Читать книгу Cardiff junto al mar - Joyce Carol Oates - Страница 18

7

Оглавление

—¿Clare? ¿Querida? Hora de desayunar.

—…hora de desayunar, ¡querida Clare!

La despiertan unas voces provenientes de las escaleras.

Son voces animadas con un toque regañón: Clare se ha quedado dormida, son más de las nueve.

Observa el reloj con incredulidad. ¡Nueve y cuarto de la mañana! Clare acostumbra despertarse antes de que amanezca, para las siete de la mañana ya está levantada. La asombra haber dormido doce letárgicas horas en la cama con dosel de la habitación de huéspedes de sus tías abuelas. Y aun así siente pesada la cabeza y no logra enfocar, como si, en vez de dormir profundamente, se hubiera pasado la noche entera intentando leer un texto muy de cerca.

Las voces entusiastas, desenfadadamente íntimas, están del otro lado de la puerta.

—¿Tienes hambre, querida?

—Te preparamos un desayuno especial, cariño…

Agitan el picaporte en señal de advertencia, pero (¡al menos!) la puerta no se abre de golpe.

Clare mira fijamente el picaporte. Los pelos de la nuca se le erizan con terror infantil.

De inmediato contesta a las tías abuelas que bajará cuanto antes. Lamenta mucho haber dormido hasta tarde…

—¡No hay apuro! ¡No hay apuro!

—…nuestra dormilona.

Risas como cristales que se estrellan. Clare se estremece.

Desorientada y aturdida por el sueño, intenta lavarse la cara en el baño contiguo a la habitación de huéspedes. Todo brilla demasiado: las paredes blancas de azulejo, el piso. En el techo, un resplandor blanco. En un rincón del techo, los restos de una telaraña destruida que apenas si se mueven…

Clare se estremece. Más tarde se deshará de la telaraña.

En un espejo vetusto que está sobre el vetusto lavamanos, ve el rostro pálido, el cabello enredado. Los hombros desnudos, los pechos que se ven vulnerables, como avergonzados; los pezones duros como semillas, alertas y cautelosos.

¡Las axilas! Clare se las limpia ferozmente con una toalla de manos.

No tiene la menor idea de cómo usar la vieja ducha que está dentro de la gigantesca bañadera blanca. Los grifos se niegan a girar y hacen que las cañerías ancestrales gruñan. La ducha parece un girasol con lepra.

Tendrá que preguntarles a las tías abuelas cómo es que se opera la maldita instalación. Ahora no tiene tiempo de darse un baño, de llenar la bañadera con agua caliente, meterse con cautela y deslizarse en su interior como si fuera un sarcófago romano.

(Además, la bañadera no está del todo limpia. Tiene manchas que parecen telarañas y unos pelos sueltos).

¡Qué noche de sueños agotadores! Menea la cabeza para sacárselos de encima.

¿Por qué vino? ¿Dónde está exactamente?

Al volver a la habitación, se viste con una premura infantil. Teme que la sorprendan medio desvestida. ¡Descalza! Es imposible correr con los pies descalzos.

Clare mueve los dedos con dificultad. Hay una extraña desconexión entre su cerebro y sus dedos, sus extremidades. Lo que sintió alguna vez al tomar fármacos para dormir; no barbitúricos potentes, sino solo un relajante muscular, pero con un efecto desagradable al día siguiente. Claro: sabes que te envenenaron. Anoche.

Respira por la boca, trata de guardar la compostura. De su valija (que pareciera haber sido sacudida, revuelta por dentro) logra sacar ropa interior y prendas limpias. ¡Las tías abuelas! Quieren sacarme del testamento de su hermana ante el tribunal sucesorio; quieren quitarme mi herencia. Para emprender el viaje en auto hacia Cardiff, el día anterior, Clare se puso un suéter, unos jeans y sus zapatillas habituales. Pero ha traído también ropa formal para reunirse con Lucius Fischer esa mañana.

