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CAPÍTULO 4

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En la vida, hay fases en las que se concentran infinidad de sucesos en un corto período de tiempo. Como si el Universo los estuviera almacenando, atándolos en corto, conteniéndolos, para liberarlos en el instante preciso en que confluyan y provoquen un hondo impacto en los protagonistas afectados. Pueden pasar días, semanas, meses e incluso años, en que la existencia de una persona no sea más que un divagar deambulante de acciones repetitivas y vacías, un devenir rutinario sin aparente fin ni trascendencia. Pero en ocasiones todo se acelera y se estira como un chicle, dando cabida a episodios de gran peso en nuestra historia particular.

De cómo salgamos de estas situaciones dependerá nuestro futuro más inmediato y su gestión dibujará las bifurcaciones del mapa de nuestra biografía.

Por eso, es importante distinguir entre los momentos y los MOMENTOS, en mayúsculas. Aquellos en los que hay que estar atento para no quedarse inmovilizado, aquellos en los que lo que piensas, dices y haces entran en conflicto. En definitiva, circunstancias en las que se demuestra si la persona que eres y la que dices ser es la misma.

Y Sergi, Silvia, Pesicolo y Laia, cuatro amigos que habían quedado para cenar, se encontraban en uno de esos MOMENTOS, aunque no fueran conscientes de ello. Porque a la vida, al Universo, le da igual si percibes esta realidad o está fuera de tu marco filosófico. Tampoco le importa si te crees o no preparado para afrontar lo que te pasa. El clic ya había sonado, el botón On estaba en marcha y la precipitación de sucesos habían provocado que la primera ficha del dominó colocada en vertical y en fila empujara a la segunda. Era fácil deducir lo siguiente que pasaría...

El anfitrión y Pesi acondicionaban entre risas la mesa en el exterior mientras Silvia acababa de preparar las bandejas de comida en la cocina. El cuarto comensal, Laia, llegaba tarde como de costumbre. En un momento que las caras de los chicos estuvieron a punto de tocarse, Pesi se dio cuenta de las ojeras que dominaban las facciones de Sergi.

—Pareces cansado, tío. ¿Estás bien?

—Estoy bien, lo que pasa es que he dormido fatal esta noche.

—¿Y eso?

—No sé... El calor, supongo —mintió Sergi.

—¿Va todo bien con Silvia? —preguntó sospechando que algo no cuadraba y que su amigo de la adolescencia pretendía salir por la tangente.

—Que sí... Solo es que no he descansado como toca.

—Vale, vale. ¿Y el curro? —insistió Pesicolo sin darse por vencido—. ¿Lo llamo así, no? Porque es como si fuera eso… un curro. ¿O no?

—¡Shhh! —le advirtió Sergi mirando hacia el interior de la casa—. No hables tan fuerte, que te puede oír Silvia, desgraciado.

—No seas paranoico, brother. Si está ahí dentro escuchando Extremoduro a todo trapo. Venga, no me hagas más quiebros a lo Messi que no me vas a despistar. ¿Cómo va tu vida de camello? ¡Contesta! —le exigió apuntándole con un cuchillo de untar a modo de espada.

—Otro pavo igual que mi vecino… ¡Qué no soy un camello, coño!

Tranqui, tío. ¿No habrás tenido algún problema, verdad? ¿Me lo hubieras contado sí o sí? ¿Eh? —Sergi negó con la cabeza—. Entonces, ¿cómo va?

—Pues ahí va, cansino —respondió Sergi suspirando.

—Vaya respuesta, tío. Pareces Sara Montiel… —Pesi comenzó a moverse imitando a la cantante e interpretando una de sus canciones. Se hizo con dos vasos y los pegó a su cuerpo a modo de pechos de mujer—. ¡Ay ba! ¡Ay ba! ¡Ay babilonio que marea! —Se fue acercando hacia su compañero hasta que consiguió tocarlo.

—¡Quita bicho! —exclamó evitando el contacto de los vidrios—. Mira que eres payaso. ¡Tira p’allá calvorota!

—Pues dime si es un «ahí va… bien» o un «ahí va… mal» —dijo moviendo los labios emulando a la artista sin verse afectado por el insulto de Sergi.

—Va bien, hombre. Si me hubiera pasado algo ya lo sabrías.

