Читать книгу El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido - Страница 10
CAPÍTULO 7
ОглавлениеMayo de 1936, en algún pueblo cercano a la ciudad de Granada
La plaza estaba decorada con los colores rojo, amarillo y morado propios de la bandera española republicana. Colgaban guirnaldas a modo de techo sobre la improvisada pista de baile destilando un cromatismo escogido a conciencia. Destacaban el blanco y el verde propios de la enseña andaluza, pero se intercalaban franjas rojas y rojinegras colocadas por comunistas y socialistas, las primeras, y por anarquistas, las segundas. La banda de música tocaba temas populares mientras los vecinos se movían alegres bajo unas luces artificiales que brillaban con más fuerza que el cielo estrellado.
La gente sonreía, bebía, bailaba y solo pensaba en festejar el éxito de su lucha. No era para menos. Tras comprobarse que las terceras elecciones generales de la Segunda República española habían sido un fraude en la provincia de Granada, estas se habían repetido a causa de las protestas y los nuevos comicios los había ganado un conglomerado formado por partidos de izquierda denominado Frente Popular, al igual que había ocurrido unos meses antes en el resto del país.
Era momento disfrutar de la victoria electoral y eso pretendía hacer Juan en cuanto llegara María. Mientras tanto, la esperaba sentado en la escalera que daba acceso a la explanada contemplando el vaivén constante de personas. Al ver corretear unos críos se encendió un cigarro y pensó en la suerte que tenían al crecer en una República que tanto había costado conseguir. Una fortuna que solo podría mantenerse si el clima de violencia entre las diferentes opciones políticas se rebajaba, pues se rumoreaba que las derechas no permitirían que las cosas siguieran como estaban y eso lo asustaba. España estaba dividida en dos en el plano social y político y el aumento de las tensiones entre las izquierdas y las derechas habían abierto una herida de la que pronto comenzaría a brotar la sangre sin posibilidad de sutura.
Vio bajar a Satur, el nieto de los Piernas Flacas, canturreando como un loco y sintió rabia. Él, como muchos anarquistas, no había votado como de costumbre. A diferencia de otras ocasiones, los líderes de la CNT y la FAI no habían pedido la abstención e incluso hubo quienes aconsejaron acudir a las urnas ante la amenaza de las fuerzas derechistas. Aun así, en el pueblo ningún anarquista había votado y a Juan, socialista afiliado a la UGT, le hervía la sangre de pensar que ahora se apuntaban a la celebración como si hubieran sido una pieza básica.
Maldecía la tardanza de María, ya que hacía rato que sus amigos gozaban en la plaza, pero esta debía prestar las últimas atenciones a su padre enfermo antes de ir a su encuentro. En una de sus expulsiones del humo en formas circulares, el olor del tabaco se mezcló con un perfume de azahar que le resultó familiar, aunque no sabía el motivo. Cerró los ojos intentando recordar dónde había olido aquella fragancia, pero los abrió al escuchar la risa de dos mujeres. Por su lado vio bajar a Frasco el lechero, otro anarquista, con una chica agarrada a cada brazo: su hermana Tomasa y otra moza que no identificó.
Le llamó la atención el porte de la chica desconocida, tan distinto al de cualquier otra mujer del pueblo. Llevaba una falda negra por encima de las rodillas que dejaba a la vista sus esbeltas piernas y en la parte superior del cuerpo vestía una prenda roja con una obertura en la espalda por la que la lujuriosa mente de Juan se asomó con deseo. El conjunto iba rematado por un cinturón negro ceñido que marcaba sus curvas y la convertía en insignia del anarquismo. Entre carcajadas, la chica tropezó y estuvo a punto de caer rodando escaleras abajo. No lo hizo gracias a la rapidez de Frasco para cogerla, pero Juan no pudo evitar levantarse en un acto reflejo. La muchacha se percató del gesto por el rabillo del ojo y se giró para sonreírle moviendo su melena peinada hacia atrás. Entonces la reconoció.
Aquella mujer, más joven que el veinteañero Juan, la había visto en la Fábrica de Explosivos de El Fargue en la que trabajaba. Se llamaba Lola y solía aparecer por allí recogiendo uniformes para coser y arreglar. Todos los compañeros se fijaban en ella, tanto por su belleza como por su pintoresca forma de vestir que la había granjeado el apelativo de «la Parisina», a pesar de que su acento era más granadino que La Alhambra.
María se acercó por detrás de Juan retocándose el moño, celosa por la escena que estaba presenciando. Miró su larga falda, su corpiño suave nada escotado, el delantal y la mantilla negra que le dibujaban una silueta con caderas planas y lisas. Se sintió ridícula, a pesar de que su atuendo era el más común entre sus paisanas.