—Lucius… él será mi aliado.

Clare tiene los dedos tan entumecidos que tarda varios minutos en vestirse como se debe. Y aún le falta el cabello; mira su reflejo en el espejo de un aparador: una Medusa aturdida.

¡Qué vergüenza! En circunstancias normales se habría dado una ducha, se habría lavado el pelo o al menos se lo habría humedecido y peinado. Pero ya es demasiado tarde.

Como un garabato salvaje, así tiene el pelo. Los ojos dilatados registran su perplejidad.

No hay escapatoria más que por las escaleras. Se dirige hacia las voces en apariencia amistosas. Llega a la habitación donde se sirve el desayuno, y se protege los ojos de la luz solar que entra por los ventanales que van del piso al techo. Tiene la boca muy seca. Siente los ojos agigantados, expuestos. Las tías abuelas se giran para ver a su invitada, sonríen con entusiasmo. El ridículo cabello flamígero de Elspeth se alza por encima de su rostro pálido y empolvado; el cuerpo morrudo y compacto de Morag la planta con firmeza en el suelo. Al parecer han estado hablando con alguien sobre Clare, pero la identidad de esa tercera persona, sentada al fondo de la mesa del desayuno, a Clare le resulta imposible de determinar. Los ojos de las viejas ancianas centellean de una forma que incomoda a Clare.

—Para desayunar hay avena…

—…preparada al más puro estilo escocés, con el grano partido, no arrollado.

—…un chorrito de leche…

—…azúcar morena…

—…pasas. ¡Apúrate!

Instan a Clare a sentarse en el lado más cercano de una mesa alargada cubierta con un mantel de plástico color mostaza.

¡Avena! Hace muchos años que Clare no come avena. Recuerda que le gustaba cuando era chica; últimamente, ya no tanto. Las tías abuelas han preparado un menjunje especialmente espeso y pegajoso que empieza a cuajar en las orillas del tazón. Clare toma la cuchara; es la misma «cuchara de bebé», manchada y de plata, del día anterior.

Clare está decidida a comer el desayuno que le prepararon sus tías abuelas, como para demostrar a las ancianas que agradece su hospitalidad, su generosidad. No le desagradan ni tampoco les teme; eso sería absurdo.

No obstante, alcanza a ver que, en el menjunje grisáceo del tazón, las pasas parecen moverse.

—¡No le gusta nuestra avena, Morag! —exclama la tía abuela de cabello color mandarina.

—¡No le gusta tu avena, Elspeth! —exclama la tía abuela con la columna torcida.

Avergonzada, Clare aprieta con más fuerza la cuchara de bebé. Claro que las pasas no se mueven. Su desayuno favorito es la avena con un chorrito de leche caliente.

—Has avergonzado a nuestra querida sobrina; ahora siente que debe comérsela.

—Bueno, tiene que comer. Está creciendo… y las chicas en edad de crecimiento deben comer.

Mientras Clare se esfuerza por llevarse a la boca la cucharita percudida, por masticar, por tragar el coágulo de avena glutinoso, por evitar las pasas, las tías abuelas gravitan a su alrededor, aleteando inquietas. ¿Tienen algo siniestro, o es nada más que se preocupan por Clare, fascinadas como a cualquiera le fascinaría (quizá) una desconocida que ha llegado diciendo que es pariente… y heredera?

Clare tiene preparada una pregunta crucial que quiere hacerles a las tías abuelas: ¿por qué la dieron en adopción si es obvio que la familia Donegal tiene dinero? ¿Acaso nadie en la familia la quería?

Pero… ¿cómo se atreverá a plantearla? Se le quiebra la voz apenas empieza a hablar. Se le cierra la garganta.

¡La maldita avena es más espesa que melaza! Verterle leche caliente no sirve de mucho.

—¿Está demasiado caliente, querida? O…

—¿No lo suficiente?

