Читать книгу El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido - Страница 8
CAPÍTULO 5
ОглавлениеLas chicas se habían puesto cómodas en la terraza del ático y charlaban cerveza en mano. Laia se lio un cigarrillo con habilidad y le ofreció uno a Silvia, aunque sabía que lo había dejado hacía tiempo y lo iba a rechazar.
—¡Qué fuerza de voluntad, neni! Yo lo he dejado un montón de veces, pero es que cuando veo un cigarro… Me mira con esa carita gritando «fúmame, Laia, quiero sentir tus labios» —exclamó cerrando los ojos y poniendo morritos.
—Mark Twain decía: «Dejar de fumar es fácil. Yo ya lo dejé unas cien veces».
—¡Qué bueno! Lo pondré en Facebook. ¿Y Sergi tampoco ha vuelto a fumar?
—Dice que no, pero sé que lo hace a escondidas. No lo entiendo, pero…
—Ridículo… Mmmm, qué te iba a decir… ¿Tú le has dicho algo de nuestras conversaciones? —la interrogó Laia.
—Ya sabes que últimamente solo discutimos por el mismo tema.
—Eso ya lo sé, tía. Me refiero a si le has comentado que tú y yo hablamos sobre «el tema» —dijo Laia marcando las comillas con sus dedos.
—¿Estás loca? ¿Para qué te iba a meter en esto?
—No sé… Es que lo noto algo tenso conmigo. Está en plan «¡aaaaargh!» —comentó sacando las uñas como si fuera un felino a punto de atacar.
A Laia se le había apagado el cigarro y por más que intentaba encenderlo le era imposible porque el mechero había acabado su gas. Silvia la tranquilizó diciendo que tenía unos cuantos en la cocina y le hizo un gesto para que la siguiera. Antes de entrar, Laia cogió el minúsculo bolso que había traído, sacó su móvil y abrazó a Silvia para hacerse un selfie. Las amigas posaron alegres ante la cámara y, tras dar el visto bueno al resultado, la autora lo publicó con pasmosa rapidez en las redes sociales. Una vez entraron, Silvia se puso a buscar mientras Laia miraba los likes que ya tenía la instantánea e incidió en la conversación que acababan de tener.
—¿Pero él que te dice cuando discutís?
—Nada, ese es el problema. Que dice muchas cosas, pero al final no dice nada. Es que es imposible hablar con Sergi sobre nuestra relación, hacia dónde vamos…
—Ya hace mucho tiempo que te lo digo, cariño. Con este tío no vas a ningún lado. ¿Qué lleváis seis años juntos, neni? —Silvia asintió encaramada a un armario—. Y en seis años no le has sacado ni una respuesta clara de si quiere tener hijos, de si piensa en casarse…
—¡Qué va! Siempre que hablamos de esto acabamos de mal rollo, cambia de tema, se hace el loco… Y si insisto ya se lía… —contestó acercándole un encendedor.
—¡Merci! ¡Mi salvadora! Mira, amor… Sabes que te quiero. Tú siempre hablas de formar una familia, ponerte un vestido blanco larguísimo el día de tu boda… Si lo hemos hablado un millón de veces, neni. Sergi no te va a dar nada de eso.
—Pues quizá te llevas una sorpresa. Y yo, claro…
—¿Y eso? ¡Cuenta, cuenta!
—Pues la semana pasada escuché a escondidas que Sergi hablaba por teléfono y le decía, supongo que a Pesi, que ya se había decidido, que le tenía que ayudar a escoger, que le daba igual que fuera mucha pasta…
—¿Y? —inquirió Laia arrastrándola de nuevo al exterior.
—¿Cómo que «y»? Pues que a lo mejor me ha comprado un anillo.
—O no… Pero vamos, es tan fácil como mirar el extracto del banco.
Silvia bajó la mirada avergonzada y ambas tomaron asiento en las mismas sillas de antes. Su réplica le salió de la boca con un hilo de voz.
—Es que cada uno tiene su cuenta, solo hay una común para los gastos y nada más. No sé el dinero que tiene ni en qué se lo gasta. Piensa que cobra un poco del paro y en el trabajo en el que está le pagan en negro, aunque no sé ni cuánto gana…
—¡Cágate lorito! —exclamó Laia levantándose de su asiento—. Me dejas muerta. ¿Y te parece normal, neni? En serio, no sé a qué aspiras con este tío… Voy al baño, ahora vuelvo.
