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IV

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Todas las tardes, a la oración –narraba Horacio–, regresaban a su hogar Celso y su espectro de mujer. Él había agostado la agreste belleza de Herminia, su pobre hembra borracha.

La miseria y ese tejido de hábitos de la convivencia enyugaron sus cuerpos y sus almas, haciendo de ellos un solo ser miserable y cansado.

–¡Mi catedral, vos sois mi catedral! –gimoteaba borracho Celso, acariciando a su mujer–. ¡Las otras son capillitas no más pa mí! –y en su catedral crujiente de huesos, calmaba sus dolores de macho triste y desamparado.

Comían sus cebollas en escabeche y su pan con ají en cualquier parte, y donde quiera los hería la sed bebían el vinazo.

En un rincón que hacían las derruidas murallas de una casa de piedras abandonada, arrojaban al sueño su montón de huesos enfermos, entre latas mohosas, sacos viejos, olla grasienta, apestando a hollín.

Un hoyo abierto en la tierra, rodeado de ladrillos y piedras renegridas, humeaba, por las noches, unos humos de bosta de caballo y plastas de vaca, preservando sus cuerpos de los zancudos, como el mosquitero de la alcoba.

Celso voceaba por última vez sus servicios de gasfíter al penetrar al callejón de Salto, donde él y su esposa habían ubicado su domicilio. Herminia recogía bostas y plastas en los potreros o trapos viejos y vidrios rotos por los caminos y en los basurales. En llegando a su rincón, ella haría hervir agua, con astillas y ramas secas, en su saltada y abollada tetera para tomar té, el té turbio y desgraciado de los miserables. Luego penetrarían en las sombras y en su mundo, donde había luz, la dorada luz de sus años

de mozos.

Arribada la pareja a su rincón, a esa hora, los carretoneros galopaban por el Salto, arreando sus bestias a los potreros. El tieso galopar de sus caballos los ponía alegres, y cambiaban algunas groserías con el matrimonio, riendo a carcajadas de las respuestas de la mujer.

* *

Herminia había preferido quedarse en casa esa tarde. Junto al cequión que por ahí escurría sus aguas cenagosas, bajo un sol sediento, Herminia despiojaba su cabellera greñuda, gris, grasienta. El cequión le traía a veces algunos regalos flotando en sus aguas sucias: peras, duraznos, mojones, zapatos viejos, bacinicas... Se aburrió de exterminar su fauna de miseria.

–¿Si me lavara los pies? –pensó. Y arremangándose los vestidos hasta los muslos, muslos de carne sucia y traslúcida, no obstante hermosos, redondos y gozados, amodorrada, metió unos finos pies al agua mugrienta, de una deliciosa frescura. Jugaban sus pies con el agua de aliento fétido.

El sol envolvía un paisaje calcinado. De las ramas polvorientas de los árboles se desprendían frutas podridas.

Herminia se llevó las manos a sus blandos y pequeños pechos, y se abandonó de espaldas, cara al sol, los ojos cerrados, El cequión lamía sus muslos entreabiertos se rebasó de agua. Erguida presto, Herminia avistó, fluctuando en la corriente, una gallina castellana muerta, detenida entre el estiércol y unos alambres mohosos. Un vuelco le dio al corazón. Cogió a la gallina y comenzó a examinarla pausadamente como a una joya. La cabeza de la gallina colgaba lacia, lleno de cieno el pico abierto y quebrado. Fue en busca de su olla, y empezó a fregarla con arena y ladrillo que arrastraba la acequia, hasta dejarla pulcra, azulita y brillante con sus saltaduras.

Desplumó a la gallina con agua hervida, chamuscola en la llama de unos papeles sucios. La destripó y despresó, lavando la carne mustia y blanca en un balde de agua limpia. Sentó la olla al fuego.

Estaba hirviendo la olla rumorosa, cuando regresó ella de pedir en el vecindario algunas papitas, zanahorias, unos dientes de ajo, y puñadito de arroz y sal. Armó la comida. Al destapar el milagro de su olla, un agradable tufillo de cazuela de ave inundaba el rincón de su vivienda, la envolvía entera. Se dejó caer en el pasto a contemplar la cordillera lejana. El ajado rostro iluminado, Herminia deseaba, vivamente, el arribo del atardecer.

–«Las tinieblas nacen de la propia tierra, de las cavernas, de los huecos de las piedras, de las tumbas sonoras de los muertos, cuando el sol se desangra. Las sombras en bruma se revuelven y levantan de los pastales, del agua, desde su lecho a los pies de las montañas, junto a los árboles, aposentadas en el corazón del hombre» –acaso pensaba en su silencio Herminia, la esposa, en el camino, esperando a su marido. Nunca fue más conmovedor el pregón de Celso al penetrar en el callejón del Salto. Se cogió del brazo de su hombre y los dos desharrapados, subhumanos, se llegaron a su rincón, donde un tufillo de cazuela de ave ponía la nota de abundancia de los campos chilenos, les evocaba los buenos tiempos en que mantenían una casa llena de un todo, antes que Celso perdiera su taller de gasfitería y rodaran en la miseria.