La diligencia de las tías parece genuina. Clare se pregunta si alguna vez han recibido huéspedes.

Elspeth lleva una bata de seda marrón cerrada con un cinturón ancho. Podría ser un vestido de fiesta anticuado o un atuendo apropiado para ocasiones festivas; lo más extraño es que el escote se abre cuando hace movimientos bruscos y revela su pecho huesudo. Además, se ha empolvado tanto la cara que parece un payaso fantasmal; las cejas arqueadas, que tan glamorosas le parecieron a Clare la noche anterior, han sido pintadas con mano temblorosa esa mañana, al igual que los labios rojizo-anaranjados. Morag, la de la cara de pug y cuerpo compacto, con el cabello alborotado y sin peinar, lleva al parecer un práctico pijama de franela debajo de una bata de dormir hecha de una tela áspera, como lona. Tiene los ojos regocijados, clavados en Clare.

—A nosotras no nos gusta nuestra avena —comenta Morag con malicia—. Dista mucho de la avena que sirven en el Ritz.

—Bueno, a nuestra invitada seguro le resultaría más agradable si estuviera caliente, por lo menos. Alguien dejó que se enfriara y se cuajara…

Alguien apagó la hornalla…

Alguien tiene que ser más cuidadosa, o terminarán viniendo los bomberos… ¡de nuevo!

Clare esboza una sonrisa incierta. Se ha dado por vencida con la avena, pero no suelta la cucharita para que las ancianas no sospechen que no le gusta la comida.

Se toma un tiempo para observar a la cuarta presencia dentro de la habitación: un hombre, de edad indeterminada, que no se ve viejo ni joven, que no sonríe ni frunce el ceño, que se muestra indiferente a Clare, pero también ante las tías abuelas parlanchinas, y que inclinado sobre la mesa, apoyado en los codos, blande una cuchara en la mano izquierda mientras la derecha se posa en la superficie, con los dedos tensos como garras.

Es sorprendente. Esa persona, un desconocido, por alguna razón le resulta familiar a Clare; sus facciones se parecen a las de ella, aunque de forma indirecta: algo en los ojos, en la nariz…

Tiene un pico de viuda pronunciado, cabello oscuro con hebras de plata, rostro afilado, de pómulos salientes. No es muy amistoso. Sin embargo, mira a Clare con los ojos entrecerrados, de reojo. Junto a su tazón de avena, un periódico doblado a lo largo.

Es desconcertante para Clare que esa persona se parezca a ella lo suficiente como para decir que son parientes; aunque, cuanto más lo observa, menos segura está de que eso sea cierto.

Tiene la piel áspera, picada incluso, de color plomizo. La de ella es clara y tersa.

Él tiene una expresión amarga, poco generosa. Ella siempre sonríe, trata de agradar.

Daría la impresión de que a esta persona comer le resulta un desafío, pues sostiene la cuchara de forma extraña entre los dedos de la mano izquierda, pero las tías abuelas no le ofrecen ayuda ni lo molestan, se da cuenta Clare.

Una atrofia muscular, piensa Clare con un dejo de compasión. Quizá también algún daño neurológico. Su mirada es pétrea, distante.

—¡Gerard, cariño! Ella es tu sobrina… Clare…

—…una nueva sobrina, cariño. Es nueva para todos, una sorpresa…

Gerard frunce el ceño en dirección a Clare, aunque no parece registrar su existencia. Representa una intrusión, al parecer; una interrupción del desayuno y de la lectura del periódico. A regañadientes asiente, masculla algo que podría ser un «hola».

A menos que sea un murmullo enigmático, ho.

—Clare, cariño, nuestro sobrino Gerard, que vive en esta casa, con nosotras, desde que su madre falleció…

—El hermano menor de tu padre, Clare…

—No, Gerard era mayor…

—Claro que no. Era menor…

—Menor que Conor en ese entonces. Pero ahora Gerard es mayor.

