamos juntos. Ella me mordía los labios. Yo la abracé tan fuerte hasta sentir que me unía a sus huesos. Ella me respondió apretándome a su pecho. Parecía que nos hubiéramos puesto de acuerdo para convertirnos en uno solo. Esa noche simplemente nos dejamos llevar, sentía en el fondo que los dos esperábamos ese tipo de despedida. Una despedida en la que mi alma se quedaba atrapada en su piel, como pago por el precio de haberme introducido más allá de lo que la imaginación debería permitirlo. En aquellos espacios que ni ella misma conocía.
Esa noche fuimos uno solo, tanto en cuerpo como en alma. El silencio de la oscuridad me permitió escuchar los gemidos de su corazón que palpitaban en compás al mío. Aunque mi corazón no era mío, porque le pertenecía a ella.
Al día siguiente, un domingo, tenía hechas mis maletas. Ese sería mi último día viviendo con mi madre. La mañana siguiente viajaría al mediodía. Viajaría a la capital para ir a la universidad. Ese día fue triste para mí. Una nueva etapa me esperaba, y el prólogo sería un viaje de casi seis horas. Luz Bartra, después del deceso de mi padre, había decidido retomar su apellido de soltera. Ella estaba en el primer piso de la casa, donde se había implementado un almacén de autopartes. Al estar frente a mi madre y verle a los ojos me hacía sentir muerto. Podía ver en su mirada toda mi niñez pasando a una gran velocidad. En la claridad de sus ojos marrones veía un sinnúmero de recuerdos. Miles de anhelos que daban vueltas por toda la casa, como un gran circulo de fotografías esparcidas en sus pupilas. Yo quería decirle tantas cosas a mi madre en ese momento pero las palabras no me salían. Tenía la lengua trabada en la garganta, y una sensación de no querer irme, mezclada con ganas de ser libre de una buena vez.
Estaba realmente confundido, feliz y triste a la vez. Quería irme y no quería irme. Era el inicio de la división, estaría en cuerpo en la capital pero mi alma se quedaba en el calor de mi hogar.
Desde que tengo memoria, estoy seguro que nunca había llorado tanto. Me arrojé a los brazos de mi madre y empecé un ritual de lágrimas. Miles y miles de lágrimas acribillaban su pecho. Estaba empapando por completo toda su blusa. Necesitaba purgar toda mi dependencia sobre ella antes de irme. Necesitaba dejar mi debilidad en casa. Mi madre en silencio me escuchaba llorar, rodeaba sus brazos sobre mi espalda, me estaba abrazando.
Fue nuestro último abrazo en La Merced.
— Tranquilo hijo, ¿Ya has decidido lo que vas a hacer con tu vida cierto? No te preocupes por nada, siempre estaré orgullosa de ti y te apoyaré en todo lo que te propongas.
Yo me esforzaba en escuchar sus palabras, porque sus brazos me tapaban los oídos. Recuerdo que me calmé, dejé de llorar pero sentía que aún quedaban más lágrimas en mí.
— Madre —al decirlo se me quebró la voz y luego de unos segundos de silencio continué — perdóname si alguna vez he sido malo. Te juro que nunca he querido enfadarte ni decepcionarte — fueron las palabras que se me ocurrieron como despedida mientras seguía balbuceando atrapado en su pecho.
— No te preocupes hijo. Ya todo pasó. Mañana tendrás que estar sereno y centrarte en tu carrera. A partir de mañana dependerá solo de ti.
Fue una mañana muy larga. Nunca he vuelto a llorar así. Nunca había hablado tanto con mi madre. Quería pasarme un buen rato oliendo el aroma a aloe vera que desprendía de su cabello corto y ensortijado.
Entendí que el mes de Abril lo empezaría de una forma muy deprimente.
La mañana siguiente, ya en la estación de buses, me disponía a abordar el mío. Mi madre en ese momento estaba en su trabajo, así que no me esperaba que viniera a la estación. Pero ¿Estefanía vendría?
¿Quién es Estefanía? Pues es la chica con la que estuve en la azotea. Estefanía Leonardo fue mi novia durante la secundaria. La conozco desde mis doce años. Conozco mucho sobre ella. Creo que es la persona de la que más cosas sé. Ella para mí fue un libro abierto. Había leído cada capítulo de su vida hasta ese momento. Cada capítulo de su cuerpo. Me gustaba leerla. En ese entonces a ella la consideraba la mujer más idónea para mí.
