Читать книгу Cardiff junto al mar - Joyce Carol Oates - Страница 16
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ОглавлениеTres días después, Clare llega a Cardiff, Maine.
Toca el timbre de una antigua casa de piedra, descuidada pero con cierta dignidad, que se ubica en el número 59 de la avenida Acton y se ve poco iluminada por dentro.
Es como una casa salida de un cuento. Un artefacto de la época victoriana, en una calle con otras casas particulares igual de grandes, imperturbables y carentes de elegancia, alejadas de la calle y enmarcadas por abetos enormes y cercos de ligustros sin podar.
Los Donegal deben ser bastante pudientes, piensa Clare. O al menos lo fueron en algún momento.
Cardiff, Maine, es un pueblo fabril decimonónico en decadencia que aún no se ha integrado del todo a la industria turística como otras ciudades de esa parte de Maine. Sigue teniendo una costa pintoresca, como ocurre con los lugares en decadencia, gracias a las fábricas y los talleres clausurados hace tiempo, un puñado de tiendas de ofertas y de «antigüedades», boutiques que venden artesanías.
La avenida Acton es, sin lugar a dudas, una de las calles prestigiosas de Cardiff, o al menos lo fue alguna vez, aunque cerca del centro las casas como la de las hermanas Donegal han sido reconvertidas con fines comerciales y divididas en departamentos y oficinas. Una elegante mansión de ladrillos rojos ha sido transformada en el Museo Histórico de Ashford; otra inmensa construcción victoriana exhibe un anuncio ostentoso: Servicios de Planificación Familiar del Condado de Cardiff.
Clare toca el timbre de nuevo. Recuerda una tarde de Halloween en St. Paul, durante su niñez; estaba entusiasmada y angustiada a la vez; junto con otros niños enmascarados y disfrazados se habían atrevido a tocar timbres de casas como esa mientras sus padres los esperaban estacionados junto al cordón; recuerda el alivio cuando nadie abría la puerta. Aunque hay luces en el interior, se pregunta si hay alguien. Las ramas de unos árboles perennes se amontonan contra las paredes de la casa y oscurecen las ventanas de la planta baja. Sobre el tejado de pizarra hay parches de musgo, y en las canaletas de lluvia crecen arbolitos en miniatura. Clare percibe el olor a moho de las hojas viejas y la tierra oscura y húmeda, el sutil aroma de la podredumbre orgánica bajo la galería en la que espera. No obstante, con la suavidad de una caricia íntima, le viene a la mente un pensamiento repentino. ¿Este es mi hogar? ¿Estoy en el lugar indicado?
Ser huérfana significa no estar nunca en el lugar indicado. Aunque nadie querría reconocerlo.
El corazón de Clare late rápidamente a la expectativa. Piensa para sus adentros que debería ser más sensata; ya no es una niña ingenua, sabe apaciguar sus esperanzas como alguien apaciguaría a un perrito demasiado entusiasta.
¡No! Definitivamente no es tu hogar.
Hay casi 700 kilómetros entre Bryn Mawr, Pensilvania, y Cardiff, Maine. Son aproximadamente seis horas por la interestatal; un viaje demasiado largo para un solo día, pero demasiado corto como para dividirlo en dos. Si hubiera ido acompañada…
Pero Clare no tiene quien la acompañe. Lo más sensato era dividir el viaje en dos, tal como hizo, y conducir con precaución. Ha sido bendecida con una herencia, la primera de su vida, de modo que asumió el rol de conductora insoportable, de esas que se casan con el carril derecho de la interestatal y permiten que una fila interminable de vehículos la sobrepase.
Desde la llamada de Lucius Fischer, le ha dado vueltas en la cabeza de forma obsesiva: abuela, testamento. Herencia. Y ahora está aquí.
Dentro de la casa de piedra, voces. Incrustada en la gruesa puerta de roble hay una mirilla, a través de la cual Clare alcanza a percibir un tenue destello de luz, como si alguien hubiera encendido una lámpara adentro. La pesada puerta de roble se abre con pomposidad, y dos ancianas de vestimenta extraña saludan a Clare con la efusión de dos urracas emocionadas.
—¡Llegaste! Ay, eres igualita a…
—…a él. Tu papi…
—…nuestro Conor…
—Ay, ¡idéntica!
