Читать книгу La Ciudad Justa - Jo Walton - Страница 10

1. APOLO

Оглавление

Se convirtió en árbol. Fue un Misterio. Así debió ser. Era lo único que tenía sentido, porque no lo entendí. Odio no entender algo. Me metí en todo esto porque no entendí por qué se convirtió en árbol… por qué decidió convertirse en árbol. Se llamaba Dafne, igual que el árbol en que se convirtió, mi laurel sagrado con el que se coronan los poetas y los héroes victoriosos.

Primero pregunté a mi hermana Artemisa:

—¿Por qué convertiste a Dafne en árbol?

Artemisa se limitó a mirarme con los ojos llenos de luz de luna. Es mi hermana de sangre, sería lógico pensar que eso contaría para algo, pero no podríamos ser más distintos. Estaba fría como el hielo, con una ceja levantada, reclinada sobre un argénteo paisaje lunar helado.

—Me lo suplicó. Lo deseaba muchísimo. Y tú estabas encima, tenía que hacer algo drástico.

—Su hijo habría sido un héroe, tal vez incluso un Dios.

—Tú lo de la virginidad no lo entiendes en absoluto —dijo, desdoblando una pierna fría como el hielo y extendiéndola.

La virginidad es una de las cosas que más le importan a Artemisa, junto con los arcos, la caza y la luna.

—No había hecho voto de castidad. No se había dedicado a ti, no era sacerdotisa. Yo jamás habría…

—De verdad que no te enteras. Creo que sería mejor que hablases con Hera —interrumpió, mirándome por encima del hombro.

—¡Pero Hera me odia! Nos odia a los dos.

—Ya lo sé. —Ya estaba preparada para largarse—. Pero lo que no entiendes entra más en su campo. Si no, pregúntale a Atenea.

Y, dicho esto, se fue, como una flecha que sale de un arco o un ciervo blanco de su refugio, impulsándose por las polvorientas llanuras de la luna para caer en picado en algún lugar de las solo algo menos polvorientas llanuras de Escitia. Jamás me ha perdonado que las misiones lunares se llamasen Programa Apolo cuando deberían haber llevado su nombre.

Mis dominios son amplios, tanto en poder como en conocimiento. Soy patrón de la inspiración, la creatividad, la poesía y la música. También me encargo del sol y de la luz. Y soy señor de la sanación, los ratones, los delfines y otras especialidades diversas que he ido adquiriendo, algunas de las cuales he transferido a mi descendencia y demás, aunque siempre mantengo un ojo atento a todas ellas. Sin embargo, una de mis características más importantes, al menos para mí, siempre ha sido el saber. Y ahí es donde coincido con Atenea, que siempre va con su lechuza y es la Diosa de la sabiduría, el conocimiento y el aprendizaje. Si yo soy la intuición, el salto lógico; ella es la trabajadora constante que no se salta ni un solo paso del camino. Juntos formamos un gran equipo, en lo que a conocimiento se refiere. Yo soy un cazador, como mi hermana Artemisa. La caza es lo que me emociona, y esto ocurre tanto con la persecución del conocimiento como con la de un animal o de una ninfa. (¿Por qué habrá preferido convertirse en árbol?). Atenea es distinta: le encanta pasar una tarde en la biblioteca, escudriñando notas al pie y relacionando dos pequeñas inferencias. Yo soy más del rollo «¡Eureka!» y ella, de desplazar y medir pesas de oro y plata.

La admiro. De verdad. Somos medio hermanos. Todos los olímpicos somos parientes de un modo u otro. Ella también es una Diosa virginal, pero a diferencia de Artemisa, no ha convertido su virginidad en un fetiche. Siempre he pensado que está demasiado ocupada trabajándose la sabiduría para meterse en todo ese jaleo del amor y el sexo. Tal vez dentro de unos milenios acabe entrando en el tema, si llegado el momento le resulta interesante. O tal vez no debería. Es muy independiente. Artemisa siempre está bañándose desnuda en las pozas del bosque y luego castigando a los cazadores que la ven sin querer. Atenea no es así para nada. Ni siquiera estoy seguro de que haya estado desnuda alguna vez o se lo haya planteado siquiera. Y tampoco nadie piensa en eso en su presencia. Cuando estás con Atenea solo piensas en nuevas formas de parir ideas fascinantes que resulta que ya tenías y que ahora tal vez logres encajar para crear nuevos conocimientos asombrosos. Y todo es tan interesante que lo del sexo parece un poco una tontería irrisoria en comparación. Así que tenía un montón de razones para no querer tocar el incidente de Dafne con ella.