—Bueno, claro que es mayor. Cada año es más mayor.

—¡Es justo lo que dije! Cada año es más mayor.

Gerard es un hombre delgado, de aspecto lobuno y pómulos pronunciados, suspicaz, a quien le incomoda que hablen de él como si no estuviera ahí. Su expresión recuerda la angustia tormentosa del mártir San Bartomoleo tal como aparece en el óleo de Casolani del siglo xvii. Clare sospecha que, de forma deliberada, las ancianas tías abuelas ponen a prueba la paciencia del sobrino con tanto parloteo que disimulan bajo un velo de protección amistosa.

—Aun así, como puedes ver… Gerard no es muy mayor. Gerard es…

—…para nosotras, sigue siendo un muchachito.

Clare percibe en Gerard cierta deformidad. Sus ojos, que tienen un parecido desconcertante con los de ella, están hundidos en las cuencas, rodeados de sombras. De la barbilla le salen vellos hirsutos, y tiene ligeras cortaditas sanguinolentas en las mejillas, como si se hubiera afeitado deprisa o sin mucho cuidado. Pareciera tener la oreja izquierda mutilada, y ambas orejas están enrojecidas. Las prendas de ropa que lleva no combinan: un saco de tweed que le queda holgado, una remera negra, pantalones de corderoy. El saco de tweed es viejo y tiene los codos desgastados, pero al parecer es de una lana de muy buena calidad; la remera negra le infunde un aire desaliñado pero sacerdotal.

—¡Hola! Qué gusto conocerte… Gerard.

El nombre suena demasiado íntimo… Gerard. Clare se pregunta si lo esperable era que lo llamara Tío Gerard.

Aunque está muy incómoda, Clare logra transmitir cierto optimismo, un cálido entusiasmo. Ante la duda, lo más sensato es que una joven atractiva finja ingenuidad. Quiere caer bien… sin duda. ¿No es Clare una pariente perdida de Gerard que por error fue dada en adopción al quedar huérfana? ¿No debería Gerard darle la bienvenida con una sonrisa de asombro?

¿No debería Gerard levantarse, correr hacia ella, abrazarla? ¿Amenazar con quebrarle una costilla con la fuerza de su abrazo?

¿No debería Gerard darle un beso en la mejilla, reírse alegremente ante ella, con ella?

Pero Gerard, con el ceño fruncido, no hace más que encogerse de hombros bajo el saco de tweed. Clare escucha que masculla algo como o eh. No cabe duda de que le molesta que lo distraigan del periódico doblado junto a su tazón de avena.

—Soy Clare. Tu… ¿sobrina? O sea, una de tus sobrinas…

¡Qué absurdo! Clare siente que le arde la cara de vergüenza. Cuando eres niña, te sientes vulnerable ante individuos como Gerard, chicos un poco más mayores que te intimidan con su comportamiento aparentemente hostil, inescrutable; se nota que sienten desdén o desprecio por ti, aunque sea imposible imaginar el motivo, porque no has hecho nada para perjudicarlos. Sin saber por qué, insistes, sonríes hasta que te duele la cara, con la esperanza de despertar una sonrisa fría en el otro, aunque sepas que es inútil intentarlo.

Pero Clare ya no es una niña. Clare Seidel tiene treinta años. Además, es mucho más atractiva que el tal Gerard Donegal de piel plomiza, a quien en otro contexto ni siquiera se habría detenido a mirar. Clare debería haber superado hace mucho esa zona de riesgo infantil de la que no puedes escapar porque tus agresores son tus compañeros de escuela y no tienes más remedio que compartir el espacio con ellos, como en un círculo del infierno especialmente congestionado, producto de las maquinaciones de adultos con buenas intenciones.

Las tías abuelas insisten, provocadoras.

—Clare es tu sobrina, Gerard. Te hablamos de ella ayer. ¿No te acuerdas? Es hija de…

—…sí que te acuerdas. De Conor.