Nunca me he sentido tan destruido como lo destruido que me sentí al sentir que mi historia con ella tenía el final que nunca había deseado.
— ¿Puedo ir a despedirme de ti?
— Claro que sí mi reina.
Estefanía siempre había gobernado mis pensamientos y sentimientos. Estoy seguro que ella era consciente de eso, e incluso mi madre sentía celos de ella, porque yo era un simple perro faldero que la seguía a donde ella fuera. La veneraba a tal punto de querer renunciar a todo por quedarme con ella.
— Sé que todo te va a ir muy bien mi rey — me decía ella aunque yo en realidad me sentía su esclavo.
Nos dimos un último beso mientras nos seguíamos vistiendo. El amanecer ya se veía venir, tal y como nosotros nos habíamos venido. La luna ya se había ido y el cielo esclarecía. Tenía algo de polvo en la espalda, y en los codos, de tanto estar echado en la azotea. Ayudé a Estefanía a colocarse el sujetador y recuerdo que al principio eso me costó mucho trabajo, pero luego con el tiempo me iría acostumbrando. Ella en lo suyo me ayudaba a abotonar mi camisa y acomodaba el cuello de la prenda.
Las horas pasaron y recuerdo que aquella tarde de domingo antes de mi viaje, habíamos acordado salir juntos a dar nuestro último paseo. Después del almuerzo con mi madre fui a la casa de mi novia. Cuando nuestras miradas se cruzaron sentí que todo había cambiado entre nosotros, porque tan sólo unas horas atrás habíamos tenido nuestro primer encuentro íntimo. Abandonamos su casa. Los dos estábamos sobre mi moto, ella detrás abrazándose a mi espalda. Con el sonido del motor de fondo, nos dirigíamos a las profundidades del campo. Habíamos salido de la ciudad de La Merced hasta llegar al pueblo de Marankiari, ubicado en el distrito de Santa Ana. El lugar quedaba muy cerca del rio Chanchamayo. Queríamos llegar a la ribera, y para ello teníamos que atravesar el bosque. Recuerdo que habíamos llegado a un sendero recto; me armé de valor y le dije:
— Mira Estefanía puedo conducir sin coger el timón — solté las manos del volante y con mis manos atraje sus brazos para rodearme el pecho.
Los dos estábamos abrazados, ella por detrás rodeaba mi pecho con sus brazos y yo me abrazaba a sus manos.
— ¿No nos vamos a caer no?
— No. Descuida, soy muy bueno haciendo estas cosas.
Cuando de repente nos topamos con una piedra en el camino y casi pierdo el control. Recuperé rápidamente el timón y pude evitar la caída.
— ¿Me parece o casi pierdes el control?
— No… ¿cómo crees? Sólo estaba probando los amortiguadores, a ver que tanto resisten.
¿Soy un gran mentiroso? No creo. Solo quería hacerla sentir segura. Ella era mi reina, y no podía jugar con su integridad.
— Oye José.
— Dime.
— A ti que tanto te gusta escribir, deberías inventarte algo nuevo.
— ¿A qué te refieres?
En aquel entonces no había mucho control policial en las carreteras de la región por lo que ella y yo no nos sentimos obligados a usar casco. De todas formas la ciudad era poco transitada. Por ello se nos facilitaba conversar mientras aún montábamos la motocicleta.
— Usar la palabra amor es algo muy común en estos días. Y lo que tú y yo sentimos… estoy segura que es algo mucho más fuerte que el amor.
— ¿Mucho más fuerte que el amor? ¿El súper amor? — como la tenía detrás mío no sabría decir si lo que dije le causó gracia o no, pero eso no detuvo la conversación.
— No… me refiero a que deberías ponerle un nombre al sentimiento que nos tenemos tú y yo. Estoy segura que lo que sentimos nosotros, no podía etiquetarse con la palabra amor. El amor es muy simple a comparación de lo que tú y yo sentimos. Por eso te pido que inventes una palabra que podamos usar juntos.
— ¡Ah! Ya veo. Entiendo. Idearé una palabra para nombrar a nuestro sentimiento.