—Al final siempre te sales con la tuya para no responderme qué te pasa. Eres el rey del escapismo. El puto Houdini de Sants —bromeó refiriéndose al famoso ilusionista y al barrio en el que los dos se habían criado.

En aquel momento apareció Silvia con un look rockero que combinaba una falda de cuero y un top del grupo de grunge Nirvana. También lucía un nuevo peinado y un tono de pelo diferente, pero ni su novio ni Pesicolo cayeron en la cuenta. Llevaba con gran agilidad una ensaladera hasta los topes en una mano y una fuente con pan en la otra. Los dos jóvenes acudieron a ayudarla en cuanto esta se dejó ver por la terraza. Seguidamente, los tres fueron al interior para traer más comida y bebidas, circunstancia que Sergi aprovechó para interrogar a Silvia.

—¿Qué pasa con Laia? ¿Siempre llega tarde esta mujer o qué?

—La puntualidad no es una de sus virtudes, ya lo sabes. Pero tiene otras muchas cualidades —dijo guiñándole un ojo a Pesi y bajando el volumen de la música—. ¿Tienes prisa? No seas agonías.

—Solo espero que se haya acordado de traer el hielo —advirtió Sergi malhumorado.

—Tranquilo —contestó dándole un beso en su cara hierática—. Me acaba de escribir un wasap diciéndome que ya llega. Supongo que se habrá acordado de comprarlo…

Sergi miró a Pesi incrédulo, pero a los pocos segundos sonó el timbre del portero automático y Silvia fue a abrir dirigiendo una mirada a sus compañeros como diciendo «lo veis, ya está aquí». Volvió casi al instante dejando la puerta de la casa abierta y continuó colocando los últimos detalles de la mesa. Mientras tanto, les explicó a los chicos que Laia tardaría un rato en subir, pues ella nunca cogía un ascensor y el piso estaba situado en la séptima planta. Desde que tenía uso de razón, Laia sufría un miedo atroz a los espacios cerrados y a medida que pasaban los años su claustrofobia iba en aumento.

La mujer llegó a la terraza con la cara roja y la lengua fuera, pero no tardó en recobrarse y hacerse notar. Su vestido estampado oversize granate con motivos florales ya era llamativo de por sí, pero nada que ver con su forma de hablar chillona.

—¡¡¡Ey, chicos!!! ¡¡¡Esa peña cómo mola se merece una ola!!! ¡Uuuh! —gritó alzando los brazos—. ¡Disculpad el retraso!

Silvia y Pesi se giraron hacia ella sonriendo, pero Sergi solo consiguió curvar la boca hacia arriba de forma forzada. La recién llegada se presentó ella misma a Pesi y repartió besos a todos efusivamente, aunque al tocarle el turno a Sergi notó la frialdad que emanaba el muchacho. Todo lo contrario que su amigo, que le hizo una radiografía completa. Aparte del vestido, le llamó la atención su media melena recogida en forma de trenza y sus labios carnosos. Le hizo falta un examen más detallado para descubrir unos preciosos ojos marrones algo grandes para las dimensiones de su cara. También se dio cuenta que mientras a la pareja y a él mismo aún le faltaban un par de años para llegar a los treinta, Laia ya hacía tiempo que había entrado en aquella década.

—¡Estás guapísima! —exclamó Silvia cogiéndola de las manos.

—Botines con este calor… ¿En serio? A veces no sé si te va el rollo hippie o eres una pija renegada —intervino Sergi con aire de desdén.

—¡Soy «hippija»! ¿A ti qué te parece Pesi? ¿Te puedo llamar así, no?

—Me puedes llamar como quieras. ¡Y a mí me parece que vas fantástica! —comentó sintiéndose ridículo por el atuendo tan informal que él llevaba y provocando que Sergi pensara que era un «pelota calentorro».

Cuando Laia reparó en el cabello caoba de intenso rojizo que le caía sobre los hombros a Silvia abrió los ojos como platos.

—¡Hala, tía! ¿Cuándo te has teñido? ¡Nunca te había visto con este color! ¿Ya lo habías llevado alguna vez?

Los hombres se fijaron en ese detalle. Pero un mismo gesto o hecho, unas mismas palabras, tienen efectos diferentes según la persona implicada. Para Pesicolo fue un dato pintoresco sin repercusiones. Sergi, en cambio, sintió que le clavaban una estaca en el corazón. Tanto por no haber notado el cambio como por ser conocedor del momento exacto en que Silvia había llevado ese tinte en el pasado.

