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Olmo, olmo, olmo I

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Edmundo no supo cómo se halló tendido en la cama, boca arriba, los ojos abiertos, oprimidos y denegridos por los piececitos humosos de las negras sombras de su cuarto. Quedaba tras de él vacío de silencio, de vida. El dormía allí. No reconstituía nada. Un miedo absurdo le invadía entero como si navegara su yo por ignorados abismos. Prendió luz. Era su cama justamente. En el estante se le ofrecían sus libros. En el techo, las vigas de su cuarto tocadas de hollín. ¿Y si no fuera él? Porque en circunstancias extrañas y macolladas espigas posibles retornaría su ser reminiscente. ¿Cuál de sus yos en los mundos infinitos? Si alguien entrara en su pieza en este instante, como al espejo donde se miraba para rasurarse, le incrustaría su imagen sobre la tierra. Y le dirían: «Edmundo, ¿cómo te va?». Y él miraría a los lados, buscando, y dentro de sí mismo. Tenía ganas de que lo llamaran por su nombre. Se reiría, sujetando en las sábanas el chorro de su risa.

Sombra blanda, sedosa, en ángulo de tinieblas –fósforo verdoso de los ojos–, desenvaina la garra retráctil, rasca las tablas del piso. Sin tierra ni ceniza ni hojas para tapar sus huellas, lento, metódico, rasca. «Decididamente los gatos y los chinos pertenecen a una civilización muy antigua… ¡Oh, que no se me olvide esta intuición maravillosa del sueño y su licor! Los gatos como los chinos pertenecen a una civilización muy antigua. La luna se adelgaza en sus gargantas. ¡Ved su música!».

Rasca la garra retráctil, tapando sus huellas.

Abrió ojos desmesurados. Mana de vaca negra, de las ubres de las sombras, como si le mordieran un pezón al misterio, claridad lechosa, donde posa su pie el mundo de las imágenes. Rostro de mujer, gris perla, muslo derramado. Grupa de ola, bañando de carne falo espolón de roca. La imagen la sostiene él, y la expulsa como en un juego. Pero una se le queda fija y le oprime y opaca su ojo abierto y desnudo, como si la luna se cayera de pronto muerta en la pupila del cielo. Tiene miedo y se estremece y grita. Su voz es su voz. Le dañan las objetivaciones. Las objetivaciones quieren un altar. Imponen ellas y son tiranas. Se nutren del que las crió. A expensas de él. Agostándolo.

Despertó cansado, dolorido. «Todo me es igual». Era él simplemente un mediocre desquiciado. Pero ¿la comprensión no supera a la realidad? ¡Ah, si él no se hubiese planteado a sí mismo como problema! ¡Ahora no había para él sitio sobre la tierra. A veces, rebalsado de goces cenestésicos, descubría en sí mismo algo muy bello y profundo que criaba él dentro de su alma! «¡Vivid en peligro!». Esta frase dicha por un atormentado le quitó la firmeza sobre la tierra. Creyó ver en esas palabras un amor inmenso para la vida, para la tierra, para el cieno semillero. Y anduvo como un niño; pero no era él un niño. Pendía de la tierra que lo sustentaba con lo religioso. Y le había dejado de pronto sólo. Y se llenó de angustia. Tenía ya un alma de suicida.

Un hombre no puede ser un héroe amputándose; no es el héroe algo individual sino colectivo con un hombre fundamento. Aquí estaba el error del gringo Nietzsche. El héroe huye del arco tenso de sangre disparado por el alma colectiva; por ello deshumanizado, deificado. El error fue confundir al niño pagano, animador de la tierra, con el adolescente religioso, que ya no puede ser niño y que depende de la tierra porque tiene un Dios.

Se aburrió de tales problemas.

La red de sus pensamientos había cazado varios mosquitos. Dio un manotazo en el aire. Lo disipó todo.

De debajo del colchón sacó sus pantalones, planchados con la plancha de su cuerpo. Se vistió rápidamente y salió a la calle. Tenía aún cuarenta pesos de unas clases que hiciera. Y quería beber, emborracharse.

No obstante sus ideas, era muy supersticioso; en sus lecturas nunca se detenía en la página trece, ni en la veinte, que era el número de sus años, ni en la cuarenta y dos. A veces un temor irresistible le impedía toda acción para que no fuera lo hecho lo último que hiciera. Pero de atrás lo cazaba la vida. Fuerza irresistible lo empujaba a abandonarse a las cosas, a su ser y destrucción.

La mañana volcada, luminosa y fría, había acercado la ola de la cordillera, chispeante de peñascos, los cerros bajos.