Gerard frunce el ceño y hace una mueca. Niega con la cabeza, no.

Clare no sabe bien cómo interpretarlo. ¿Gerard no recuerda a su difunto hermano, Conor, o prefiere no recordarlo? O quizá no está convencido de que la joven a la que acaban de presentarle, que no deja de sonreírle con gesto esperanzado, es en verdad su sobrina.

—Clare es la hija menor de Conor, Gerard…

te acuerdas, no tengo dudas.

Clare se distrae al escuchar el nombre de Conor mencionado con tanta frecuencia y de forma tan casual.

Es la primera vez que escucha el nombre «Conor» en voz alta, o eso cree. A menos que Lucius Fischer lo haya mencionado por teléfono. Pero Clare no se acuerda.

El nombre suena mágico, la hace querer llorar y sonreír de felicidad. Mi padre.

Así como su madre era una mujer llamada Kathryn. Mi madre.

A Clare la abruma el misterio que no tiene idea de cómo resolver, la realidad de que los tres desconocidos que están con ella en esa habitación no solo son sus parientes consanguíneos, sino que alguna vez conocieron a su padre y pueden hablar de él de forma casual si lo desean… Conor.

Y es que, durante toda su vida consciente, Clare ha aceptado sus circunstancias: es huérfana. No tiene parientes. Y ahora…

Clare ha estado examinando el acta de nacimiento que su madre Hannah le envió por correo prioritario. Un documento oficial que seguramente había visto antes, pero al que le dio tan poca importancia que lo olvidó por completo.

¿Por qué habría de importarme quién fui? Me dieron en adopción; no les importaba nada.

A Clare no le había parecido que los nombres de sus progenitores (biológicos) fueran de personas reales, tal como los nombres de lugares remotos no parecen del todo reales. Se acostumbró a pensar que esos desconocidos habían fallecido cuando ella nació, como si el nacimiento de Clare hubiera desencadenado la(s) muerte(s) de ellos; aunque no había tenido motivos reales para pensar algo tan extraño. Siempre supo, o debió saber, que la habían dado en adopción a los dos años, casi tres. No recién nacida.

—¡Clare es nuestra huésped, Gerard! También la tuya.

—Clare vino a visitar al señor Fischer, Gerard. Nuestro abogado.

—Que también es tu abogado.

—Vino en auto desde Filadelfia, ¿no es increíble? En su auto, sola.

—Por lo del testamento… el testamento de tu querida madre. Te acuerdas…

Ella también es heredera. Clare, tu sobrina.

—De la antigua granja en Post Road, cariño. Me temo que… sí…

—¿Sabes qué? Deberías llevar a Clare cuanto antes a que conozca la propiedad que acaba de heredar…

—…una oportunidad para que Clare y tú se conozcan…

—…a menos que…

—…a menos que, claro…

—…prefieras no hacerlo.

Las palabras permanecen un momento en el aire, provocadoras. Prefieras no hacerlo.

En ese momento, Gerard se levanta de golpe de la mesa. Arrastra la silla por el piso de madera.

Emite un gruñido, como de desdén, de escarnio. Muestra los dientes amarillentos, con una mueca irritada. Los ojos le bailan en las cuencas, pero no mira a Clare; no la ha mirado ni una sola vez. Con la mano izquierda, la buena, agarra su gorra y el periódico doblado, y sale de la habitación de forma aparatosa, por la puerta trasera.

A su paso deja un olor a ceniza, a cuerpo y cabello de hombre sin lavar. Ni siquiera una mirada por encima del hombro.

Las tías abuelas quedan desconcertadas; abren los ojos como platos, con algo de avestruces alarmadas. Chasquean la lengua. Clare se pregunta si no estarán complacidas de que su parloteo inquisitivo haya logrado correr al ceñudo sobrino de su vista.