—Es guapa, ¿no? —Juan se hizo el despistado—. No te hagas el tonto que la chiquilla esa te tiene enhortao… ¡Te la estás comiendo con los ojos!
—¿La niñata que va con Frasco? ¡La Vin, qué tonterías dices! Si va como una puta y encima con los colores de la CNT —espetó simulando indignación.
—Perdona, Juan, no te enfades. No quería…
María agachó la cabeza condescendiente y con una clara falta de carácter. Aun así, Juan intentó cambiar el rumbo de la conversación besándola con una ternura afectuosa más que apasionada y le preguntó por la salud de su padre.
—Sigue igual. Le he estado poniendo paños fríos porque estaba ardiendo y hasta que no le ha bajado la calentura no se ha dormido. Por eso he tardado tanto…
—No importa, mujer. ¿Quieres ir a bailar? —dijo Juan ofreciéndole el brazo.
—Sí, pero una mihilla ná más. Mi tía se ha quedado en casa, pero me sabe mal no estar allí para ayudar —contestó agarrándose al chico.
Bajaron a la plaza en la que una mujer vestida de flamenca ataviada con infinidad de collares cantaba una canción llamada «Anda jaleo». La artista la había aprendido en las mismísimas sesiones en que la bailaora y cantaora la Argentinita, junto al poeta Federico García Lorca al piano, la habían grabado en discos gramofónicos de pizarra en 1931 junto a otras canciones populares. Buscaron a sus conocidos entonando la letra, rieron con ellos tarareando el «Himno de Riego» en honor a la República, danzaron al ritmo del pasodoble «Suspiros de España» y se emocionaron con la copla «En el Café de Chinitas».
Todos se lo pasaban bien menos María, que se dio cuenta cómo Juan perseguía con la vista disimuladamente a la mujer de la escalinata. El chico tenía curiosidad por ver cómo se movía «la Parisina» y si alguien del pueblo la rondaba, circunstancia que descartó, a pesar de ser el centro de atención del grupo de hombres anarquistas que la rodeaban. Con tal de recuperar su primacía en los intereses del chico, María probó todas las estrategias sensuales que se le ocurrieron: se dejó besar en la boca, lo acarició e incluso permitió que le metiera mano sin rechistar. La idea de perder a Juan la hacía sentir vulnerable y con un miedo terrible a la soledad. Pero el plan de dejarse tomar por el hombre funcionó... hasta que la música se paró sin previo aviso.
La multitud dirigió sus miradas hacia el escenario comprobando cómo varios anarquistas encabezados por Frasco se habían subido encima y charlaban con los músicos. Sus compañeros de ideología lanzaban vítores y piropos mientras los comunistas y los apolíticos observaban con recelo el panorama. Al poco, comenzó a sonar la melodía de «Hijos del Pueblo», uno de los himnos más aclamados del anarquismo, y sus seguidores se desgañitaron cantando al unísono. Una vez finalizaron, los anarquistas estallaron en aplausos, momento que aprovechó Bonifacio, el comunista más viejo del lugar, para subir a las tablas.
—¡Ahora tocad «la Internacional»!
—Pero con la letra de la CNT —sugirió Frasco, que aún estaba en el escenario.
—¡Qué CNT ni qué niño muerto! ¡Aquí se canta la versión comunista original como toda la vida! —replicó el anciano con vehemencia.
Una voz masculina sin identificar entre el público gritó: «¡La original es de maricones!». El canoso Bonifacio enfureció.
—¡Me cago en Dios! ¿Quién pollas ha dicho eso? ¡Me estáis tocando los cojones! Ni un puto anarquista de este pueblo ha ido a votar. No como en otros sitios de España, donde los vuestros han puesto dos huevos apoyando al Frente Popular. Pero aquí... Aquí solo sabéis quejaros y liarla como en Casas Viejas. ¿Y ahora os queréis apropiar de la victoria en las urnas?
—¡Te puedes meter las elecciones en el culo, Boni! —vociferó Satur entre la muchedumbre —. Ahora es momento de hacer la Revolución, de demostrar a los cabrones de la burguesía y del Gobierno que no los necesitamos.
Empezó entonces un intercambio dialéctico de ideas políticas que el público jaleaba más por defecto que por convicción, pues la mayoría eran analfabetos que no distinguían un discurso de otro. Excepto los líderes que discutían, quienes habían leído y entendían las principales obras teóricas de sus corrientes, el resto hablaban sin saber qué decían, mezclaban ideas antagónicas y jamás habían cogido un libro de Marx o Bakunin. Aun así animaban con pasión a sus gallos de pelea ideológica.
—¡Esta es la desgracia del movimiento obrero! ¡No somos capaces de luchar juntos para organizar el mundo! Solo los rusos han podido —lamentó Bonifacio.