–¡Ya venís de medio día pa bajo! ¿Traís algunos cobrecitos pa vino, pa pan? ¡La comida ta lista!

Celso abrió unos ojos asustados. No se atrevió a preguntar qué comida era ésa que estaba lista. La realidad, había tomado los traguitos de siempre. ¿Qué tenía de particular? ¿Acaso no era él un borracho, un desgraciado? Plata, sí traía, unas chauchas. A su mujer le pasaba algo. Pero él sintió también desperezarse en su alma un sentimiento adormecido, de otros tiempos. Se sintió alegre. Por lo demás, había aprendido, sin saber cómo, a vivir lo que brotara en él. Eso era todo.

Celso olía, olía, se hubiera comido su propia nariz. Salió corriendo en busca de vino. ¡Carajo, la vida había que gozarla! ¡De esta no hay otra! Recordó que apenas contaba con ochenta centavos y que no tenía nada que despilfarrar.

–¡Bah, empeño las herramientas, el cautín!

Los carretoneros pasaron arreando sus bestias al talaje. Como siempre cambiaron algunas groserías con la pareja.

–¿De dónde habrán sacao la gallina?

–¡Pa mí que se la han robao! –comentaban los carretoneros, de regreso a sus covachas.

Marido y mujer comían en la misma olla, con la mano.

–La presa de ave y la mujer hay que cogerlas con la mano –exclamaba Celso, alborozados sus ojos azules. Recordó Celso que con aquella frase daba confianza a sus invitados, cuando él era dueño de casa. ¡Qué sabrosos los tutos, la rabadilla, las alas, la pechuga!

–Toma, pa ti, Celso, la presa de la reina. Roían morosamente los huesos. Una cazuela, no es mentira, es verdad. Una cazuela de gallina, auténtica.

–¡Salud, Herminia! ¡De esta vida no hay otra!

–jSalud, Celso! –chocaban sus tarros de duraznos, a media vela ya

los esposos.

Herminia cogió del basural una mata de hoja, y rasgueándola como a una guitarra, la pareja rompió a cantar cuecas, tonadas, canciones.

Detrás de los cerros, asomó una luna grande como un sauce. Había un extraño silencio detenido en las piedras, la montaña, los árboles, las aguas, el vuelo musgoso y blanco de las lechuzas.

Un borracho se murió

y dejó en su testamento

que lo entierren en la viña para chupar el sarmiento.

Celso, con su voz de bajo, desabrida, una bolsa de vino, respondía a su mujer:

¡Qué borracho tan diablo,

tan bebedor,

le sonaba la guata

como un tambor!

Cantaron hasta muy entrada la noche. La noche muy alta, el callejón del Salto, río de luna, alargaba sus voces.

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El fogón cerró sus párpados de ceniza.

* *

El sol había salido ya. Tiritaban las piedras, el agua, los árboles. Lentamente las sombras se habían echado al pasto, a las cuevas, a los pies de las montañas, dormían en el fondo del agua.

Los carretoneros regresaban con sus caballos a uncirlos al trabajo diario.

A esa hora, la pareja roncaba envuelta en sus sacos. Detuvieron sus cabalgaduras. Algo anormal había sucedido. Celso, hincado ante el cuerpo de su mujer, permanecía inmóvil, los ojos fijos. Los cabellos de Herminia pegados de cieno, todos sus harapos estilando agua sucia. Avanzaron hacia el hombre. Celso miraba, concentrado todo su espíritu, a su mujer muerta, a quien había sacado ahogada del cequión. Examinó a los carretoneros con mirada de sonámbulo. Cubrió los flácidos pechos de su mujer. Hurgó los harapos, tocó los cabellos, el corpiño. Cogió algo diminuto con fino cuidado, lo puso en la palma de su mano tiznada.

–¡Muerto!–dijo, y lo sopló. Miró a los carretoneros, la cara tirante, y rompió a reír a carcajadas, apretándose los ijares, presa de la más extraña agitación.

–¡Se ahogaron todos! ¡Se ahogaron todos! –y huyó al camino.

–¡Vengan a ver –gritaba, abocinando los labios– la miseria, la miseria, ya se ahogaron todos, todos! –corría desalentado a la ciudad.

–¡Se ahogaron, sí! –dijo a un desconocido casi derribándolo. –¡La verdad, la verdad! –gemía. Extenuado, cayó contra las piedras de la vereda, rompiéndose la cara. Requerido por el bastón de carabinero, rodeado de curiosos, abrió unos ojos extraviados, habló sollozando, mordiéndose las manos, y fue lo único que dijo:

–¡Dios mío, l’Herminia se ha vengao! ¡Se ahogaron todos los piojos!

Narrativa completa. Juan Godoy

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