—¡Ay, querida! Lo lamentamos mucho, muchísimo, Clare…

—Nuestro sobrino Gerard no suele ser tan…

—…grosero…

—…tímido. No se siente cómodo con gente que no conoce…

—…ni aunque sean sus parientes…

—…retraído, poco sociable…

—…obstinado, testarudo…

—…una conmoción muy fuerte, el trauma…

—…era brillante

—…tan brillante como Conor…

—…¡no! No tanto…

—…es cierto. Cuando entró al seminario…

—…no tan brillante como Conor, no…

—…más diligente que Conor, a decir verdad…

—…devoto. Obediente.

—Bueno, Dios lo guarde…

—…¡Debería! Después de lo que hizo Dios…

—…¡shhhh! ¿Crees que Dios no nos escucha?

Las tías abuelas le confiesan a Clare que el «tío soltero», Gerard Donegal, alguna vez tuvo la intención de ser jesuita. Fue seminarista en el Seminario de Saint Joseph, en Portland, Maine, hasta que tuvo que dejarlo por «razones personales, familiares», y volver a casa, a Cardiff, a vivir con sus padres.

Desde la muerte de su padre, quedó encargado de llevar en auto a su madre viuda adonde ella necesitara ir; en el último tiempo principalmente a sus turnos médicos y a misa en la iglesia de St. Cuthbert. Todo el mundo estaba de acuerdo: Gerard había sido un hijo devoto. Contribuía con el mantenimiento de la casa y el terreno, y ahora se ganaba la vida haciendo trabajos ocasionales en el barrio.

No obstante, hasta la fecha seguía en una especie de peregrinaje religioso propio.

¿En serio? Clare no lo podía creer. La mueca dolida, la dentadura amarillenta, la mirada distante no le habían dado indicios de lo que llamamos vocación religiosa.

—¡Oh, claro que sí! Gerard no es un alma muy sociable, ¡como habrás visto! Pero es un trabajador muy confiable. Corta el césped, poda árboles, barre las hojas secas con un rastrillo de verdad y no con uno de esos malditos sopladores de hojas… esos rastrillos grandes, enormes, que ya no se consiguen en ningún lado. Es capaz de cavar, y cavar, y cavar, donde sea que se lo pidas. Limpia la nieve de las cocheras. Trabaja bajo la lluvia, bajo la nieve. Quita la maleza. Sabe reparar techos, chimeneas. Y también ventanas rotas. Sabe pintar, tan bien como cualquier profesional, pero por menos dinero. Claro que sabe usar armas, rifles, revólveres. Se lo puede contratar para que mate a las marmotas, los mapaches, cualquier peste que destruya jardines. (Gerard jamás mataría a un venado, aunque Cardiff está repleto de venados de cola blanca. Es ilegal cazar venados dentro de los límites de la ciudad, pero Gerard los ahuyenta cuando se lo piden). Hay montones de damas en toda la avenida Acton que dependen de él: «¿Qué haríamos sin Gerard Donegal?», dicen. Entró al seminario a los diecinueve porque quería servir a Dios y ser sacerdote, y durante una temporada fue feliz ahí. Su mamá estaba orgullosísima de él, todos estábamos orgullosos, pero luego…

—Bueno, te puedes imaginar que a los diecinueve era muy joven

—A los diecinueve ya no eres tan joven. Sobre todo para un seminarista de primer año…

—A los diecinueve, Gerard era un muchachito muy joven. Hasta ingenuo, según algunas personas. Demasiado devoto.

—El esfuerzo de trabajar tanto, de aprender latín, la presión de ser digno del sacerdocio…

—…de ser tan bueno

—…un mediador de Dios…

—…de Jesús…

—…fue demasiado para el pobre Gerard, creemos…

—Y luego, la tragedia de nuestra familia…

—¡Pobre Gerard! Todo terminó de forma tan… abrupta…

—¿Qué dices? ¿No sería más bien pobre Conor?

