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Su identidad personal siempre ha sido algo muy simple: adoptada.

Hoja en blanco. Borrón y cuenta nueva. Sin memoria.

Era muy pequeña aún; no tenía ni tres años cuando la adoptó una pareja de St. Paul (mayor, sin hijos) de apellido Seidel.

Era lo único que había necesitado saber sobre esa fase de su vida: la habían adoptado de niña. Lo único que deseaba saber.

Eso es la adopción. Una tabula rasa.

Sus padres (adoptivos) le dijeron que su nombre de nacimiento era Clare; es decir, se llamaba Clare Ellen cuando llegó a sus vidas, y era un nombre «muy encantador» que no tenían motivos para cambiar, aunque, como ya era su hijita, sí le cambiarían el apellido (de forma oficial, como era de esperarse).

Era una cuestión de propiedad, de posesión. Un niño llega a las manos de un adulto o adultos, ya sea por medio de un parto o por medio de una agencia.

Tal vez haya visto ese apellido en su acta de nacimiento… Donegal. Ha pasado tanto tiempo que no le quedó en la memoria, y (de hecho) lo había olvidado.

Toda adopción es un misterio. ¿Por qué?

¿Por qué renunciaron a mí? ¿Por qué me regalaron? ¿Por qué no me quisieron?

¿Quién no me quiso?

Pero Clare Seidel era/es la hija (adoptiva) perfecta. Clare no hace/hacía preguntas.

Los niños agradecidos no preguntan por qué.

Los Seidel eran mayores. Bien podrían haber sido los abuelos de su hija adoptiva. Ambos eran profesores comprometidos; educadores. En los diecisiete años que llevaban de casados no habían tenido hijos, aunque lo habían intentado (según lo que Clare logró dilucidar). Poco antes de que adoptaran a Clare, el amado perro de los Seidel había fallecido. Al ver fotos de ese elegante Airedale esponjoso, flanqueado por sus orgullosos amos, Clare sintió una punzada de celos, de temor. (Si el Airedale no hubiera fallecido a los doce años, en el momento preciso en el que falleció, ¿existiría acaso la persona conocida como Clare Seidel?). Los Seidel no querían pensar que la vida los había engañado. Tenían dos ingresos, dos autos y una casa con una hipoteca decente. Cada año, en agosto, alquilaban durante dos semanas una cabaña en el Lago Superior. Agradecieron la llegada de la huerfanita Clare, tanto como Clare agradecería después que ellos la hubieran adoptado.

¡No hieras los sentimientos de Papá! ¡Nunca le hagas pensar que no es tu papá, porque claro que lo es!

Porque no tienes otro Papá, ni otra Mamá. Solo nos tienes… a nosotros.

Clare lo sabía a nivel instintivo. Lo entendía. Era su hijita (adoptada), la que nunca preguntaría por qué.

Por ejemplo, un niño (adoptado) jamás pregunta: ¿Por qué me quisieron a mí?

¿No pudieron tener hijos propios? ¿Por eso me adoptaron?

¡Nunca se pregunta! ¡Jamás! Es impensable.

Un niño (adoptado) nunca pregunta: ¿De dónde salí? ¿A quién le pertenecía antes de que me entregaran?

Después, en la escuela, Clare sentía que se le llenaba el pecho de orgullo cuando la maestra sonriente pronunciaba aquel apellido especial que la nombraba: Sei-del.

Sintió un inmenso placer cuando al fin aprendió a escribir y escribió

Clare Seidel

Clare Seidel

Clare Seidel

en su cuaderno.

Pero todo eso, esa parte de su vida, de su vida muy temprana, se ha vuelto casi completamente ajeno.

Cardiff junto al mar

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