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3. ALMA

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Ya había pasado cerca de un mes desde que me instalé en mi nuevo lugar, el cual era una habitación de siete metros cuadrados, suficiente y cómoda para mí. Aunque me he saltado la primera semana de clases, porque estuve buscando un cuarto de alquiler y después de elegir el lugar ideal, gasté un par de días más habilitando mi habitación. Como regalo por mi ingreso mi madre me había dado el dinero suficiente para comprarme una computadora portátil. Para Abril del dos mil nueve, vivía en el tercer piso de un edificio. El alquiler era relativamente barato, en comparación de lo que costaba un departamento con ubicación periférica a la universidad.

Había decidido vivir en el distrito contiguo al centro de la capital, para estar lo suficientemente cerca, tal que lo que gaste en movilidad para trasladarme a la universidad, no exceda de lo que ahorre en alquiler de vivienda. El margen de dinero a favor no era significativo como para vivir con lujos, pero me alcanzaba para gastos ordinarios que todo hombre soltero y joven debe permitirse. Mi presupuesto real era costeado con la pensión que me había dejado mi difunto padre. Dos semanas después, de calcular mi presupuesto mensual, me compré un teléfono celular. Además de mi abuela Amparo, tenía un tío materno, que vivía a dos avenidas paralelas hacia el sur, de donde yo me encontraba. Julio Bartra, hermano de mi madre, vivía en una casa de dos pisos, cuya cochera había sido adaptada para funcionar como un taller mecánico. Mi tío, en aquél entonces tenía treinta y nueve años, vivía con su esposa Marta de la misma edad y sus dos hijos: Mauricio de doce años y Eva de diez.

Solía visitarlos cuando no tenía nada que hacer.

Una avenida al sur, cerca de mi nuevo vecindario, había una loza deportiva, y ahí hice amigos rápidamente mientras iba a jugar al fútbol. Desde niño siempre solía hacer eso, hacer nuevos amigos mientras practicaba algún deporte o jugando videojuegos. Entonces conocí a un chico que se hacía llamar Camus, su nombre real era Carlos Rodríguez. Él era un tipo de mediana estatura, de tez cobriza, con el cabello siempre corto. Además era del signo de acuario y asumo que su apodo lo tomó de una serie de anime muy conocida basada en algunos signos del zodíaco. Una tarde, saliendo de los videojuegos, nos sentamos a las afueras del negocio a tomarnos unos refrescos.

— Oye Camus.

— ¿Qué pasó Jose? Cuéntamelo.

Recuerdo que detestaba la tilde de mi nombre y por eso decidí hacerme llamar Jose, no José. No me gustan las tildes.

— Esa chica que suele estar en el parque leyendo ¿La conoces?

Al lado de la loza deportiva había un parque que le triplicaba el tamaño, y mucha gente solía ir allí para sacar a pasear a sus perros, o sacar a jugar a los niños.

— ¡Ah! Eres un pillo Jose ya le echaste el ojo. Si sé a quién te refieres. Aunque la verdad es que no estoy seguro de cómo se llama pero conozco a su hermano.

— Anda la osa. No sabía que tenía un hermano.

— Pues sí. David Jiménez, es bien chévere, pero… no sé si le parezca buena idea.

— Pero ¿por qué no? — me alcé de hombros —si yo soy un pan de Dios.

— Bueno vale. ¿Juegas billar Jose?

La retórica de su pregunta me hacía intuir que planeaba apostar para sacarme dinero.

— No —expresé duda en mi respuesta y enarqué una ceja mientras le dirigía la mirada— ¿por qué?

En realidad solía jugar billar con mis amigos del colegio pero mentí porque pensé que sería la mejor forma de conocer al rival antes del juego.

— Pues algunas noches voy a jugar billar con el David, así que ahí podrían hacerse amigos y ya lo demás dependería de ti.

— Ah… me parece buena la idea —asentí con la cabeza.

— Ya pues. Esta noche le voy a decir para ir. Si sale el plan te llamo ¿Pero si bajas no?

— Claro Camus. Claro que sí — bebí el último sorbo de la botella de refresco y luego nos retiramos.