— Eso espero.
Aunque el sonido del motor era suave, el ronquido no me dejaba escuchar el sonido del rio, pero logré escuchar algo que ella dijo después de que acordáramos lo del nombre de nuestro sentimiento.
— Te amo.
Fue casi un susurro de su parte, o quizás me lo imaginé, pero esa fue la primera vez que ella expresaba con palabras ese sentimiento conmigo.
— ¿Dijiste algo? — le pregunté devolviendo la mirada hacia ella.
Ella parecía no entender la pregunta, pero finalmente respondió.
— No. Nada.
Hasta ese momento yo me sentía su esclavo, y era yo el que siempre la llenaba de palabras y regalos. Me encantaba decirle que la amaba. Pero ella nunca me había dicho algo así, y aunque fuera mi imaginación estaba feliz de haberlo oído.
Llegamos a la ribera para descansar cerca de la orilla. Pasamos un buen rato jugando con la arena dibujando nuestros nombres, dentro de corazones, sobre la humedad de la superficie.
Presa del pánico, al sentir que no volvería a verla, me abalancé sobre ella como un depredador que somete a su presa. Quería disfrutar mi último día con ella, y la naturaleza que nos rodeaba me inspiraba una lujuria incomprensible, que hasta el sonido del cantar de los pájaros silvestres parecían convertirse en una pieza romántica.
Era una escena tan natural que me sentí en el tiempo del Génesis. Sentía magia en lo que estábamos haciendo. El viento fresco de la selva me producía cierto cosquilleo, y mientras tenía la piel excitada, de forma inconsciente creía que mientras más cerca de ella estuviera, dicha sensación de frio desaparecería por completo.
Era excitante pensar que nos podrían descubrir en cualquier momento, pero todo estaba en silencio. Sólo nos acompañaba el sonido del rubor de las aguas, el sonido del viento cortando las hojas, el sonido de los insectos cantando, el sonido de la naturaleza.
El sonido de la libertad.
El remanso puede ser un lugar cautivador si estas con la persona indicada. El terreno era arcilloso, húmedo y cálido a la vez. Pasamos un par de horas escuchando el sonido del correr de las aguas y recibiendo pequeños rayos de luz que se filtraban tras las copas de los árboles que nos daban sombra.
En esa ocasión tuvimos relaciones más de una vez.
Después de vestirnos regresamos por la misma ruta por donde habíamos venido.
Todo el camino de retorno, ella estaba aferrada a mi espalda. Creo que nunca estuvimos juntos tanto tiempo en un solo día. Creo que ella nunca me abrazó tan fuerte. Nunca tuve tanta arena en la espalda.
No podría imaginarme un mejor final para nuestra historia que una despedida al estilo de “bokura ga ita [1]” donde ella apareciera corriendo tras el bus tratando de alcanzarme. Pero eso no pasó.
Me hubiera gustado ver a Estefanía al otro lado de la ventana de mi asiento, corriendo detrás mientras yo me alejaba. Pero empiezo a creer que los finales felices realmente no existen. En efecto, yo no tuve un final feliz, pues actualmente estoy muerto.
Muerto y frustrado. Frustrado porque siento que he vivido menos de lo que me hubiera gustado. Tenía muchos planes a futuro, planes dónde en un principio la incluía a ella.
Me dejaste frustrado y con una opresión en el pecho que sabe a miel con sal. Mientras te abrazaba, sentía que ajustaba más la soga al cuello a medida que aumentaba la fuerza del contacto. Es extraño todo eso. Aquél que dijo que: " la costumbre es más fuerte que el amor" tal vez me entienda. A lo lejos movías tus manos, y al hacerlo agitabas mi corazón. Aún no te habías ido y ya te estaba extrañando. Pero al verte a los ojos, sentía que a ti te daba igual, y la verdad dolía. Me sentía ajustado dentro de ti, como si estuvieras mordiéndome, pero al entrar, creo que tú llegaste más allá de lo previsto.
El sitio oscuro es el lugar donde puedo perderme al tratar de buscarte. El alcohol solo hace que lo pensemos menos, como si no importara, como si solo fuera un juego. ¿Te acuerdas que te dije que necesitaba inspiración? Creo que con ese beso fingido la estoy consiguiendo. ¿Bihotza? Celebramos esa palabra para ponerle un nombre al cuchillo que me hundes con tus ojos. Tal vez al anochecer sepas esto. Cuando caiga la noche y yo ya esté muerto. Solo espero verte de nuevo, para que esta vez sea yo quien muerda primero.