Sin embargo, me escocía la necesidad de saber por qué Dafne había preferido transformarse en árbol antes que copular conmigo.

Fui a ver a Atenea, que estaba justo donde suponía que estaría, haciendo justo lo que suponía que estaría haciendo. También lucha si es necesario, claro está, y, cuando lucha, es mortal de necesidad: tiene la lanza y el escudo de la gorgona, y lo sabe todo sobre estrategia. Sin embargo, pasa casi todo el tiempo en alguna biblioteca, tanto mortales como olímpicas. De hecho, vive en una biblioteca. Por fuera es igual que el Partenón de Atenas, pero por dentro es como… una inmensa guarida de libros. No se puede describir de otra forma.

Justo al entrar hay una columna my corta, como un tocón, donde se echa la siesta la lechuza, con la cabeza recogida bajo el ala. Por regla general, la lanza, el escudo y el casco están apoyados en esa columna. También hay un escritorio, donde se sienta, abarrotado de pergaminos y códices y teclados y cables y pantallas. Entre dos de las columnas exteriores entra un único rayo de sol que cae en el punto exacto del escritorio e ilumina lo que esté usando mi hermana en ese momento. El resto de la estancia es todo libros. Las paredes están forradas de estanterías, y en el suelo hay pilas de libros, del techo cuelgan redes de pergaminos. Lo peor es que todo está ordenado: alfabetizado, archivado, organizado e incluso etiquetado, pero nada está bien apilado y el aspecto general es un caos absoluto. Siempre que paso por allí me entran ganas de ordenar. Me molesta. Con frecuencia, cuando tengo que quedar con ella le pido que nos veamos en un sitio que sea cómodo para los dos, como la Biblioteca de Alejandría, la Biblioteca Laurenciana o la de la Universidad Widener.

Como ya he dicho, formamos un buen equipo, pero, por regla general, lo hacemos como iguales. No suelo ir a suplicarle. No suelo suplicar a nadie, salvo a Padre cuando no hay manera de evitarlo. Casi nunca tengo la necesidad. Así que, tratándose de Atenea y de aquel tema en particular, me sentía de lo más incómodo.

Pese a todo, fui a su casa-biblioteca y me puse delante del rayo de sol hasta que se dio cuenta de que se había ensanchado para abarcar todo el escritorio y levantó la vista.

—El júbilo sea contigo, arquero divino —dijo al verme—. ¿Traes noticias?

—Una pregunta —dije, sentándome en la escalinata de mármol del exterior, para no tener que flotar en el aire o arriesgarme a pisotear algún libro.

—¿Una pregunta? —repitió, y salió para reunirse conmigo.

Se sentó en un escalón a mi lado, con las vistas de toda Grecia a los pies: las colinas, las llanuras, las ciudades bien construidas, las islas flotando en un mar oscuro como el vino, surcado de trirremes que navegaban entre una y otra. Bueno, los trirremes no los veíamos desde aquella distancia, salvo que nos esforzásemos, pero os aseguro que estaban allí. Podemos ir al lugar y el tiempo que queramos, pero ¿por qué nos íbamos a alejar del mundo clásico, siendo el mundo clásico tan espléndido?

—Resulta que una ninfa —empecé.

Atenea levantó la nariz.

—Si de eso se trata, me vuelvo al trabajo.

—No, por favor. Es una cosa que no entiendo.

Me miró.

—¿Por favor? De acuerdo, continúa.

Como ya he dicho, no suelo suplicar, pero eso no significa que desconozca el protocolo.

—Se llamaba Dafne. La perseguí, acababa de pillarla y me disponía a copular con ella, cuando se convirtió en árbol.