—¿Los rusos? ¡Cuchi el viejo, que bocaná acaba de soltar! En Rusia se hicieron con el poder la minoría bolchevique y gobiernan por una dictadura. ¡Yo me cago en Lenin, en Stalin y en su puta madre! —soltó indignado Frasco.
Tras el insulto, los asistentes empezaron a discutir entre un bando y otro hasta que dieron inicio los empujones. Varios comunistas se auparon a hombros de sus compañeros y descolgaron los banderines rojinegros, lo que propició que los zarandeos se convirtieran en puñetazos. Juan dio un paso al frente para unirse a la pelea, pero María lo estiró de la mano sacando de sus casillas al joven.
—¡Déjame, María! ¡Los míos me necesitan!
—¡Yo también te necesito! Tengo que ir con mi padre. Se está haciendo tarde y le he dicho a mi tía que estaría pronto en casa —suplicó nerviosa.
—¿Cómo quieres que deje a mis camaradas en la estacada?
—Ven acá p'acá, Juan. Y te quedas a dormir... —propuso mirando al suelo.
La pelea desapareció de la mente de Juan. Hacía meses que esperaba algo así: una oportunidad para perder la virginidad. Sus amigos ya habían fornicado en multitud de ocasiones y él solía mentir al respecto por vergüenza para con los demás. La muchacha volvió a tirar con fuerza de su brazo sin que Juan se opusiera y caminaron abrazados sin decirse nada. El joven pensó en las palabras del esmirriado Emilio, uno de sus compañeros de trabajo, quien parafraseando a Quevedo solía afirmar: «Polla dura no cree en Dios». Y Juan añadió para sus adentros: «Ni en Dios, ni en Marx, ni en Lenin, ni en nada que no sea meterla en caliente».
Entraron a la humilde pero espaciosa casa de María por la parte trasera, donde estaban las cuadras antaño repletas de gallinas, cerdos y aperos de labranza. Ya no había nada de aquello desde que hacía tres años perdiera la vida la madre de María dando a luz a un niño que tampoco sobrevivió, como tampoco lo hicieron la alegría del hogar, el cuidado de los animales y las fuerzas de su padre. Se introdujeron en la construcción hecha a base de piedras y argamasa, cal para blanquear y techos de madera. Hicieron ruido adrede para que la tía Angustias advirtiera su presencia y pasaron al dormitorio de su padre.
La habitación estaba en penumbra y despedía un hedor pútrido producto de la enfermedad conjugada con la escasa ventilación. La tía de María cosía a los pies de la cama mientras el convaleciente dormía con una respiración atrancada bajo un enorme crucifijo. El padre trabajaba las tierras del señorito del pueblo, don Manuel, pero llevaba semanas con fiebre y escupiendo sangre. María también prestaba sus servicios en casa del señorito limpiando y gracias al buen corazón de este había tenido gran libertad para cuidar de su progenitor.
La pareja charló con la tía Angustias sobre lo que había ocurrido en la plaza y tras asegurarla que después de cenar Juan se marcharía a su casa, se despidieron. Comieron en la cocina pan y queso rehogado con buen vino mirándose en silencio. El chico estaba impaciente por lo que pronto comenzó a acariciar las manos de María, quien se dejó hacer nerviosa pero ardiendo en deseo. Juan lo era todo para ella: su salvación, su única ilusión, el tren que debía coger para abandonar su triste existencia y formar una familia plagada de niños. Para Juan era más sencillo: María le gustaba desde pequeño como muchas otras chicas, pero ella era la que le hacía más caso y, sin duda, la que le ofrecía más probabilidades de descubrir el sexo. No se planteaba si quería pasar con ella el resto de su vida ni pensaba nunca en el futuro.
Se besaron, se manosearon y se olvidaron del mundo entregándose al desenfreno. Se tumbaron en la cama de María quitándose la ropa con torpeza. Ella se ruborizó al mostrar su desnudez y él sintió que su pene estaba tan duro que le iba a reventar. Se amaron de forma rápida, inexperta, con más preocupación por hacerlo bien que por disfrutar del acto en sí. A María, los escasos tres minutos que duró se le hicieron inacabables por el tremendo dolor que sentía en sus partes íntimas. En lo que respecta a Juan, apenas le parecieron unos segundos que más que gozo le otorgaron la satisfacción de haberse convertido en un hombre.
Para ambos fue la primera vez y había sido diferente a lo que habían escuchado o imaginado. Pero jadeando sobre las sábanas, con sus sexos bañados en sangre y flujos, lo que seguro que no pensaban era que en el semen de Juan hubiera un espermatozoide capaz de fecundar un óvulo de la joven...