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CAPÍTULO 3

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Los pensamientos pasean por nuestra cabeza con irreverencia. No tocan a la puerta ni piden permiso para entrar. Como si nuestro cerebro fuera un bar: entran, se toman algo y se van. En ocasiones, son tan recurrentes como los clientes asiduos. Los hay alegres, cansinos, desagradables y otras mil variedades. También están los fugaces, que piden un café, lo pagan mientras se lo sirven y cuando se marchan no vuelven a aparecer nunca más. Otros se presentan por temporadas o con intermitencia, pero todos alzan la mano apoyados en la barra reclamando nuestra atención, ya sea con paciencia o queriendo pasar por encima de los demás.

De camino al Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona, situado al lado de la Catedral, a Silvia le asaltó un recuerdo que hacía tiempo que no se daba cita en el pub de las reflexiones de su mente. Recordó cómo antes de toparse con Sergi su único objetivo era licenciarse en Historia por la UB e iniciar el Doctorado en Palma de Mallorca, ciudad en la que había nacido. Pero la noche que lo conoció de forma inconsciente decidió mantener el ancla en Barna trastocando el rumbo de su vida. Se autoimpuso trabajar para dejar de estar mantenida por sus padres y fue camarera, dependienta, guía… hasta que consiguió asentarse en un instituto como profesora. De eso hacía dos años, los mismos que habían transcurrido desde que se matriculara en los cursos de Doctorado. No era fácil compaginar trabajo e investigación, pero su amor por la Historia no tenía límites. Tampoco parecían tenerlos sus sentimientos hacia Sergi, pero últimamente le estaban pesando demasiado las cadenas del amarre. Tanto, que en determinados momentos más que atracada en un puerto se veía varada, atrapada en una playa desértica…

No quería pensar en Sergi, ni en sus vacilaciones más íntimas, por lo que se centró en su tesis. Mientras aparcaba la moto y entraba en el edificio, repasó los avances que había hecho en sus estudios sobre el exilio durante la Guerra Civil española, una época que la atraía desde siempre. Siendo adolescente coleccionaba carteles de propaganda republicana, buscaba por Internet música de aquellos años, devoraba todos los libros relacionados… Su madre solía decirle que se había equivocado de año al nacer. No había dudas de cuál iba a ser la franja temporal en que se iba a mover, pero acotar la temática de investigación le resultó complicado hasta que dio con una obra que acabaría definiendo su objeto de estudio.

Como si el espacio temporal se hubiera ensanchado, en apenas un minuto le inundaron infinitas instantáneas vitales de su fichero craneal. Rememoró la fiesta de Sant Jordi de hacía tres años. Paseaba con Sergi por los inabarcables puestos de libros que habían tomado el Passeig de Gràcia cuando este tropezó con unos tomos que estaban apilados y ambos se agacharon a recogerlos bromeando sobre su torpeza. Fue entonces cuando Silvia sostuvo entre sus manos un ejemplar que recogía imágenes acompañadas de testimonios de españoles que habían abandonado el país con el estallido de la guerra y con el establecimiento del régimen franquista.

El impacto que le causaron esas páginas que retrataban las formas de vida en los campos de internamiento de Francia fue brutal. Confraternizó de tal forma con las personas inmortalizadas en blanco y negro, que pudo sentir en sus carnes el desgarro emocional que estaban sufriendo los protagonistas de las mismas. La pena, el olor a mugre, el frío, el hambre, la insalubridad, el desamparo… Hizo falta que Sergi interpusiera su cara entre Silvia y el libro para que saliera del hechizo que la había atrapado, cuyos efectos duraron hasta que leyó la obra tras adquirirla y la colocó en su abarrotada estantería...

Cruzó el patio interior columnado como un rayo dejando atrás la bulliciosa ciudad y, tras subir al primer piso, agradeció el aire acondicionado de la enorme sala, que contrastaba de forma exagerada con la temperatura exterior. Una voz conocida la hizo volver del todo a la realidad diluyendo los restos de sus impertinentes recuerdos.