—¿Se convirtió en árbol? ¿Estás seguro de que no era una dríade?

—Segurísimo: era una ninfa. Una nereida, si quieres ponerte técnica. Su padre era un río. Rezó a Artemisa y Artemisa la convirtió en árbol. Le pregunté a Artemisa por qué lo había hecho y me contestó que Dafne lo deseaba con desesperación. ¿Por qué quiso convertirse en árbol para evitarme? ¿Cómo es posible que le importase tanto? No había hecho voto de castidad. Artemisa me dijo que se lo preguntase a Hera y luego que igual tú lo sabías.

Al oírme mencionar a Hera, me miró con los ojos grises llenos de interés.

—Creía que no sabría responderte, pero Artemisa mencionó a Hera, así que tal vez sí lo sepa. ¿Qué hay detrás de todo lo que le importa a Hera?

—Padre —respondí.

Atenea soltó una risa nasal.

—¿Y?

—El matrimonio, por supuesto —dije. Odio esos diálogos socráticos en los que todo se eterniza al ritmo de un caracol excesivamente lógico.

—Creo, tal vez, que lo que se te escapa en este asunto de Dafne es la importancia del consenso. No había hecho voto de castidad, es posible que hubiera decidido entregar su virginidad algún día. Pero todavía no había hecho la elección.

—Yo la elegí a ella.

—Pero ella no te había elegido a ti. No fue mutuo. Tú decidiste perseguirla. No pediste permiso y, desde luego, ella no te lo dio. No fue consensuado. Y, por lo que se ve, no te deseaba. Así que se convirtió en árbol —concluyó Atenea, encogiéndose de hombros.

—Pero es un juego —razoné. Sabía que no lo entendería—. Las ninfas corren y nosotros las perseguimos.

—Es posible que no todo el mundo quiera jugar a ese juego.

Perdí la mirada en las islas distantes, que asomaban entre las olas como una escuela de delfines. Conocía todos sus nombres y los de sus puertos, pero en aquel momento preferí no verlas más que como azul sobre azul, como formas de nubes.

—Volición.

—Exacto.

—¿Que los deseos de ambos tienen igual relevancia? —pregunté

—Ajá.

—Interesante. Eso no lo sabía.

—Bueno, pues: eso es lo que has aprendido de Dafne —dijo Atenea, poniéndose de pie.

—Estoy pensando en hacerme mortal un tiempo —comenté, mientras las implicaciones de aquello empezaban a calar.

Mi hermana volvió a sentarse.

—¿De verdad? ¿Eres consciente de que eso te haría muy vulnerable?

—Lo sé, pero hay cosas que aprendería mucho más aprisa de ese modo. Cosas interesantes. Cosas sobre la igual relevancia y la volición.

—¿Has pensado cuándo?

—Ahora. ¡Ah! Quieres decir cuándo en el tiempo. No, la verdad es que no lo he pensado mucho. —Era un pensamiento estimulante—. Una época con buen arte y mucho sol, si no me volvería loco. ¿La Atenas de Pericles? ¿La Roma de Cicerón? ¿La Florencia de Lorenzo de Médici?

Atenea se echó a reír.

—A veces eres tan predecible… Bien podrías haber contestado: «Cualquier sitio con columnas».

Yo también reí, sorprendido.

—Sí, eso vendría siendo. ¿Por qué? ¿Tienes alguna sugerencia?

—Sí. Tengo un lugar perfecto. En serio. Perfecto.

—¿Dónde? —pregunté, desconfiado.

—No lo conoces. Es… nuevo. Es un experimento. Pero hay columnas y además el arte… bueno, el arte es muy apolíneo: todo luz y nada de oscuridad.

—Par favar…

[Aquello fue sarcasmo, no una súplica. Mi anterior uso de la palabra, había sido una súplica, así que he pensado que más valía aclararlo. Así que esto último fue sarcasmo, cosa con la que estoy mucho más familiarizado].

