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—¡Señorita Seidel! Tome asiento, por favor.

Lucius Fischer le estruja la mano a Clare de forma vigorosa; se la suelta casi de inmediato. Cuando la mira fríamente a los ojos, inexpresivo, Clare entiende al instante que no puede haber química entre ella y ese abogado de mediana edad, ningún vínculo especial. Algo que tenía acumulado y que le tensaba el pecho se le hunde, se desmorona como una montaña de arena.

¡Qué tonta! Al teléfono, la voz de barítono de Lucius Fischer la había hechizado, de alguna manera. Como si en Cardiff, un lugar lejano del que no había oído hablar sino hasta hacía poco, hubiera esperado encontrar una especie de romance (improbable), una intriga sexual.

Un amigo, al menos. Alguien a quien importarle.

Al teléfono, Fischer le había hablado como un confidente. No había sido pura imaginación suya, ¿o sí?

Había parecido prometerle algo: Te guiaré en este proceso, Clare. Confía en mí.

Con detenimiento, Fischer le explica que es el albacea del testamento de Maude Donegal, además de ser el abogado que redactó ese testamento. Le explica que es un testamento inusualmente complicado, porque se lo reescribió varias veces en las últimas dos décadas.

—Hubo un testamento original que esbozó un antiguo socio del estudio —dice Fischer y menciona un nombre que a ella no le dice nada—. Pero el testamento original cambió, claro. Y después de la muerte de Leland Donegal cambió de nuevo.

Clare se pregunta por qué le da esa información. ¿Hay algún misterio en el testamento de su abuela? ¿Alguna irregularidad en términos legales? Le intriga que Fischer hable de las hermanas Lacey, Elspeth y Morag, «sus extraordinarias tías abuelas, solteronas de otra época». Tanto Elspeth como Morag estudiaron en la Universidad de Maine en los años sesenta. Ambas se graduaron como pedagogas y trabajaron en escuelas públicas. Elspeth fue directora de un secundario, muy admirada (y temida). Morag dio clases de matemáticas y entrenaba al equipo de arquería de la escuela. Ambas participaban en las actividades parroquiales de la iglesia de St. Cuthbert. Gerard, su sobrino (el hijo menor de Maude Donegal), fue seminarista jesuita en Portland cuando tenía poco más de veinte años.

—Se dice que Gerard era una joven promesa. Claro que entonces yo no lo conocía; solo supe de su existencia después.

¿Después? Clare toma nota.

Fischer le cuenta que entró en contacto con los Donegal por medio de Leland Donegal, a quien tomó como cliente luego de que un antiguo socio del estudio se jubilara. Leland había heredado el negocio maderero de la familia Donegal, «una de esas familias de antaño que hizo su fortuna talando los bosques de Maine», y era muy pudiente, para los estándares de Cardiff.

Pero resultó que Leland no tenía interés en los negocios. Quería ser un filántropo famoso, como los Carnegie y los Rockefeller. Había donado lo que debían haber sido millones de dólares a toda clase de causas —becas para estudiantes de bachillerato, museos y universidades, hospitales, iglesias—, hasta que al fin el dinero empezó a escasear.

—Fue un poco embarazoso, está claro. Leland había prometido donar un millón de dólares al seminario jesuita donde estudiaba Gerard, pero tuvo que romper su promesa, lo cual fue humillante para la familia. Y no fue la única promesa que rompió.

Clare habría querido saber más sobre el joven Gerard: ¿habría sido en ese entonces así de antisocial? ¿Tendría ya alguna malformación o algún tipo de discapacidad? ¿O le pasó algo? Pero no quiere que Lucius Fischer se quede con la impresión de que es una chismosa.

—Y… mis padres… ¿están…?

Clare titubea. Pero ya sabe la respuesta.

Si a Fischer lo desconcierta la pregunta, es demasiado cortés, demasiado profesional, como para que se note.

—¿Sus padres, señorita Seidel? Supongo que ya lo sabe… Me temo que ya no viven. —Ya no viven. Qué forma tan rara de decirlo—. Fallecieron… están muertos desde el 6 de enero de 1989.

—Ya veo. —Clare esboza una sonrisa inane. Se limpia los ojos. No está segura de haber escuchado bien—. Quiere decir… ¿los dos? O sea… ¿ambos?

—Me temo que sí. Los dos.

—¿El mismo día? ¿Los dos… al mismo tiempo?

—¿Nadie le ha contado los detalles, señorita Seidel?

—Creo… creo que sí, pero…

Claro que lo sabe. Siempre lo ha sabido. Tiene que haberlo sabido desde siempre. Los Seidel se lo contaron (¿o no?). Pero eso fue hace años. Está segura de que fue hace muchos años.

Qué fantasía tan patética, que uno de sus dos padres siguiera vivo y que pudiera «reencontrarse» con alguno de los dos en Cardiff, Maine. De pronto siente el impulso de reírse con amargura.

Ayúdeme, por favor. Estoy muy sola. Por favor.