Algunas tardes de los fines de semana, cuando jugaba al fútbol con algunos nuevos amigos, me había percatado de una chica que solía ir al parque a leer. No entendía por qué ella preferiría leer en un lugar tan caluroso. Yo preferiría hacerlo en una habitación fresca y silenciosa, pero bueno, cada quién sus gustos. No es que me haya enamorado de ella, pero en mí había despertado una gran curiosidad por conocer a alguien como ella. Mis ojos la veían como una flor en medio del verde pasto del parque, nutriendo su intelecto con alguna novela.

Había algo en ella que me parecía interesante. Quería conocerla, quería hablarle y no sabía el por qué. Yo también solía leer muy a menudo. Cuando estaba vivo solía ser fanático de John Katzenbach y John Verdon. El tipo de novela que escriben ellos es de suspenso.

Esa noche fui al billar con Camus y David. Yo no soy tan malo jugando billar pero perdí mucho dinero apostando. Lo bueno es que ya tenía una excusa para hablarle a la chica del parque.

Misión cumplida.

Los días pasaban y el ritmo de la universidad, me pusieron los nervios de punta. Sin duda el colegio era un juego de niños a comparación del trajín que se vivía en los claustros de la decana de América. En muy poco tiempo se habían formado pequeños grupos entre las personas del salón de clases. Yo había logrado formar una pequeña sociedad también.

La facultad de Economía, en la que estudié, era un edificio de cinco pisos de unos cuatrocientos metros cuadrados. La edificación tenía forma de ele y en el espacio no construido, estaba dispuesto un jardín. Había cafeterías en el primer y cuarto piso a las que se podía acceder mediante una escalera en caracol a la que el alumnado solía llamarle “La rotonda”. El edificio era compartido con la facultad de Contabilidad que ocupaba el cuarto y quinto piso.

Dentro del edificio estaban dispuestas varias oficinas administrativas entre la sala del decano, oficina de atención académica, mesa de partes, laboratorio de proyección y también, varios salones donde se dictaban las clases. En el edificio se contaba con señal Wi-Fi.

Recuerdo a uno de mis primeros amigos, Rubén Sánchez. Él era un tipo alto y robusto, de piel morena, cabello oscuro y con la sonrisa más blanca que jamás haya visto. Él era el delegado de la clase. Siempre había creído que él era un genio en lo académico, pues siempre intervenía en clase. También conocí a Braulio Román, un alegre muchacho de complexión delgada, tez cobriza y cabello alborotado. Con Román solía irme a los videojuegos de simulación de deportes, donde casi siempre lograba ganarle. Bueno, estos dos muchachos se volverían más adelante, grandes amigos míos. Aunque la amistad entre ellos evolucionaría a un nivel mucho más íntimo de lo que yo me imaginaba, y eso lo iría descubriendo con el pasar del tiempo.

El calendario iba avanzando y recordar a Estefanía era cuota de cada hora. Sabía que ella ya se estaba haciendo la idea de que debía olvidarme. Ella continuaría sus estudios allá en La Merced. Sin duda necesitaba a quién contarle cómo me sentía. No estaba seguro de si contarles a mis amigos me serviría de consuelo. Siempre he creído que este tipo de cosas las entienden mejor las mujeres.

En el grupo de mis compañeras de clase conocí a Alma Bonucci, una de las personas con quién me volvería muy cercano. Su amistad era cálida, y su compromiso era determinado. No quiero que parezca que he sido un convenido, pero necesitaba confiar en alguien a quién contarle lo de Estefanía y pensé que Alma sería la indicada. Como siempre he creído en la cadena de favores, recuerdo qué antes de pedirle que escuchara mi triste historia de amor, me ofrecí a ayudarle en algunas compras que debía hacer para repotenciar su computadora. Yo había aprendido mucho sobre esas máquinas gracias a mi padre, así que fue tarea fácil.

La tarde de un sábado de inicios de mayo, habíamos quedado en ir al centro comercial La Plaza de las Computadoras, ubicada en el centro de la capital.