Conor, Gerard… ¡nuestros queridos sobrinos! Que Dios se compadezca de nosotros.

Clare ha estado prestando mucha atención. Se siente como una niña en presencia de adultos maliciosos que hablan rápido y con un código secreto. No logra absorber el significado de lo que dicen. Tiene que atender con todos los átomos de su ser. ¿Qué están insinuando las tías abuelas?

Clare se escucha decir con timidez:

—Supongo… que… entonces… no… no están… ¿vivos? Mis padres, digo.

Sobresalto y silencio. Elspeth y Morag intercambian la mirada más breve posible, pero no contestan, como si su pariente joven e ingenua hubiera enunciado una obscenidad.

Claro que tus padres están muertos. Nadie se atreve a hablar de ellos.

¿Qué pensaste, que habían estado vivos todos estos años… a la espera de que llegaras?

Clare no quiere mirar a las tías abuelas y descubrir cómo la miran ellas a su vez: ¿con compasión?, ¿empatía?, ¿indignación?

Les agradece el desayuno y se ofrece a recoger la larga mesa cubierta por el mantel de plástico color mostaza, pero Elspeth la frena con un siseo.

—¡Por favor! De ninguna manera, Clare. Eres una invitada en la casa de Maude Donegal.

Morag la secunda con fervor.

—Exacto, sí. Yo me encargo de la mesa. Creo que me toca a mí. —Se levanta con esfuerzo sobre las piernas morrudas y larga una risa nasal, como si hubiera recordado un chiste privado.

Al parecer, las tías abuelas se turnan las tareas del hogar. Le dicen a Clare que, hasta que llegue el día del juicio sucesorio y se defina la voluntad de su hermana, no tienen más remedio que prescindir del personal doméstico.

—¿Turnos? ¡Mírala nada más! Yo hago casi todas las tareas de la casa.

Morag se ríe de forma cordial.

—¡Claro que no! ¡Calumnias!

—¿Calumnias? ¿En serio?

Yo me encargo de las finanzas y del trabajo mental, que es mucho más pesado…

Mientras las hermanas discuten, Clare se acerca a una ventana para echar un vistazo al exterior. ¿Adónde habrá ido Gerard? Solo alcanza a ver un cerco de ligustro descuidado que se extiende bajo la lluvia por un sendero de adoquines rotos. Gerard se fue en esa dirección, pero no se lo ve por ningún lado.

—¿Gerard vive en esta casa con ustedes? —pregunta Clare.

—Gerard vive en la casa de su madre, al igual que nosotras —contesta Elspeth.

Nosotras no somos Donegal, Morag y yo, ¿sabes? El apellido de nuestra familia es Lacey.

Elspeth se expresa con orgullo, como si el apellido Lacey fuera a impresionar a Clare. Morag aclara el asunto.

—Es nuestro apellido de solteras: Lacey.

—¡No seas ridícula! Lacey es el apellido de nuestra familia, no nuestro apellido de solteras… porque no estamos casadas.

—¡Pero claro que no estamos casadas! Yo al menos no lo estoy —contesta Morag entre risas enérgicas.

—Entonces no podemos tener un apellido «de solteras», si no estamos casadas. Solo tenemos el apellido que tenemos. A veces siento que hablo con una bruta obstinada que no entiende ni las cosas más básicas.

Elspeth suelta una risa amarga y pone los ojos en blanco.

Pero Morag está decidida a atraer la atención de su sobrina.

—Maude fue la hermana Lacey que se atrevió a casarse. Tuvo la valentía que no tuvieron otras… de «reproducir la especie». Para algunas personas, es un desafío insuperable.

—Y se casó muy bien. Un caballero maduro…

—…Le-land…

—Pero jamás nos dio la espalda… no por mucho tiempo.

—¿De qué hablas? ¿Cómo que no por mucho tiempo? Maude fue siempre generosa con su familia.

