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III

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El sargento Ovalle fundió su ánimo en el ánima de la comilona. Acabose de reír en el corral, y atraído por la saliva de su boca, imantada de zumos de limón, codiciosa de mariscos, se llegó a Horacio y le pidió humildemente que lo admitiese en la cruda merienda.

–¡Déjeme, Horacio, darle palpitaciones a la lengua!

Horacio, sonriendo, lo bendijo. Concretándose todos ellos al goce crudo deleitoso. Horacio abría choro y choro, les estrujaba limón, mojados sus peludos y morenos dedos. Holgado de hartura, sentose, las piernas abiertas y estiradas, apoyando la cabeza en el respaldo de la silla. Un regusto a choro y vino blanco le venía del estómago. Rostro de aceitunado color; cejijunto de pobladas cejas; llena la cara de lunares negros como guano de ratas. Trabajaba Horacio obra fina de cantería desde muchísimos años. Sus camaradas lo estimaban y admiraban, porque era letrado y muy buen hombre el fraile Horacio. ¡Qué hermosos sus cristos macerados y aindiados, esculpidos en piedra viva! ¡O el grupo de araucanos, tocando la trutruca desgarradora en su triste e inútil clamor de guerra! ¡O la escena rijosa de la cueca! A menudo, cortaba adoquines y soleras. O usaba todas las herramientas: combos, pinchotes, barrenos, martillos, macetas, brocas, pulidores dentados y acanalados, etc. ¡Qué bien conocía la hebra de las piedras y su nervatura sutil!

En las noches de estío, se le juntaban hasta unos doce canteros a charlar sobre cosas de la vida. Una luna guatona, en pelotas, venía asomando detrás de los cerros. Platicaban sentados en torno de un gran calabazo acinturado, lleno de vino tinto y un azafate arrebozando de un causeo de patas, aliñado, con ají cacho de cabra, por la mano maestra del rey Humberto.

El Cara de Ángel pulsaba la guitarra, ejecutando marchas de la guerra del Pacífico, que las había aprendido de su padre, el viejo Eleuterio. Estaban el fraile Horacio, el rey Humberto, el Boca de Bagre, el cabro Eloy, un estudiante que venía a ganarse unos pesos en las vacaciones, acarreando material en los camiones; el Cara de Ángel, el Patas de Quillay, Arturo, el que mató a Eloy por la Chenda; el negro Hormazábal, el Chano, Juan Tres Dedos, el Pampino y Narciso.

Una hoguera de bosta de caballo espantaba a los zancudos con sus humos picantes y agrios. Los que zumbaban en las orejas, los mataban a palmazos. Croaban las ranas de la laguna del Salto. Bruma de plata azulenca espolvoreaba la luna en el follaje de los árboles. Frutas, pudriéndose de maduras, desprendidas, reventaban con fofo golpe en las sombras. Gorgoriteo del agua en las acequias. Desde un álamo muy alto y dormido, se desgranó la risotada de un chuncho, la garganta madura, tenebrosa de augurios.

–Mira, Angelito; cántame el Pajarillo Errante –suplicó el rey Humberto, y quedose silencioso.

Los acordes de la guitarra los cogió a todos en su abandono. Ellos eran huérfanos en su propia tierra, y andaban perdidos y nada tenían. Por lo demás, cuando se montaban en el macho de la tristeza, cualquier día agarraban sus monos y echaban a andar por los cerros. Leguas y leguas. De mineral en mineral. En campamentos de la más espantosa soledad, donde trabajaban sus días hombres herméticos, atenaceados de dolores, vividos, con la historia sorda de la tierra chilena a cuesta. De cantera en cantera. Ellos no iban a pudrirse en un solo lugar, se ahogaban en esa atmósfera cargada de visiones.

–Chile es un largo caminar por los cerros; más largo que la esperanza del pobre –decía Juan Tres Dedos–, pero cuando uno está lleno de m... por dentro, no tiene más que agarrar sus monitos y… ¡hasta más ver, amigazo! En la pampa, en los cerros, en todas partes, cualquier día lo dejan a uno con la mierda vagueando.

Bien templada la guitarra, el Cara de Ángel empezó a cantar:

Soy pajarillo errante,

que ando perdido,

por entre la enramada,

en pos de abrigo.

Su voz era aguda, metálica; como filo de corvo iba mondando la tristeza.

Alzo mi vuelo,

me traicionan mis alas.

¡Ay, volar no puedo!

El rey Humberto se empinó la calabaza, plantándose un taco del vinazo. Se limpió los labios con las manos. Y rompió a cantar con su potente voz rústica y espléndida:

Si el cazador me busca

por mi guarida,

defenderme no puedo,

suya es mi vida.

Bochorno de pelos y poros erizados escalofriaba los cuerpos de los hombres. Corría una brisa helada. El Pampino escondió la cabeza entre las manos. Y tuvo la misma angustia de su choque de adolescente cuando mató de miedo a un viejo perverso, malo, de la pampa salitrera, viejo vagabundo, sin corazón.

Se acallaron todos los murmullos de la noche. Un chincol alucinado preguntó por su tío Agustín, perdido entre unos arbustos. En un tarro parafinero, hervía el agua de la Choca, el té de los trabajadores, de agradable sabor de hojalata.