Voces trémulas. Ojos llenos de lágrimas. La más alta se pone una mano sobre el pecho plano, casi sin aliento.
—¡Bendito sea Dios! Bueno… ¡Estás aquí!…
—…a salvo… aquí…
—Bienvenida, Clare…
—Pasa, querida. Debes estar…
—…¡exhausta!
—…¡famélica! Eso es lo que iba a decir, querida, cuando esta persona tan grosera me interrumpió…
—Ella me interrumpe a mí todo el tiempo, Clare. Nadie es más grosero que ella.
—…famélica después de un viaje tan largo…
—…y exhausta…
—…adelante, querida…
—…es Clare, ¿verdad?…
—…te hemos estado…
—…esperando. Desde hace…
—…años.
La oleada de agasajos marea a Clare. Las urracas le dan picotazos entusiastas. La abrazan una y otra vez. Y luego de nuevo, con brazos delgados pero sorprendentemente fuertes que le sacan el aire.
—¡…igual a él! Tu papi…
—…tu pobrecito papi…
Se limpian los ojos. Se limpian las mejillas, donde resplandecen las lágrimas. La más alta exuda una fragancia a talco dulce y rancio, la más petisa tiene ese olor medicinal a jengibre propio de las pieles avejentadas.
—Querida, yo soy Elspeth…
—Yo soy Morag…
—…la hermana menor de Maude…
—…la hermana menor menor de Maude…
—Hablamos por teléfono, querida…
—Porque ella tomó el auricular antes que yo, y luego…
—¿Quieres que suba tu valija, querida…?
—…ni siquiera me dio oportunidad de saludarte. —Morag, la más petisa de las dos, es particularmente vehemente y recriminatoria—. Nunca me deja.
Clare se deja llevar al interior de la casa de la mano de las tías abuelas, Elspeth y Morag, quienes la conducen a un recibidor con piso de mármol percudido. El olor a moho de las hojas y la tierra húmeda se mezcla con la penetrante fragancia de las ancianas y el aire estancado de la vieja propiedad. Como aves de plumaje suave, las mujeres —las tías abuelas— giran en torno a Clare. Nunca habría adivinado cuál era Elspeth y cuál Morag (¡qué increíbles nombres escoceses!). Una tira de la valija hasta quitársela de las manos, pero cae de inmediato al suelo y le pega a Clare en el pie; es demasiado pesada para la anciana.
—¡Ay, no! ¿Qué hiciste?
—¡No hice nada! Solo intentaba…
—Siempre te entrometes y arruinas todo. La pobrecita no lleva ni cinco minutos aquí y ya le tiraste la valija en el pie. Déjamela a mí, Clare. A mí no se me caerá, te lo prometo.
—¿Qué dices? Soy perfectamente capaz de cargar la valija…
—¡No! Ya demostraste que no lo eres…
Clare tartamudea mientras explica que ella puede subir su propia valija. Que no pesa, que no hay problema…
—¿Cómo? Ni pensarlo, querida Clare…
—Vienes de tan lejos, y eres nuestra invitada…
—Si tan solo Maude estuviera aquí…
—…pero, si Maude estuviera aquí, no habría… testamento… Ni habría Clare.
—¡Ay! No es muy cortés de tu parte decirle eso a nuestra invitada. Debería darte vergüenza.
—A ti debería darte vergüenza… pensarlo en esos términos.
Clare esboza una sonrisa incómoda. No tiene mucha experiencia en ser el centro de atención de «parientes» que (en realidad) son desconocidos pero que no se comportan con la contención convencional de los desconocidos.
Trata de no pensar que fue un error, haber accedido a hospedarse con estas tías abuelas.
De hecho, ¿por qué aceptó su invitación? Habría sido mucho más sencillo hospedarse en un hotel cercano.
Le atrae la idea de familia. Esas ancianas son la única familia consanguínea que Clare ha tenido desde su adopción, aunque no recuerda la adopción.
¿Es Elspeth la más alta y entusiasta de las dos, la que se acerca a Clare con afecto? ¿O será Morag?
Ambas tías abuelas la miran con avidez. Con ansias.