— ¿Oye quieres un helado? — preguntó mientras caminábamos por los adentros de la zona comercial.

— Ah bueno ya que insistes.

— Te invito en agradecimiento por acompañarme y por haberme esperado, sobre todo eso, por haberme esperado, y disculpa que me haya demorado tanto.

Su tierna voz hacía que sus palabras sonaran sinceras.

— Pues en realidad no tenía nada más que hacer, así que no te preocupes.

Ella me miró fijamente a los ojos riéndose de lo ridículamente sincero que era yo.

— Al menos miénteme diciendo… que te morías por ayudarme — bromeó ella entre risas.

— No puedo evitarlo. No soy bueno mintiendo — dije mientras trataba de guiñar el ojo, y creo que eso me hacía ver gracioso, porque ella no dejaba de reír.

Después de terminar con las compras ella se percató del color del cielo.

— Ya vámonos que está oscureciendo — expresó con preocupación.

¿Necesitaba tanto hablarlo con alguien? Había esperado a Alma por casi más de una hora y media. Un sinnúmero de mensajes de texto con el título “ya estoy llegando” me hacían retroceder la paciencia. En fin, de todas formas me gustaba sentirme útil, así que con el helado fue suficiente para olvidarme de lo mucho que había esperado.

Luego de una hora de viaje llegamos a su casa. Conocí a sus padres, Pedro y Flor Bonucci, y a su hermana menor Rayza, un par de años menor que ella, tan linda como ella pero con una mirada un poco más traviesa, por así decirlo. Antes de empezar con los arreglos del ordenador de mi amiga, su familia me invitó a cenar.

Formatear la computadora de mi compañera me llevó poco más de una hora. Era demasiado tarde, el reloj de pared tenía las manecillas juntas apuntando al cielo. Yo estaba recostado sobre el sillón delante del monitor y de pronto emití un lamentable bostezo. Mi amiga de rato en rato se situaba detrás del sillón para monitorear mi avance.

— Mira la hora que es — expresó ella con sorpresa para después llevarse la mano a la boca.

— Instalar todo sí que me ha llevado más tiempo de lo debido, formatear tu computadora y eso.

— Oye si deseas puedes pasar la noche aquí, ya que es muy tarde, y así evitamos cualquier controversia.

— Vale.

Dicho eso volví a bostezar.

— ¿Vives solo no?

— Pues por el momento sí — después de decir eso ella reflexionó sobre lo que escuchó de mí.

— ¿No me digas que estás pensando en buscar un compañero de cuarto?

— Ya que lo mencionas… quizás me convendría una compañera que sepa cocinar — lo dije con el afán de hacer una broma.

— Espera un momento voy a decirles a mis papás que te vas a quedar.

Ella se marchó entusiasmada y por un momento me sentí en casa. Aunque ya estaba muy cansado y quería dormirme pronto. Durante la espera, las imágenes en mi cabeza que evocaban lo realizado en el transcurso del día, daban vueltas y vueltas. Cuando estuve formateando la computadora de Alma, y salvando sus archivos, recuerdo haber visto fotos muy sugerentes de su hermana menor, esas imágenes no solo las guardé en mis pupilas, también las grabé en mi disco externo ¿Soy alguien despreciable?

Tampoco es que fueran fotos de su hermana desnuda, solo eran imágenes sensuales, por así decirlo.

Esa noche me alojaron en la habitación de huéspedes, pude dormir plácidamente después de ducharme.

Al día siguiente Alma y yo desayunamos juntos. Sus padres y su hermana habían salido a realizar las compras de la semana. Estábamos a solas ocupando la mesa del comedor, así que aproveché para contarle lo que necesitaba sacar de mi cabeza.

— Veo que te gusta mucho el arroz.

— Pues sí. Mi mamá solía preparar mucho cuando era niño, así que se ha vuelto parte indispensable en mi dieta.

— Mis padres dicen que eres muy curioso.

“Seguro dice eso porque se dio cuenta que vi las imágenes de su hermana” pensé.

— ¿A qué te refieres? — el miedo hacía temblar mi voz.