La mujer del vestido granate se introdujo en la casa sin separarse de su móvil ni del bolsito. Al entrar en el aseo puso el cerrojo y antes de que la angustia por estar atrapada entre cuatro paredes pudiera atacarla, abrió de par en par la ventana que daba al patio de luces. Saber que había una obertura al exterior equilibraba su miedo irracional. Además, el mono que había empezado a sentir hacía que fuera capaz de cualquier cosa con tal de acabar con la abstinencia. Sacó del bolso un espejo y un poco de coca que trabajó con el carné de identidad. La cortó muy fina disponiéndola en forma de raya y la esnifó con fuerza. No tardarían en llegar la euforia, la energía desbordante, las ganas de conversar con fulano, mengano o zutano, qué más daba, y el cerebro en posición de alerta.
Tras recoger sus utensilios narcóticos se sentó en la taza del váter con la cara apoyada sobre las palmas de sus manos. Pensó en qué pasaría si Silvia la viera drogándose y lo dijera en el instituto. ¿Una psicóloga orientadora que se mete perico y después ayuda a los alumnos con sus problemas? Patético. Una cosa es que algún colega de profesión supiera que de vez en cuando se fumaba un porrillo y otra muy diferente que no hubiera día en que la coca danzara por su sangre. No duraría demasiado en la escuela y prácticamente podría decir adiós a su carrera profesional. Y si encima se enteraran a qué dedicaba su tiempo libre… No, eso no tocaba ahora. Ahora lo que tenía que hacer era disfrutar de una cena con amigos, mostrar su cara más simpática y conocer a ese tal Pesicolo a pesar de la pobre impresión que le había dado. Así que respiró hondo, quitó el pestillo y antes de abrir la puerta se dijo a sí misma: «Sonrisa Profidén, calma y a cenar, que los chicos ya deben haber llegado».
Cuando Laia apareció de nuevo en la terraza, sus compañeros ya estaban sentados alrededor de la mesa. Empezaron a comer y a charlar como cuatro jóvenes con ganas de divertirse, siendo Silvia la que ejercía de moderadora con la intención de que Pesi y su amiga se familiarizaran. Su esfuerzo unido al alcohol hizo fluir la conversación, la cual derivó hacia las alabanzas al éxito laboral de la psicóloga. Pesi, en cambio, se mostró más pesimista al hablar de su ocupación.
—Debe ser una pasada eso de dedicarse a lo que uno quiere.
—¡Tú eres dentista! ¡Tampoco está nada mal! —comentó Silvia.
—Sí, pero es diferente. Yo lo soy por obligación. Mi padre no me dio alternativa: o me preparaba para trabajar en su clínica dental o me podía olvidar de él. No os podéis imaginar la presión familiar que he tenido…
—Bueno, yo también la tuve y no me quedó más remedio que enfrentarme a mis padres. De hecho, hace años que no tengo contacto con ellos… —respondió Laia melancólica.
—¿Y eso? ¿Por qué? —Quiso saber Pesi.
—¡Ufff! Ya te contaré un día… Mucho lío… Yo es que no he sido una hija modélica, precisamente. Con dieciséis años me escapé de casa para irme de okupa, luego volví, me fui otra vez a los dieciocho tras discutir con mi madre… —Laia se dio cuenta que los dos hombres la miraban expectantes y decidió frenar el desnudamiento de sus años mozos—. Por eso te digo que lo de hacer algo porque mis papis me obligan… No sé, me parece un poco… —dudó si acabar la frase.
—De cobardes. Lo sé. —Pesicolo pegó un trago a la cerveza para digerir mejor sus propias reflexiones—. ¡Pero acabaré cumpliendo mi sueño de verdad!
—Ahora vas a flipar —advirtió Silvia tocándole el brazo a su amiga.
—¡Quiero dirigir mi propia película! ¿Qué te parece?
—Solo espero que sea mejor que aquel corto que grabamos en el instituto —apuntó Sergi—. ¿Cómo se llamaba?
—¡Alberto hasta el amanecer! —gritó Pesi desternillándose de risa ante la mirada atónita de las chicas que no entendían la gracia—. Por la peli de Rodríguez y Tarantino. ¿No os suena? Unos pavos que se convierten en vampiros, el Bar de La Teta Enroscada… ¿No? ¡Bah! Es igual… Pero ahora quiero hacer un proyecto serio y presentarlo a un concurso. Lo que pasa es que necesito pasta y de eso no voy sobrado.