Serían las doce.

Por el camino venía el huacho Arturo con una botella de mesa llena de vino tinto. El Caballo Bayo dormía apoyado a un tronco de acacia. Sus canastos deshechos hedían a pescado. Desperezose, bostezando largo.

–¡Saquémosle el viento, huacho! –gritó el Bayo, cogiendo a Arturo de una manga.

–¡Si te la tomay de un trago!

–¡Güeno! ¡Pásala! –y se la empinó pulsándola.

Arturo lo contemplaba muy regocijado, esperando que se tomara el doble aquel hombre. La boca del Bayo estaba blanda, goteante de vino la barbilla; los ojos amarillos, enrojecidos. Cuando le quedaba el concho, algo horrible ocurrió en el estómago de aquel borracho: vomitó el vino espeso sobre la tierra sedienta.

Arturo le dijo con rabia:

–¡Te pasé el vino pa que te lo tomaray; no pa que lo botaray! –y cogió su botella.

El Bayo quedó boca arriba, entre sus canastos, horriblemente borracho, roncando.

Arturo miró el vino perdido; miró su botella. Y siguió su camino silbando.

Este acontecimiento llenó de loca alegría a Edmundo. Así serían los dioses. Se sentía ágil y fuerte.

Otro borrachín se quejaba más allá:

–¡Yo mismo la vi a la vinera, echándole agua al vino. Si hubiese estado esa agua siquiera a la sombra de una parra!

Entró en un bar. En la mesita, de esmalte descascarillado, había unas gotas de vino y dos zancudos muertos. Los cuerpos traslúcidos de los insectos lo entusiasmaron:

–¡Bah, esqueletos de nostalgias! –y rió estúpidamente de sí mismo–. Lo que hay es –dijo al fin, bebiéndose la primera cañita– que disfrutan demasiados héroes sobre la tierra, y quienes faltan en ella son hombres. La idea de la personalidad es la más estúpida que han creado los intelectuales. Y algunos imbéciles hablan de su cultivo. Hombre-dios. Hombre-dios. Hombre-dios. Nunca como hoy ha hecho más falta un hombre a nuestra alma, para dispararlo hacia las estrellas.

De un rincón del bar brotó una sonora carcajada:

–Perdone, joven –dijo Mika, hombrecillo magro, de piel de aceituna, que enterraba y desenterraba cadáveres en el Cementerio Católico–, he recordado un incidente y no he podido menos que reír e interrumpir a Ud. en sus pensamientos. Es algo curioso.

Edmundo se preguntaba por lo que podía ser curioso para aquel hombre de sarmentosas manos y que hallaba deleite hincando sus garras en el barro de las vísceras o cuando descubría que en los huesitos aún había carnecita pegada.

–Anoche he visto a tres pelusas –prosiguió Mika–. Estos pelusas se acercaban cautelosos a un altar de la virgen María. Se quitaron sus gorras, se hincaron delante de la imagen. Se codeaban unos a otros. El más pequeño estiró su manita y arrebató una vela a la santa. Apagó la vela, metiósela en el bolsillo del pantalón y salió despavorido. Lo siguieron los otros. El más grande lo cogió de la nuca, golpeándolo cruelmente. Lloraba el pequeño. Y los tres se llenaron de injurias. Luego siguieron su camino. Lo curioso es que a unos cuantos pasos de allí hay un paredón, negro de sebo de vela quemado, con cortina de velas encendidas, y no robaron de aquí ninguna vela. Es que esos rústicos santuarios que llamamos animitas, simbolizan las almas de lo más vivo que hay en el país. Existen en todos los caminos, porque en ellos dejaron su vida los chilenos rebelados de las encomiendas, los primeros bandidos o cualquiera de los rotos que despanzurran la tierra arrancándole sus riquezas. El roto, joven, tiene origen campesino; pero es un producto de selección. No es un hombre de cerco. ¡Ah, señor, cuando el roto empuje al huaso a sus designios! ¿Ha pensado Ud. que esto de las animitas marca el origen de la sociedad patriarcal? Esto del culto a los muertos nos viene por lo céltico que hay en la raza española. Y de los araucanos, que también veneraban a sus antepasados. Nosotros, a los bandidos, a los escritores, a los que se aventuran solos por los caminos. Nuestro país será grande cuando arroje sus cadenas. Me voy a mi empleo. Salud –y salió del bar guiñando

los ojos.

Edmundo había conseguido su naufragio, su verdad. Y como era su propia verdad, la tuvo que hallar muy extraña.

Narrativa completa. Juan Godoy

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