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II

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El fraile Horacio y el rey Humberto, platicando cosas de la vida, bebían y fumaban. Alguna historia que relataba Horacio hizo soltar una carcajada bigotuda y de recios dientes amarillos al rey Humberto. Le había dicho Horacio:

–Al gordito burgués, a ése que se estaba construyendo un mausoleo en el Cementerio General y requirió de mí dos ángeles labrados en piedra, le gustan las tunas. ¡Carajo... Quería que tú, Humberto, le echaras el resuello por la nuca!

El rey Humberto reía a carcajadas, sacudiendo sus poderosos hombros. ¡Qué excelente macho! Las mujeres se ponían babosas de ganas. Haciéndoseles agua, se mojaban todas. Era de esos hijos rubios que suele dar el campo chileno, erguidos de sangre goda. Y se daba mañas el rey. Conocía su tierra: los rincones de campo, los minerales, la pampa salitrera, las estancias magallánicas. Y en todas partes retoñaba un corazón con los recios golpes de su sangre. ¡Vaya con su fatalidad!

–¡No te chinchocees con el rey Humberto, niña –le decía la vieja Pistolas a la Chenda–; mira que nadie te despinta el huacho! Se va a lo facilcito no más; él planta la lechuga y los tontos se comen la ensalá.

–No te vayay a creer, Horacio –respondió el rey, secándose las lágrimas de su risa–; esos jutres buscan a los delincuentes. ¡Era tan redisimulao el capón! Pero al descuido meneaba la cuna pa despertarme el niño. ¡Este roto no está pa trancar maricones, amigo!

Por el camino venía el casero, todo vestido de blanco, guiando su mula torda de árgüenas repletas de mariscos y pescados.

–¡Eh, Rey, choros, el manjar de los dioses!

Jueves, viernes, sábados santos, los choros llegan al mercado con sus lentos pies oceánicos; bivalvos, fundidas sus conchas en metales antiguos, color negro-rojizo, como cascos de barcos.

–¡Rey, tú eres Ganímedes, perdona la comparanza, y vas a escanciarme el vino de los dioses, vinillo blanco, vinillo blanco, para ahogarlos en una dulce muerte, aromosa de viñedos! ¡Amarillos los choros gordos! ¡Negros los choros gordos! ¡Caquita-légamo, sus barros sagrados!

Llevándose el índice a los labios, recogiose Horacio en sí mismo, y en su apostura de fraile, bendijo al ángel de los mariscos; luego, fue depositando, uno por uno, hasta cuatro docenas de choros, sobre una mesa de cubierta de mármol quebrado. Triscaban los pies del choro contra el mármol.

–¡Ah, están vivitos! Los muertos entreabren las valvas, como sus piernas la hembra borracha –y los golpeaba a todos con el filo de su puñal.

Los que habían bostezado de fastidio en el cesto, heridos, cerraban a morir sus conchas, sin tobillos, los pies desamparados.

–¡Oremus, o Rege!:

Choro crudo con limón,

Choritos en salsa verde.

Sopa de choros,

Choros con arroz,

Choros asados en la concha.

In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amén.

–Este está lamadito, Rey –dijo Horacio, abriendo un hermoso choro dorado. Y en verdad, una lamita pintaba de un verde puro y encendido la amarilla carne.

–Es un pelecípodo, Rey, es decir, pie en forma de hacha. Su noble tubo digestivo –sine malitia–, resbala medio a medio de su corazón.

Penetrado el cuerpo del molusco, herida su entraña por el acero del corvo, soltó las valvas herméticas, deshecho en aguas como un sexo.

–¿Ves? ¡Su manojito de pendejos, y luego aquí el clítoris, la carne papilosa! –estrujó el jugo verde de un coquito de limón, y la carne se puso blancuzca. Lo despegó entero de la concha hasta el callito delicioso, y bebiose el jugo salobre y ligeramente amargo –voluptuoso– entre sus bigotes empapados. Se sorbió el choro entero. Crujía la carne cruda. Crujía el ávido diente.

–¡Ah, Rey, Rey, un suave y dulce anhelo de morir se siente! ¡Rey, Rey, he cogido la eternidad!

–¡Mira, Horacio –dijo la vieja Pistolas, reteniendo en la sumida caverna de su boca, la bombilla de su mate–. Vos gozay tanto cuando comís choro crúo, que no te fijay, niño! ¡Mira, si tenís el marrueco mojao! –y se quedó tan seria la vieja. Y todos soltaron la carcajada. La Chenda, con chapitas de rubor entre sus trenzas.

Narrativa completa. Juan Godoy

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