—Sí… Lo llevaba en los tiempos en que conocí a Sergi… —El amargor mezclado con unas gotas de decepción por no haber gozado de la atención del muchacho fue percibido por los allí presentes—. Pero no me lo había vuelto a poner. Y de eso ya hace…

—Oye, Laia, ¿el hielo lo has dejado en la cocina? —interrumpió Sergi buscando una huida hacia delante.

—¡Hostias! ¡Lo siento! ¡Se me ha ido la olla! —exclamó echándose las manos a la cabeza con gran teatralidad—. Sorry, sorry… Voy a por él ahora mismo.

—Déjalo. Ya bajo yo —respondió contrariado—. Si vas tú en vez de cubitos subirás dos bolsas de agua…

Pesi decidió seguirlo. Bajaban en el ascensor cuando se fijó en cómo iban vestidos a través del reflejo del espejo y observó que los dos llevaban unos pantalones vaqueros cortos, chanclas y una camiseta. La diferencia residía en que la de Sergi era blanca sin dibujos, mientras la de Pesi simulaba el logo de Nintendo, si bien en ella podía leerse «Nontiendo».

—Si lo sé me pongo otra ropa. ¿Has visto cómo van ellas? No me dijiste que a Laia le molaba el rollito bohemio. Si lo sé, le pregunto a Silvia...

—¿Qué me quieres decir que tú vas como un bohemio así? A las tías les gusta arreglarse, maquillarse un poco, vestirse como si fueran de fiesta… Y Laia solo lleva un vestido, no va de etiqueta, colega…

—No me jodas, brother. Para ti es fácil. Con ese cuerpo que te ha dado Dios, tu melenita, tu barbita de dejao en plan interesante… Joder, si hasta las putas manchas de nacimiento que tienes en el cuello y en el hombro te hacen sexy. Así liga cualquiera. Te pongas lo que te pongas. Pero yo… Con esta barriga cervecera y este cartón de aquí —lamentó tocándose la calva—. Que si me ven los del camión de reciclaje me llevan p’alante

—Va, tío, tú sin camisetas cachondas no serías el mismo.

—A ver si tú te crees que voy a hacer limpiezas bucales a la clínica así…

—No, ya sé que te pones unos botines como los de Laia en pleno verano —dijo Sergi rodeándolo con los brazos a la vez que le daba golpes en su cabeza despoblada.

—Oye, ¿a ti qué te pasa con esta tía? —preguntó saliendo del elevador—. ¿Te cae como el culo o qué? ¡Es que no cuentas nada, tío!

—¡Qué va! Tampoco te creas que he coincidido mucho con ella. Silvia la conoció en el trabajo y la habré visto seis o siete veces. Pero no sé… No me da buen feeling. Parece que todo el insti está que no caga con ella, así que el raro debo ser yo. Ahora bien, lo del hielo me ha tocado los huevos…

Al salir del ascensor, Pesi le aguantó la puerta a una muchacha de apenas veinte años de rasgos hindúes cargada de bolsas de la compra. La india, vestida con un sari púrpura y grandes pendientes dorados, le sonrió moviendo su cabeza a modo de agradecimiento. Sergi, que no le había hecho ni caso a su vecina, salió disparado hacia el colmado regentado por paquistaníes situado al otro lado de la calle. En el rápido desplazamiento, a Pesi le asaltó una duda que quiso resolver en aquel mismo instante.

—¿Ya les has dicho algo a Silvia?

—¿De qué? —contestó molesto con oír esa pregunta por segunda vez en el día.

—Joder, Sergi. ¿De qué va a ser? ¿No te suena haber ido el miércoles pasado a comprar algo con un fajo de billetes?

—¡Ah, eso! Es que pasas de un tema a otro. Pues… Es que no he encontrado el momento adecuado. No tengo claro cómo se lo va a tomar, cómo decírselo…

—¡Suéltaselo y ya está! A lo mejor hoy, que estás rodeado de amigos, es la oportunidad perfecta. ¿Sabes qué te quiero decir? —respondió Pesi intentando infundir ánimos a su colega.

—¿Y tú y Laia mirando? No sé… Ya veremos…

El día que vuelva no me marcharé jamás

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