— Supongo que se refieren a que te comportas como un niño extraviado que acaba de ser adoptado.

Fingí una sonrisa al saber que estaba a salvo. Pero las cosas nunca son lo que parecen.

— Oye. Las fotos de mi hermana, espero que no se lo comentes a nadie.

En ese momento me di cuenta que nunca hay que sentirse a salvo a menos que ya estés en casa. Me pregunté en qué momento se había dado cuenta que yo había descubierto las fotos sensuales de su sensual hermana. Estaba tan sonrojado que fui objeto de sus burlas.

— Vale. Prometo no decirle nada de lo que vi a nadie.

— Más te vale eh.

Después de terminar de desayunar le conté sobre mi situación con Estefanía. Le di un resumen para que no se dilatara el tiempo y el desayuno no se convierta en el almuerzo. Creo que nunca había hablado de mis emociones con nadie hasta ese momento.

— Ah ya veo. Pero cuando tengamos vacaciones podrás visitarla ¿no?

— Si claro, lo sé. Pero no estoy muy seguro de si ella me está esperando. Hemos terminado tantas veces y regresado igual número de veces, que no me sorprende que la distancia le sirva de excusa para finalizar nuevamente nuestra relación.

— Ah… entiendo. Ustedes son de las parejas que terminan y luego vuelven, terminan y luego vuelven y así hasta que la muerte los separa.

Es gracioso recordar aquello teniendo en cuenta que la muerte realmente nos separó.

— Quizás es así. Después de todo… la costumbre es más fuerte que el amor ¿no es así? — alcé una ceja mientras le dirigía la mirada.

— A una de mis amigas de la secundaria le sucede lo mismo que a ti —ella asentía con la cabeza y luego entrecerró los ojos antes de continuar — así que quizás tengas razón.

Exhalé con desgano y concluí.

— Creo que es hora de que me vaya acostumbrando a tenerla lejos, cada vez más lejos.

Ella expresó sorpresa en la mirada y luego intentó animarme.

— Pero si piensas que ella se va a olvidar de ti, ¿Podrías intentar lo mismo no? Conocer a otras personas, distraerte, salir — respiró hondamente antes de proseguir — y si se da el caso de que cuando vuelvas a verla, descubras que ella ya no te está esperando, pues deberías intentar enamorarte de alguien más. Algunos dicen que un clavo saca a otro clavo — alzó la ceja en afán de mostrar su convicción sobre su última frase.

— No estoy tan seguro de eso.

— Bueno solo te lo mencionaba — ella empezó a sonreír y agregó con un tono sarcástico — y también te comento que yo estoy disponible.

Después de eso me sentí más tranquilo y despejado. Mi mente ya estaba en silencio y fue agradable saber que podía contar con ella. Quizás debí contarle que había conocido a una chica, aunque exactamente no la conocía aún, pero me había interesado en conocerla.

Al terminar de conversar, Alma me acompañó hasta el paradero para tomar el autobús que me llevaría de regreso a mi casa. Se despidió de mí con un beso en la mejilla y un abrazo fraternal. Creo que luego de eso logré encariñarme con ella.

Mientras viajaba en el autobús, por la radio pasaron una canción, no recuerdo el nombre de la cantante ni de la canción, pero recuerdo que Estefanía solía escucharla y de vez en cuando me había susurrado la letra de esa canción en afán de coqueteo. Después de todo siempre encontraba excusas para ponerme a pensar en ella. Incluso me ponía a comparar los atuendos de algunas de las señoritas, y me decía a mí mismo: “Juraría que Estefanía tiene una falda igual a esa”. Si algo servía para recordarla, yo era bueno buscando pretextos.

Recuerdo que en mi primer ciclo, me correspondía llevar los cursos de: Introducción a la Economía, Geometría analítica, Introducción a la ciencia, Lenguaje y redacción, Sociología económica y Matemática nivel I. Y después de aquella conversación con Alma, una especie de confianza se había generado entre nosotros y siempre que se podía, tratábamos de hacer trabajos grupales juntos, en aquellos cursos.

El amante de un fantasma

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