Ambas son más bajas que Clare, quien con su metro setenta es de estatura promedio; la más petisa es muy petisa y parece tener la columna torcida. La más alta, y al parecer más joven, tiene la piel apenas arrugada, de color marfil pálido, y maquillada de manera «glamorosa»: delineador, polvo, lápiz labial que crean cejas arqueadas, mejillas rosadas y una boca en forma de corazón; el cabello voluminoso y de un color mandarina artificial tiene la textura aireada del algodón de azúcar. La más petisa, que al parecer es la mayor, además de la columna retorcida tiene la cara achatada como un pug, la frente baja, la piel pálida y pastosa, pocas cejas y una absoluta falta de pestañas. Y sus labios son delgados, pero bastante largos.
Elspeth, la más alta, lleva un vestido festivo de satén azul eléctrico y un chal negro de encaje sobre los hombros huesudos; Morag, de un cuerpo compacto como boca de incendio, trae puesto lo que podría ser ropa de hombre: pantalones cuadrados oscuros de una tela suave, no muy limpios, y un suéter grueso de cuello alto. No tiene el cabello teñido, a diferencia de su hermana, sino que es de un color entre grisáceo y calizo, un poco crespo, pero lo suficientemente delgado como para que Clare alcance a verle el vulnerable cuero cabelludo. Elspeth, la más alta y sofisticada, usa anteojos de armazón plateado; las de Morag, en cambio, son de armazón de plástico negro.
Clare tiene la sensación vaga e inquietante de que en el fondo, o en su visión periférica, hay alguien más que las observa. ¿Otra tía abuela?
No obstante, cuando se da media vuelta no hay nadie. Un pasillo poco iluminado sale del recibidor y se adentra en las profundidades sombrías de la casa.
Las tías abuelas se paran muy cerca de Clare, como si fueran sus guardianas. Insisten en que tome un té con ellas.
—Te devolverá el alma al cuerpo. Estás pálida como un fantasma.
—Como si tú supieras de fantasmas —dice la otra hermana entre risas burlonas.
—Es un decir. Tú qué vas a saber.
—Lo que sí sé es que eres la única idiota que ha visto un fantasma y se jacta de eso.
—¡No me… jacto!
—Bueno, si Clare ve un fantasma, será por tu culpa, por andarle metiendo ideas en la cabeza.
—No entiendes nada.
Clare no sabe si es mejor reírse de la disputa entre hermanas o ignorarla. Entiende que ella es la causa del brusco tironeo, pero no quiere meter la pata ni ofender a nadie al reírse con una tía abuela a expensas de la otra.
Elspeth es la más astuta, y la más cruel; Morag no es tan sagaz, pero cuando se enfurece ataca como un bulldog. A primera vista, Elspeth parece más fuerte que Morag, porque da la impresión de tener más movilidad, aunque en el fondo Morag es más resistente y se planta con firmeza en el piso.
Pero ambas se comportan con suma amabilidad con la invitada y se muestran genuinamente preocupadas por ella.
—Pasa por aquí, Clare, por favor, y toma asiento. Has hecho un viaje muy largo. Tenemos el té listo desde hace rato…
—¡No es apropiado decirle eso a un invitado! ¿«Listo desde hace rato»? Qué grosería.
—Quería decir que…
—Ignórala, Clare; mi hermana ve a tan poca gente que ya se le olvidaron los buenos modales.
—…solo quería decir que el té se está enfriando.
—Entonces lo recalentaremos…
Las tías abuelas compiten por la atención de Clare como niñas pequeñas o perritos ansiosos por recibir afecto, y esto la avergüenza. Tiene la vaga idea de que hay una persona más, quizás una tercera tía abuela, una figura espectral que anda cerca, a punto de traer el té.
En un salón repleto de muebles, alfombras y tapices, insisten en que Clare tome asiento en un sofá de terciopelo que emite un leve crujido bajo su peso. La habitación huele mucho a humedad, y a algo terroso y arenoso que Clare sospecha que es excremento de ratones, algo que ha olido antes en lugares no tan limpios.
—Sabemos que estás cansada, querida Clare, y que seguro solo quieres algo de privacidad en tu habitación, pero… ¡hay mucho de que hablar!
—¿Cómo sabes que la muchacha quiere privacidad? Mírala, ¡está famélica! Lo que quiere es tomar el té.