—Mira, si me vas a proponer que vaya a algún horrible agujero tecnológico donde ni siquiera han oído hablar de mí porque será una «experiencia formativa», olvídate. No estoy pensando en eso para nada. Soy Apolo. Soy importante. — Puse morritos—. Además, si creen que los Dioses hemos caído en el olvido, ¿por qué escriben sobre nosotros? ¿Has leído esos libros? No he visto cosa más manida. Jamás.

—No los he leído y tienen una pinta horrible, y lo único que me interesa de las sociedades tecnológicamente avanzadas son sus robots.

—¿Sus robots? —pregunté, sorprendido.

—¿Prefieres los esclavos?

—Cierto —dije. A Atenea y a mí siempre nos ha molestado profundamente la esclavitud. Siempre—. ¿Y para qué los quieres?

Atenea se apoyó en los codos.

—Bueno, unas personas están intentando crear la República de Platón.

—¡No! —Me quedé mirándola. Se estaba chuleando.

—Me lo han pedido en sus oraciones y les echo una mano.

—¿Y dónde lo están haciendo?

—En Kallisté —respondió, señalando hacia donde estaba Santorini en el momento en que nos encontrábamos—. Théra antes de la erupción.

—¿Lo están haciendo antes de que se escribiera la República?

—Ya te he dicho que les estaba ayudando.

—¿Lo sabe Padre?

—Padre lo sabe todo, pero no he atraído su atención sobre el tema, precisamente. Y, por supuesto, esa parte de Kallisté se hundió en el mar con la erupción, así que no quedará ningún rastro a largo plazo. —Sonrió.

—Muy lista —reconocí—. Además, hacer la República de Platón en la Atlántida sería… repetitivo. En cierto modo, todo esto es muy tú.

Se hinchó de orgullo.

—Como ya he dicho, es un experimento.

—Pero se supone que la República es un experimento teórico. ¿Quién es la gente que lo está poniendo en práctica? —Me intrigaba.

—Bueno, uno de ellos es Critón, ya sabes, el amigo de Sócrates. Y otro es el propio Sócrates. Critón y yo lo sacamos a rastras de Atenas justo antes de su ejecución. Si Sócrates no consigue hacerla funcionar, no lo conseguirá nadie. Y también están otros filósofos posteriores: algunos platónicos, como Plotino y esos; unos cuantos de Roma, como Cicerón y Boecio; y otros pocos del Renacimiento, como Ficino y Pico… bueno, y de las demás épocas posteriores, la verdad.

Tenía ciertas sospechas y algo de celos.

—¿Y todas estas personas de distintos momentos, sin relación entre sí, decidieron suplicarte ayuda en sus oraciones para fundar la República de Platón?

—¡Sí! —sonaba dolida por mi suspicacia—. Fuera de toda duda. Todos y cada uno de ellos.

—Tengo que ir a ese sitio —dije. Quería experimentar ser mortal y aquello me resultaba de lo más fascinante. La cosa más interesante que me habían contado en eones. Se había hablado de la República de Platón durante siglos, pero nunca se había llevado a la práctica—. ¿De dónde sacáis a los niños?

—Huérfanos, esclavos, niños abandonados… y voluntariado —respondió mirándome—. Casi me das envidia.

—¿Por qué no vienes conmigo? ¿Qué te lo impediría, una vez puesta en marcha?

—Me tienta. —Sí que parecía tentada porque tenía esa expresión que se le pone cuando le apetece muchísimo leer un libro nuevo en ese momento en lugar de cumplir con algún deber.

—¡Ay, vente! Será de lo más interesante. ¡Creo que podremos aprender! Y no tardaremos mucho. Un siglo o así, como mucho. Y habrá bibliotecas, te sentirás como en casa.

—Bibliotecas tendrán, desde luego. Lo que contengan ya es otra cuestión. Ahora mismo hay ciertas disputas sobre el tema. —Contempló las nubes y las islas, en la distancia—. Ser mortal te hace vulnerable. Te abres. Al amor. Al miedo. Tengo dudas.

—Creía que querías conocerlo todo.

—Sí. —Atenea seguía con la mirada perdida en la lejanía.

No teníamos ni la más remota idea de en qué nos estábamos metiendo.

La Ciudad Justa

Подняться наверх