Esa fue la carta que le escribí a Estefanía unos años después.
Ella vino a la capital a mediados del dos mil once. Yo no asumía que había venido por mí. Tampoco tenía esperanzas de retomar lo nuestro. Pero a diferencia suya, cuando ella tuvo que regresarse, yo si fui a despedirme. La noche antes de su viaje estuvimos juntos en su habitación. Pude perderme en la oscuridad junto a ella. Estar con ella nuevamente, por momentos me hacía regresar al pasado, al tiempo cuando ella era mi reina. Cuando ella vino a la capital, ya no éramos vecinos. En algún espacio recóndito de mis emociones se forjó el deseo de volver a crear un universo parecido al que teníamos en La Merced: dónde ella y yo estábamos tan cerca el uno del otro de tal manera que se propiciaban muchos encuentros furtivos.
Fue algo tormentoso saber que aún era adicto a Estefanía.
Y era algo irónico que en esa carta había predicho mi propia muerte.
Bihotza fue la palabra de etiqueta para el sentimiento que supuestamente nos teníamos ella y yo. Atendí a su pedido investigando que en un idioma antiguo que se hablaba en España y Francia, la forma en cómo se decía corazón, en dicho dialecto nativo, era: bihotza. Aquél dialecto se llama euskera. Hoy en día el euskera es un idioma bastante aislado. La única intención que tuve fue buscar la forma en cómo decirle a Estefanía que mi corazón se quedaba con ella, totalmente aislado y fuera de mí. Mis sentimientos o mi capacidad de amar, o todo aquel sentimiento cuya responsabilidad se le atribuye al corazón, se quedaban con ella. Y yo me quedaba totalmente aislado de cualquier sentimiento que fluyera del bihotza, o mejor dicho, del corazón.
Unos años después, a ese momento, alguien muy especial para mí me pediría que hiciera lo mismo por ella: que buscase una palabra que describiera lo que estaba pasando entre ella y yo. Lamentablemente no tuve tiempo ni inspiración para poder hacerlo. La muerte se me adelantó.
El motor del bus ya había encendido. Yo seguía aferrando los ojos a la ventana con la verde esperanza de ver su cara asomarse. Aunque sabía que al final no vendría. El bus ya se había puesto en marcha y abandonaba la estación de partida. Aún mantenía la vista por la ventana haciendo esfuerzos para mirar hacia atrás. La ciudad corría detrás. El paisaje se desplegaba hacia el abismo. Poco a poco me acercaba a la entrada principal de La Merced. Dentro de unos minutos habría salido por completo de mi pueblo. Sentía desde el fondo de mi corazón que me estaba yendo a un lugar donde estaría totalmente solo. Eso me aterraba y emocionaba a la vez.
Empezar a vivir una nueva historia, era lo que siempre había querido, y dentro de pocas horas tendría que hacerme cargo de mí mismo. Sinceramente sentí algo de pena por mi madre, porque debí haber sido una carga pesada de la cual se estaba liberando.
Cuando ya había salido de la ciudad, vi por la ventana el cartel enorme que decía: “Bienvenidos a La Merced”. En ese momento tuve el deseo de bajarme del bus y regresar corriendo a casa. Sabía que no quería irme. Sabía que tenía que irme. Unas cuántas lágrimas empezaron a caer desde mis ojos y chocaron por efecto de la gravedad sobre mi mochila. El cartel de bienvenida a la ciudad ya no se podía ver desde dónde estábamos. El bus había avanzado tanto que ya no se podía ver ninguna casa detrás. A través de la ventana solo podía ver los extensos bosques y algunos cultivos de naranja. Saqué, de un pequeño álbum de fotos guardado en mi mochila, una fotografía donde aparecía abrazando a Estefanía. “Volveré pronto” dije mirando la imagen y después de eso en mi silencio susurré balbuceando:
¡ADIÓS MAMÁ!
[1] Serie de animación japonesa, que narra la tormentosa historia de amor entre Nanami Takahashi (ella) y Yano Motoharu (él).