Clare sacude la cabeza para despejarse. ¿Cómo diablos se le ocurrió algo así? Se le sube el rubor a la cara, y teme que el abogado (avergonzado, desconcertado) le esté leyendo la mente.

Con cierta rigidez y como disculpándose, el abogado dice:

—Lamento perturbarla, señorita Seidel. Si puedo ayudarla en…

—Sí. ¿Puede contarme cómo murieron mis padres?

—¿Cómo murieron? Bueno, creo que nunca se confirmó exactamente cómo ocurrió. No estoy al tanto de los detalles, porque en ese entonces no vivía en Cardiff… —Fischer habla con recelo y cierta reticencia—. El mejor consejo que puedo darle es que busque los obituarios, señorita Seidel. Y otros archivos públicos. Probablemente no los encuentre en internet, pero sí en el Cardiff Journal, en la sección de microfilms de la biblioteca del condado. Sería lo más práctico.

—¿Murieron en un accidente automovilístico? ¿En un choque?

—Quizá fue un accidente de alguna índole. Es posible. Pero creo que debe leer más al respecto. Ese es mi consejo.

—¿Qué tipo de accidente fue?

Clare imagina una explosión en la autopista interestatal. Un camión con doble remolque, un automóvil hecho polvo. En ese instante se pregunta por qué no estaba ahí con sus padres. ¿Dónde estaría ella?

—Como ya le dije, señorita Seidel, en ese entonces no vivía en Cardiff ni tenía ningún vínculo profesional con su abuelo, Leland Donegal.

Hay una pausa. Es demasiada información en muy poco tiempo. Difícil de procesar. Clare se siente como atrapada en un vehículo que desciende en picada por una curva, incapaz de tomar el volante, incapaz de pisar el freno.

En un intento por cambiar de tema, Fischer le pregunta a Clare si quiere tomar café.

—La recepcionista puede traerle uno, si usted quiere.

Clare le agradece, pero rechaza el ofrecimiento. Se siente tan frágil que aprecia mucho el gesto de amabilidad.

Pero Fischer está decidido a desviar el tema de la muerte de los padres de Clare y le pregunta, con un exceso de gentileza, qué le ha parecido Cardiff. ¿Cómo se lleva con sus tías abuelas? ¿Qué tal estuvo el viaje por la costa desde Bryn Mawr?

Clare escucha sus propias respuestas titubeantes. Dedica una parte del cerebro a lo que se conoce como charla casual.

—¿Sabía que Cardiff originalmente se llamaba Cardiff junto al Mar? Pero ya nadie le dice así, y la mayoría de sus residentes lo ha olvidado.

Luego le hace unas preguntas personales, amistosas. Fischer la está preparando, piensa Clare. Tiene cuidado de no alterarla demasiado mientras se encuentren en aquella oficinita.

Clare le cuenta a Fischer que hizo una licenciatura en la Universidad de Minnesota, y luego un doctorado en Historia del Arte en la Universidad de Chicago, pero que casi no se ha dedicado a la docencia. En cambio, se ha dedicado a solicitar financiamientos para continuar con su trabajo de investigación: recibió una primera beca de la Fundación Guggenheim que le dio la libertad para escribir una monografía sobre la vida y obra de Gertrude Käsebier, que luego publicó una editorial especializada en libros de arte y recibió buenas reseñas en revistas académicas. Ahora tiene una segunda beca del Instituto de Investigaciones en Humanidades de Bryn Mawr. Al ponerla en esos términos, la vida de Clare —que a ella le parece sobria, mínima y hasta monástica— adquiere un significado más amplio. Fischer le sonríe, impresionado. Sin duda, una vida expresada en términos tan oblicuos posee cierto grado de romanticismo.

—La envidio, señorita Seidel. Se ha rodeado de belleza… y no de leyes. —Clare asiente en silencio. Sí—. En el arte, hasta en la fealdad hay cierta belleza, ¿sí? —Clare coincide en que sí. Ella misma lo ha pensado varias veces. Entre más desafiante y misteriosa sea la fealdad, mayor es su belleza. —. Pero creo que hoy ha venido a verme para que hablemos de los términos de su herencia, ¿sí?

Al parecer, Clare es una de los múltiples beneficiarios del testamento de Maude Donegal. La situación es más complicada de lo habitual, según el propio Lucius Fischer, porque la señora Donegal tenía en su poder varios testamentos, dos de los cuales fueron redactados en Portland, no en Cardiff. A medida que los beneficiarios, entre ellos Elspeth y Morag, caían o no en desgracia, la señora Donegal eliminó sus nombres y volvió a agregarlos varias veces, en ocasiones con su propia caligrafía pequeña y temblorosa. Muchas de esas veces no hubo testigos de esos cambios. El testamento más reciente, ejecutado por el propio Fischer en noviembre de 2017, donde se lo nombra albacea, prevalece por encima de los anteriores, como lo marca la ley, pero los individuos mencionados en testamentos anteriores podrían presentar un amparo y posiblemente recibir una compensación si sus exigencias son razonables.

