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Bajo el sol cegador, pierde el rumbo. Pierde también el equilibrio. Y luego parece estar en el suelo. Pesadez en las extremidades, un dolor agudo de un lado de la cabeza.

Alguien preocupado se cierne sobre ella.

—¿Señorita? ¿Está bien? ¿Necesita…? —El aire fresco la revive. Lo único que su rostro afiebrado necesita es aire fresco—. ¿…ayuda? ¿Llamo una ambulancia?

Incapaz de contestar. Vuelve el rugido dentro de su mente; es ensordecedor.

Han pasado noventa minutos desde que Clare llegó a la biblioteca. Noventa minutos desde que (según recuerda, aturdida) subió corriendo las escaleras de piedra, ansiosa por descubrir lo peor.

El agotamiento. Girar la manivela, observar el microfilm. Tensar el cuello, los hombros. Sentir como si la hubieran agarrado del pelo y arrastrado por un pedregal.

A sus pies, el sendero de cemento se desliza. Ha caído como peso muerto. La vereda, el pasto que crece a un costado. El olor a tierra húmeda. La persona desconocida se cierne sobre ella, no sabe si tocarla, si intentar levantarla.

¡Se siente tan pesada! Clare pesa menos de cincuenta kilos, pero las rodillas, las piernas no tienen la fuerza suficiente para sostenerla.

Pero luego está sentada sobre algo hecho de piedra, un escalón, e intenta respirar. Un armazón de hierro alrededor del pecho.

Alguien le habla, alguien desconocido. Está preocupado por ella y le pregunta si tiene algún contacto a quien deba llamar, pero Clare insiste en que no, que no hay nadie…

—¡No! En serio, estoy bien. Estoy bien.

—¿Segura de que no quiere que llame una ambulancia? Está muy pálida…

—Gracias, pero no. ¡No!

Clare no lo mira a los ojos. No le importa quién pueda ser. La mejor estrategia es no mirar a los ojos a los desconocidos. Y menos si está sensible, distraída. Un desconocido que podría percibir lo mucho que le hace falta que alguien la ayude.

¡No, no! Lo último que quiere Clare es que la lleven a un hospital en una ciudad donde no conoce a nadie. Qué pesadilla que la hospitalicen en contra de su voluntad. En la confusión del momento, habría sido incapaz de decir el nombre del lugar donde está: Cardiff, Maine. No habría podido explicar de dónde viene ni adónde va.

Por lo pronto, se ha recuperado lo suficiente del desmayo. Se obliga a recuperarse. Se aleja, con paso firme, de modo que el desconocido no insista.

Pero ¿por qué te alejas? ¿No es este un encuentro con otra persona? Con otra vida, en cuya red caíste.

Pero no, no hay tiempo. Hay que seguir avanzando.

Al fin localiza su auto, un sedán compacto, gris metálico, que se ve más maltratado de lo que recuerda. En ese instante, Clare observa con detenimiento la chapa del vehículo, como si no la hubiera visto nunca antes. ¿Alguien alteró los números? ¿O será que no es su auto?

(Sí lo es. Revisa el interior, el asiento trasero donde dejó algo de ropa. Claro que es su auto).

No está segura de si debería conducir, aún le flaquean las rodillas y está mareada. Pero se reprende. Qué ridícula. Murieron hace mucho. Has vivido tanto tiempo sin ellos. Y ni siquiera los recuerdas.

El maleficio se evapora. O algo por el estilo: la sangre vuelve a fluir por el cerebro de Clare y le lleva oxígeno y claridad mental.

Ya está lo suficientemente bien como para abrir el auto, salir del estacionamiento.

Lo suficientemente bien como para volver… ¿adónde?

Necesita escapar en este instante. Beber, emborracharse. Hacerse un ovillo. Desaparecer.

¡Qué soledad! Tan devastador.

El plan es volver a la casa en el número 59 de la avenida Acton, guardar las cosas de inmediato, irse de ahí. Si las tías abuelas te reclaman o reprochan algo, sorprendidas o molestas, les dirás lo siguiente: Gracias por su hospitalidad, pero tengo que irme. ¡Adiós! No te detendrás; no te quedarás parada al pie de las escaleras como una niña lastimada. Si te insisten en que les des una explicación, no romperás en llanto. Al llegar a la puerta, les dirás con voz cordial: No quiero nada de este lugar. Venir fue un error. Quédense con la «herencia»; es suya.

¡Será un alivio conducir hacia el sur! Alejarse de las rocas de Maine, donde la neblina flota a la deriva sobre las carreteras como espectros.

Quieres la propiedad de Post Road. Esa casa.

En el viaje hacia el norte, hacia Cardiff, te sentiste extasiada. No quisiste escuchar ni música ni un audiolibro que pudieran distraerte de la euforia abrumadora. La posibilidad de recibir una herencia, cualquier herencia, te cautivó. La posibilidad de tener parientes, parientes vivos, te cautivó. Ni por un instante te detuviste a considerar lo que podría implicar algo así.

En la avenida Acton (que no es fácil de encontrar: calles desconocidas, casas desconocidas, varias veces se queda con la mente en blanco, sin tener idea de dónde diablos está ni qué es eso tan urgente que la impulsa a comportarse así), Clare estaciona el auto frente a la casa de piedra. En ese fresco día de abril, la casa y el terreno se ven descoloridos, como una fotografía desleída. Clare alcanza casi a distinguir las grietas en la fotografía, la mancha de una huella digital en una esquina.

Se pregunta si las tías abuelas la espían desde las ventanas del piso superior. Arañas gordas, de patas torcidas, que acechan en su telaraña, a la espera de que caiga el insecto esmirriado que quieren de presa.

Le lleva mucho tiempo bajar del auto, caminar (con cuidado) por el sendero de la entrada, poner un pie (tembloroso) en el primer escalón de la galería. Se siente desafiante, y unos segundos después el pánico se apodera de ella. Pero ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué volví? Un sueño en donde Clare es ella misma, pero también una observadora distante, estupefacta.

Entre el primer y el segundo escalón, se desmaya.

Entre una respiración y la siguiente, siente que se extingue.

…Y luego despierta, mareada, aterrada, sobre el colchón rígido del cuarto de arriba, adonde la llevaron. Clare tiene el vago recuerdo de que alguien la levantó de las escaleras, un hombre de rostro enrojecido, mirada distante.

Gruñía mientras la cargaba. Abrió la puerta de un puntapié.

A unos pasos, las tías abuelas rondan, murmuran, ululan como aves sobresaltadas. Quien haya cargado a Clare, quien la subió y la dejó en la cama, ya no está. Solo queda un aroma a ceniza y el dolor sordo de los dedos que la apretaron.

Cardiff junto al mar

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