—…té al estilo inglés…
—…salvo que solo tenemos galletas Pepperidge Farm, y no scones con manteca ni crema batida, ni todas esas mermeladas y jaleas que sirven en el Ritz, pero…
—¡Uy, el Ritz! Lo dice para que le preguntes: «¿Cuál Ritz?», y ella pueda contestarte: «El Ritz, en Piccadilly… Londres, ya sabes». —Elspeth no disimula su rencor. Cuando Morag protesta, Elspeth contraataca con el plato fuerte—. Y no hablo de Londres, Connecticut.
—Nueva Londres, Connecticut…
—¡Basta ya! ¡Siempre es lo mismo! Nuestro padre nos llevó una vez cuando éramos niñas a tomar el té con bocaditos en el Ritz, y mi hermana es incapaz de superarlo…
—…ella es la que no lo supera…
—…y ¿sabes qué, Clare? El té que nos sirvieron era un simple té negro, y ni siquiera en hebras, sino en simples saquitos de té.
Clare se ríe, aunque no está segura de si era un chiste y se esperaba que riera. Le parece atroz que la hermana más alta, más atractiva y de apariencia más juvenil se exprese con tanto desdén e intente rebajar a su hermana encorvada que habla con mucha franqueza; además, a Morag le falta algo, quizá una mano. Clare está segura de haber visto un muñón de piel lisa… Pero, cuando se anima a mirarla con más detenimiento, nota que Morag tiene dos manos más grandes de lo habitual, manos varoniles con las uñas rotas, como de obrero o jardinero.
—…¡mucho de que hablar, querida! Hemos esperado tanto. Desde que la semana pasada falleció nuestra querida hermana y nos informaron la sorpresa del testamento…
—…no que fuera una mala sorpresa, para nada…
—…no. No fue en absoluto una mala sorpresa. Sabíamos que…
—…nuestra querida Maude tenía muchos «intereses»…
—…donaciones…
—…la iglesia de St. Cuthbert…
—…parientes por toda Nueva Inglaterra…
—…una sorpresa, sin duda, pero no una mala sorpresa…
—…la querida Maude nos legó esta casa…
—…a la familia, a nosotras y a su hijo, Gerard…
—…ah, sí: Gerard, tu tío soltero…
—…Maude se ocupó de nosotras… y de otros miembros de la familia…
—…nuestro querido sobrino Gerard, ya lo conocerás…
—…nosotras no nos casamos, a diferencia de Maude; era tan valiente…
—…lloró tanto por tu padre, tanto que no podía…
—…no soportaba…
—…pensar siquiera en…
—…durante años, no soportó pensar en ti.
—Pero estaba al tanto de tu existencia…
—¡Sí! Todas lo estábamos, salvo que…
—…los años pasaron volando…
—…volando…
En medio del parloteo agotador, traen una rimbombante bandeja de plata manchada que apoyan con gran ceremonia en la mesa ratona frente a Clare. Tintineo de tazas, de cucharas. Frágil porcelana Wedgwood, cascada pero hermosa, y cucharas de plata de diseño elaborado, ligeramente deslustradas. Quien ha llevado la bandeja no queda a la vista de Clare; su rostro (¿de hombre? ¿o mujer?) queda opacado por el vapor que sale de la tetera.
—…te sirvo. Toma, Clare…
—…tu taza, Clare…
—…tu taza, que seleccionamos con detenimiento…
—…pimpollos de rosa, los favoritos de la querida Maude…
—…¡y la cuchara! De hecho, es una cuchara de bebé…
—…tu cuchara…
Clare se frota los ojos, agotada por el largo viaje en auto, y ve que la tía que revuelve el té es Elspeth, a menos que sea Morag… Y, ¿quién es la otra persona en el salón? Clare mira con nerviosismo a su alrededor, pero sus ojos cansados no detectan ninguna otra presencia.
Después viene un interludio de cháchara implacable. Son como aves de picos afilados que la picotean y picotean y picotean. Clare piensa que es evidente que sus tías abuelas no quieren hacerle daño; tienen las mejores intenciones; quizá se sienten solas y añoran la compañía; están emocionadas de conocerla, tan emocionadas como Clare.
Clare, que ha sido siempre quisquillosa con la comida y que vive por debajo de su peso ideal, tiene más ganas de las que había imaginado de tomar ese té tibio diluido con crema de olor rancio. Y las galletas de jengibre tampoco son frescas, pero crujen entre sus dedos y le hacen agua la boca, son tan deliciosas…
—…(Está demasiado flaca, ¿verdad?)…
—…(¡Haremos algo al respecto!)…
Qué curioso, las tías abuelas hablan de Clare como si no estuviera presente.