—Quiere hacer algo ambientado en el Imperio romano. Yo le asesoraré un poquito… ¡Me tienes que dejar lo que has escrito! ¡Y se lo podrías pasar a Laia también! —dijo Silvia consiguiendo la sonrisa ilusionada de Pesicolo.
—¡Claro! Espera que te agrego al Facebook, WhatsApp, Twitter…
—Sí, pero como no te toque la lotería lo tienes chungo, chaval —agregó Sergi.
—Por eso juego cada semana, brother. El día que me toque verás…
Los jóvenes se intercambiaron los números de teléfono y sus cuentas cibernéticas, momento que aprovecharon para sacarse algunas fotos. Continuaron hablando de forma distendida sobre los temas más variopintos y mundanos imaginables hasta que Sergi le pidió a Pesi que dejara de hacer ruido al masticar.
—¡Colega! ¡Pareces un cerdo comiendo! Contrólate, que siempre estás igual.
—¡Qué pesado eres! Este tío es un enfermo. Lleva toda la vida dándome por saco con lo mismo.
Era una discusión recurrente. Sergi no podía reprimir su rabia al escuchar a alguien comer con la boca abierta, en especial a su amigo. No podía entender por qué al resto le daba igual, ni lo percibía, y a él lo irritaba hasta tal punto que había tenido que levantarse de la mesa en más de una ocasión en el pasado para tranquilizarse.
—¿Es que a vosotras no os molesta ese «miac, miac, miac»? Es insoportable.
—A eso se le llama «misofonía». Odio al sonido o, mejor dicho, a determinados sonidos: el de masticar, sorber, toser… o el que hacen algunos objetos. Es un trastorno psiquiátrico tipificado —aclaró Laia tirando de sus conocimientos.
—¡Vaya! Ha hecho falta que venga una psicóloga a esta casa para que se reconozca que este pavo es un trastornado —bromeó Pesi y todos rieron, menos Sergi que puso cara de querer matarlo.
—Me voy a hacer unos cubatas —dijo el ofendido incorporándose.
—Te acompaño, que siempre me hacéis la pirula. Que yo el ron lo bebo con Pepsi, no con Coca Cola. Ahora entiendes por qué me llaman Pesi, ¿eh, Laia?
Los dos jóvenes fueron a la cocina y Sergi se percató de que su amigo caminaba renqueante.
—¿Estás cojo o vas como una cuba?
—Llevo unos días con un dolor en el tendón de Aquiles que me va y me viene.
—¿Y se te activa con el alcohol? —preguntó, mientras ponía hielo en las copas.
—No, capullo, cuando estoy un rato relajado. —Pesi se giró y cogió por los hombros a su compañero—. ¡Escúchame, tío! ¡Ha llegado el momento de decírselo!
—Ufff… qué palo. —Sergi soltó todo el aire que tenía dentro y puso los combinados en una bandeja—. No sé yo si ahora…
Pesicolo agarró la cara de Sergi con las dos manos y a escasos centímetros de esta le habló con solemnidad:
—¿Tú te acuerdas cuando en Juego de Tronos Bran Stark le pregunta a su padre si se puede ser valiente cuando uno tiene miedo? —Sergi esperó impaciente que continuara su discurso de arenga—. Eddard Stark respondió: «Es el único momento en que se puede ser valiente».
No contestó y al verlo pensativo, Pesi sintió que lo había convencido.
—¿Sí o qué? Con dos cojones. ¡Si es que vas a decírselo tarde o temprano!
Al regresar junto a las chicas, estas miraban en el teléfono comentarios jocosos sobre alguna de las fotos recién colgadas. Repartieron los combinados y al hacerse el silencio, Pesi le dio un codazo a Sergi que ellas percibieron llamando su atención. El muchacho balbuceó nervioso unas palabras ininteligibles mirando a su novia, la cual sintió un latigazo eléctrico que recorrió su cuerpo. «¡Ay, Dios! ¿Me va a pedir que me case ahora? ¿Aquí? ¿Con estos dos de público?», pensó Silvia.
—Pues nada… Que después de pensarlo mucho… Pues…
«¿Joder, se lo va a pedir en serio?», dijo para sus adentros Laia.
—Pues que me he comprado una moto con lo que tenía ahorrado.
Como si le clavaran un puñal, como si un castillo de naipes se derrumbara, como unos niños que acuden al parque de atracciones y lo encuentran cerrado. Así se sintió Silvia. Helada, estúpida, incrédula. Miró a Laia con los ojos húmedos mientras su amiga negaba con la cabeza y acabó huyendo hacia el interior del ático antes de estallar en lágrimas.