—…casi siempre…

—…y cuando la tragedia le arruinó la vida, necesitó que sus hermanas estuviéramos a su lado…

¿Tragedia? Deben referirse al accidente automovilístico, piensa Clare. Pero no se atreve a indagar más sobre ese tema tan sensible.

Las tías abuelas le cuentan a Clare que Gerard tuvo que abandonar el seminario pocos meses antes de que lo ordenaran. Una tragedia terrible para el joven, que llevaba esforzándose mucho unos cinco, seis años.

—El tiempo que se requiera para volverse jesuita. Es mucho tiempo. Y él había sido tan devoto, tan espiritual, nada que ver con quien es ahora. De hecho, Gerard fue quien descubrió… el accidente.

Clare se queda muy quieta, muy atenta. ¿El accidente?

—La escena fue muy traumática para Gerard. Nunca se recuperó. Tuvo lo que se conoce como una «crisis nerviosa». Y nunca se recuperó.

—¡Y qué tragedia terrible para la Iglesia perder un sacerdote tan devoto! Todos los que lo conocían decían que el destino de Gerard era ser sacerdote… se le veía la santidad en el rostro cuando era un jovencito.

—Cantaba en el coro… el soprano más puro…

—No como Conor. Él no era de los que podía renunciar al mundo por Dios, como Gerard…

—¡Ay, Conor! Y pagó un precio altísimo también… por amar al mundo demasiado.

—Por amarla a ella demasiado.

—¡Ay! Que Dios bendiga su alma.

—Que Dios bendiga las almas de todos.

Clare escucha con ansias, agradecida. ¿Amarla? ¿Hablaban de su madre, Kathryn? Clare cree que, de una forma enloquecedoramente indirecta, las tías abuelas le están revelando información crucial.

—El accidente… —dice Clare—, ¿es el accidente en el que murieron mis padres? ¿Un accidente automovilístico? —Elspeth mira de reojo a Morag con gesto amenazante: No digas una sola palabra. Pero lo hace muy abiertamente. Clare supone que se espera que ella lo note y que siga indagando—. Dijeron que Gerard «descubrió» el accidente. O sea, ¿en la calle? ¿En una autopista? ¿Fue a buscarlos en su auto? ¿A eso se refieren?

Clare siente que está dando manotazos, como una nadadora exhausta a punto de ahogarse. Pero las tías abuelas solo la miran como espectadoras en la costa, con curiosidad, sin una pizca de bondad.

Elspeth suspira de nuevo, fastidiada. Morag aprieta los labios cuasi inexistentes, en un intento por contener la risa.

—¿Quién dijo que Gerard descubrió a alguien en una autopista? Para nada. Gerard fue quien… (nunca hemos sabido los detalles, porque nunca nos los contaron)… fue quien descubrió los…

—…los cuerpos…

—…los restos, iba a decir. Creo que el término preciso es «restos».

—¡Restos es una palabra horrible! Ya cállate.

—Cállate . Eres una ridícula.

Clare se siente mareada, desorientada. Le cuesta seguir sonriéndoles con dulzura a las viejitas que se miran la una a la otra y la ignoran, como si no fuera la persona con quien hablan.

Han disparado una ráfaga de flechitas directo a su corazón. No tiene idea de cuán malherida está, por el momento.

—¡Lo siento! No puedo más —dice antes de retirarse a su habitación, en el piso de arriba. Una vez ahí, en el baño vetusto, sucumbe a un ataque de arcadas, asomada por encima del inodoro ancestral, sudorosa y abatida; logra al fin vomitar un liquidito rancio. Pero lo que la tiene mal ya formó una bolita pegajosa y dura en el estómago que parece imposible de expulsar.

¿Me odian por ser una de las herederas de su hermana?

¿Creen que no tengo derecho a estar aquí porque no soy una de ellas?

Y ¿han vuelto a envenenarme?

Cardiff junto al mar

Подняться наверх