Y luego, todos los canteros, como una sola alma, penetraron la noche, titilante de estrellas, con su canto:

Alzo mi vuelo,

me traicionan mis alas.

¡Ay, volar no puedo!

El fraile Horacio, Chano, el rey Humberto, el Pampino, habían trabajado en la Argentina, contratados para una gran obra de cantería.

–¡No habiendo como el cantero chileno! –exclamaba Chano–. Los únicos que nos hacían algo de collera, eran los canteros italianos. ¡Y cómo gozaban los cheyes, viendo trabajar al Pampino!

–¡Es un artista, che, es un artista! –exclamaban.

–Es que cuando uno agarra la roca y le da forma y la masca, es tan rebonito trabajar. La obra lo empuja a uno como si fuera su propia alma. Yo no hey trabajado nunca en fábricas, amigos, porque me gusta hacer la obra completa –explicaba el Pampino, saboreando sus recuerdos.

–Vos, Pampino, no comprendís aún la belleza de la obra colectiva, creada por las juerzas de muchos trabajadores. Todos dejan en ella una porción de sí mismos. Y la obra a todos les pertenece –habló el Patas de Quillay.

–Me gusta el trabajo de pala del Boca de Bagre –continuó Chano–. La palada de ripio o de tierra describe la más graciosa curva. Con el impulso, las piedras, la arena, la tierra, el ripio, el material que trabaje, salido disperso de la pala, se reúne en un punto en el aire, en redonda cabellera, para caer en la misma crestita del montón. ¡Cállate, tú, Narciso! –increpó Chano a un mozalbete aprendiz–. Tu palá parece col’e yegua.

Hasta muy entrada la noche, se oía la voz del Cara de Ángel, cantando tonadas chilenas. Todos estaban borrachos. Horacio exclamaba:

–¡Reputas, mi alma es una copa de raíces desbordada!– y bendecía las cosas y el sentido de las cosas. Y cavaba su lecho en la tierra caliente para dormir, su rostro humedecido por garúa de estrellas, echado boca arriba, sumida su alma en las charcas y los sapos, en las barrigas del vino y los gusanos, en el rojo paladar de las sandías y sus dientes de azabache, y lo maligno del ajo, y los piojos de la miseria como rubios, gordos granos de trigo, circulado de savias minerales, confundido, abrazado a la tierra y su pasado de tinieblas, resonaba en su corazón el latido del universo, como picotazo carpintero, agarrado a duro roble.

Por aquellas noches, echados en la tierra, Horacio narraba a sus hermanos canteros la historia de los grandes pueblos antiguos: la vida de los espartanos y atenienses, las campañas de Alejandro y César, la revuelta del esclavo Espartaco contra los soberbios romanos, la vida de los grandes profetas hebreos, las campañas de Aníbal, los trabajos de los egipcios y caldeos. Y sobre todo se ocupaba de América. En la cultura de los mayas, los aztecas, los incas, y los trabajos de los conquistadores españoles. La historia colonial de Chile.

–¡No tenemos raíces, no tenemos raíces! –exclamaba, olvidándose de su rudo auditorio–. Los españoles sembraron en cenizas de exterminio los gérmenes de su cultura afro-europea. ¡Somos instintos, poderosos instintos sabios, que rompen sus cadenas! Los imperialismos europeos nos impusieron su cultura, y son engañosas cadenas de plata con que las culturas extranjeras nos entregan a esclavitud y servidumbre, a dependencia espiritual con lazos de seda. ¡Somos una gran olla de bárbaros, bárbaros, indígenas, negros, rotos! ¡Prefiramos lo incierto de nuestra propia vida a lo cierto de vidas extrañas, porque esa certeza es, para nosotros, sumisión y esclavitud! Yo, tú, él, vosotros, ya arraigamos en nuestro propio barro cósmico. Nuestros instintos crean cauces profundos con su impulso en la tesitura de nuestra alma, en los cerebros lúcidos y despiertos de nuestro gran pueblo.

Y se hablaban a sí mismos largamente de Rusia. De América y Rusia frente a Europa. ¡Qué similitud! Los rusos volvían, penetrados de lo que fue la cultura europea, a su espíritu eslavo. América debería hallar su propia alma. Su unidad humano-telúrica perdida.

–¡Crearemos la gran Osa americana! –exclamaba Horacio, iluminado, mordido su untuoso rostro por los resplandores de la fogata–. ¡Ursa, en latín! – su pelo zahareño aleteaba en el risco huraño de su frente, la cara macerada de santo.

Lo agitaban demasiados alientos creadores para soplar su propio barro. Pero, súbitamente, le ahogaba la más negra tristeza. Huía entonces a los prostíbulos misérrimos. Cogía a cualquier puta, y se perdía, días y días con ella en hoteluchos tenebrosos. Se hundía en todos los excesos. Volvía después, lleno de harapos, a pata pelada, sonriente, al campamento. Liberado, trabajaba de claro en claro y de turbio en turbio. Bautizaba a los hijos de las mujeres que lo habían menester. O colocaba la extremaunción a quienes estaban en trance de muerte. Para consuelo de vivos, que los muertos, bien muertos quedaban. Le brillaba la tonsura, la tonsura suya de quizás qué rito incomprensible, que cuidaba como a una joya.

Narrativa completa. Juan Godoy

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