Los párpados se le cierran con pesadez. De pronto siente un agotamiento profundo. Con los ojos radiantes detrás de las gafas bifocales, las tías abuelas la observan de cerca.
—…¿hora de dormir, querida? Tu habitación está lista…
—…la ventilamos y pusimos sábanas nuevas solo para ti…
—…(¡Oh! Quítale la taza, antes de que se caiga)…
—…(¡Quítasela tú, que estás más cerca!)…
No son ni siquiera las nueve de la noche. Es demasiado temprano para irse a la cama, pero Clare siente como si fuera tardísimo. Medianoche.
Está tan cansada que apenas si puede mantener los ojos abiertos. Qué grosería cabecear así frente a sus tías abuelas… Apenas si logra levantarse del sofá de terciopelo. Apenas si puede articular una disculpa.
(¿Qué le está pasando? Me envenenaron, piensa Clare, pero el pensamiento atraviesa su conciencia y se va como un hilo que entra y sale por el ojo de una aguja).
Hay un instante, una encrucijada temporal —como el momento antes de que Clare contestara el teléfono en Bryn Mawr, cuando no alzar el auricular era una posibilidad— en la que Clare podría escapar de las tías abuelas, podría encontrar la salida del salón, atravesar el pasillo lúgubre dando tumbos y salir a la galería, donde la habría recibido una bocanada de aire fresco que le habría permitido llegar a su auto estacionado en la calle. Pero no lo hace, porque ni siquiera le viene a la mente esa posibilidad. Está muy adormilada. El adormecimiento y la pasividad del adormecimiento la reconfortan como si fuera una niña. Y las tías abuelas son tan amables.
No está segura de qué es lo que ocurre, pero obedece: ¡arriba! La habitación lleva días esperándola (¿años?).
Con torpeza, Clare alza la valija para subirla por las escaleras. Pero aunque antes no le había parecido pesada, ahora le pesa una inmensidad. (Solo trajo consigo algo de ropa, varios libros, otro par de zapatos, productos de higiene personal en un estuche de plástico… nada muy pesado). La petisa y encorvada Morag se ríe con ternura… a menos que sea una risa burlona.
—Permíteme. —Con un mero muñón, aprieta la valija contra el muslo y la sube triunfalmente por las escaleras.
Clare se frota los ojos y la mira fijo. ¿A Morag sí le falta parte del brazo? No logra distinguirlo bien.
—…adentro, querida Clare. Por aquí…
—…te espera.
Elspeth, la tía abuela de cabello fuego pálido, se escurre por delante para guiar a Clare hacia la habitación de huéspedes. Clare tiene la impresión de que la glamorosa tía abuela levanta una antorcha, pero por supuesto no hay ninguna antorcha.
La desconcierta que la habitación de huéspedes de esta casa tan extraña le resulte familiar. Es uno de esos lugares donde detalles como las paredes, el cielorraso, las alfombras no están bien definidos, sino que parecen bocetos borrosos. He llegado antes de lo esperado. El sueño todavía no está listo. ¿Habrá suficiente oxígeno para sobrevivir? Pero no tiene miedo. Por el contrario, siente que llegó a un lugar familiar, un lugar que la estaba esperando.
—¡Fuera zapatos!
—¡Fuera medias!
—Quítate esto.
—Quítate esto otro.
—Y esto…
Como éter, el tirante cubrecama de satén decolorado sobre la cama con dosel emana un aletargamiento que le da la bienvenida a Clare. El colchón es muy duro… pelo de caballo. (¿Cómo puede saber eso Clare? Pero lo sabe). Sobre la almohada de plumas, su cabeza rueda como si se la hubieran desenroscado del cuerpo. Sus extremidades, lánguidas, no oponen resistencia. Los pensamientos llegan fragmentados, abruptos. Y luego se vuelven vaporosos, como nubes. Nubes altas que barren el cielo gracias a las brisas del Atlántico.
Alegremente y sin darle tregua, las tías abuelas le quitan y le ponen prendas y la acurrucan como si fuera una bebé enorme e indefensa. A lo lejos, alcanza a oír el (vergonzoso) comentario de que «no es una gran belleza», pero al menos «salió a él, no a ella. Esa mujer era tan sosa».