La situación se complica aún más, le explica Fischer a Clare, porque su nombre no figuró en los testamentos previos a 2015. Se contemplaba un legado para la «hija sobreviviente de Conor Donegal». Pero el nombre de Clare Ellen Seidel se incluyó solo en el testamento más reciente de Maude Donegal.

Qué extraño todo esto, piensa Clare. Hija sobreviviente de Conor Donegal: como si Clare no hubiera tenido madre…

Además, hija sobreviviente parecería indicar que quizá hubo otra hija, o hijas, que no sobrevivieron.

No obstante, Fischer le asegura a Clare que no hay ambigüedad alguna con respecto a su herencia: cinco hectáreas de tierras de cultivo, terrenos boscosos, una casa de campo y construcciones anexas al norte del condado de Ashford, en un camino llamado Post Road.

Así es: propiedades. A Clare la inunda la alegría de solo pensarlo.

—Por desgracia, no tengo fotos de la propiedad como para mostrársela. De hecho, no la conozco en persona. El norte del condado de Ashford está casi desierto, me parece. Son paisajes hermosos, llenos de colinas, que bordean la costa. Me han dicho que la propiedad está muy descuidada. Se deben impuestos, que tendrá que pagar usted, me temo. Es lo que dicta la ley.

Parece contento cuando dice esa frase: Es lo que dicta la ley.

Además, Clare tendrá que esperar al menos tres meses antes de tomar posesión de la propiedad. Si tiene alguna noción de las complejidades de los juicios sucesorios lo entenderá…

Clare niega con la cabeza, no sabe casi nada sobre juicios sucesorios. Casi nada sobre testamentos. Está mareada, desorientada.

Ya no viven. Hija sobreviviente.

No obstante, Fischer le explica que la ley le permite solicitar un préstamo a cuenta de la herencia, si así lo desea.

—¿La gente hace eso? ¿Pedir préstamos a cuenta de su herencia? —Clare está sorprendida.

—Sí, con frecuencia.

—¿En serio? Yo jamás me atrevería.

Alguien sí me quiso. Después de tantos años.

Es un hecho: la abuela de Clare hizo un esfuerzo por averiguar su nombre y localizarla. Y, después de tantos años, agregó su nombre al testamento.

—La gente hace cosas inesperadas —dice Fischer, como si pudiera leerle la mente a Clare— cuando se acerca el final de su vida. A veces es la conciencia la que interviene, como una deidad semienterrada que despierta.

¡Qué comentario tan curioso!, piensa Clare. No tiene más remedio que reconocer que Lucius Fischer no es tan convencional como aparenta.

—La señora Donegal no era una persona especialmente excéntrica, hasta donde yo sé, pero el testamento ha resultado ser un documento bastante excéntrico, sí.

Fischer tiene preparada una copia de la sección del testamento que alude a Clare para que se la lleve consigo. Aunque el testamento entero tiene más de treinta páginas escritas en una jerga legal indescifrable, la mayor parte no tiene que ver con ella.

—¡Gracias! Esto es… bueno, es asombroso…

Clare siente una euforia tal que desearía tener a alguien con quien compartirla.

A mi edad. De la nada. Alguien se preocupó por mí.

Fischer está de pie. Es hora de que Clare se retire. Si ya no tiene más dudas…

Clare se da cuenta de que ha olvidado algo… Pero ¿qué fue lo que olvidó?

Detrás del escritorio de Lucius Fischer, en la pared, hay un diploma dentro de un marco de caoba resplandeciente: Lucius M. Fischer, Facultad de Derecho, Universidad de Maine.

Por un instante de absoluta desorientación, Clare se pregunta si el título universitario es real. Si algo de todo eso es… real.

Como si su personalidad se estuviera evaporando. Como el rocío cuando lo amedrenta el sol de la mañana.

Quiere preguntarle con la voz suplicante de una niña: ¿Mis padres están vivos o muertos?

También: ¿cómo murieron? Y, ¿por qué la dieron en adopción? ¿Nadie en la familia Donegal la quiso? Quizá también podría preguntar dónde están enterrados sus padres. Si es que están enterrados.

En su vida profesional, Clare es una persona sumamente elocuente, que casi nunca se queda sin palabras o se siente intimidada; sin embargo, en presencia de Lucius Fischer, la sobrecoge el pavor de lo que podría averiguar si hace preguntas cruciales.

Ya basta, piensa Clare. Tuvo su oportunidad, pero la desaprovechó.

Al despedirla, el abogado le estrecha la mano con menos brusquedad que a su llegada. Se ha encariñado con Clare hasta cierto punto; se ha vuelto paternal.

Le recuerda que, si quiere saber más sobre la muerte de sus padres, consulte el diario de Cardiff en la biblioteca «que está en la otra cuadra». De hecho, llamará a una bibliotecaria amiga suya para que tenga listo el microfilm cuando llegue Clare.

—Siempre es preferible consultar los archivos públicos, señorita Seidel, que confiar en lo que diga un individuo. Deposite su confianza en la objetividad.

Cardiff junto al mar

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