Bon dia, Silvia!

Se trataba de Marc, un becario veinteañero con el que había entablado una camaradería forjada visita tras visita. El joven la observaba desde el mostrador sonriente con su camiseta del grupo de rock británico Kasabian, sus gafas de pasta negra y el pelo recogido con una coleta. Sin duda, el síndrome «ya es viernes» había tomado el control de su cuerpo y la simpatía emanaba por los poros de su piel.

Bon dia! Da gusto entrar aquí... ¿Cómo puede hacer tanto calor ya?

—Debe ser cosa del cambio climático.

—Este verano está siendo horroroso y no ha hecho más que empezar... Pero bueno... ¿Y qué? ¿Qué tal se presenta el fin de semana? —dijo apoyando el bolso sobre la mesa.

—¡Buah! Collonut! Este finde tengo un cumpleaños y toca liarla en la Razzmatazz hasta que nos echen. Alcohol, buena música, amigos, mujeres... No se puede pedir más —contestó Marc con los ojos centelleantes.

—¡Uf! Marina, L'Ovella Negra, la Razz... ¡Cuántos recuerdos! La verdad es que hace mucho que no salgo de marcha. Pero mucho, mucho...

—Te estás contagiando de todos los «cara antigua sin plan» que vienen por el Archivo. Pronto serás una viejuna más con olor a naftalina... —bromeó Marc.

—¡No te pases, chaval! Que aún no tengo ni treinta años, pero yo la etapa esa de emborracharme e irme a dormir cuando sale el sol, ya la pasé.

—Ah, ¿sí? ¿Y en qué etapa estás ahora?

La pregunta de Marc era inocente. Se encuadraba dentro de una conversación informal sin más finalidad que la de crear una atmósfera amable. Pero a Silvia le removió el estómago y la dejó muda. Bajó la cabeza sin ningún tipo de respuesta: ni una ingeniosa y divertida con la que contrarrestar al gracioso de Marc, ni una clara y verdadera que darse a ella misma. Tal fue la cara de interrogación que puso la mujer que el becario prefirió cambiar de tema pensando que la había ofendido.

—Perdona, no quería... ¡Por cierto! ¡Ya nos han llegado aquellas entrevistas a exiliados que solicitaste!

—¡Ah, perfecto! —respondió entusiasmada saliendo de su propia oscuridad—. ¡Pues lo mejor será que me ponga al lío! ¡Venga, prepara el DVD!

Acompañó a Marc a una habitación pequeña repleta de ordenadores y este preparó la proyección. Silvia se puso los auriculares dándole las gracias al archivero mientras observaba cómo se marchaba. Esperó ansiosa el primer testimonio, que resultó ser el de un anciano del Vallès Oriental que había viajado a México gracias a su labor en una editorial. No escatimaba en detalles de las penalidades que había sufrido hasta que se había podido asentar en América Latina. Únicamente tenía palabras de agradecimiento hacia sus «hermanos mexicanos», pero no podía ocultar su odio a los golpistas. Se sucedieron diversas narraciones que contaban hechos parecidos en distintas partes del mundo: Francia, Inglaterra, la URSS, el norte de África e, incluso, Gibraltar. Hasta que llegó la intervención de Rosario...

La arrugada anciana se presentó con determinación diciendo que era una española más de las miles que habían pasado a Francia a principios de 1939. Sus primeras divagaciones se refirieron a terroríficas vivencias en los campos de Argelès y Saint-Cyprien. Contó que no disponían de agua potable en los barracones, que la comida era escasa, que la higiene consistía en baños helados sin jabón, que la humedad les atacaba con virulencia...

La centenaria abuela, vestida con una camisa carmesí y un jersey de rombos, cerró los ojos y respiró prolongando el silencio largo rato. Silvia la miró abducida por la fuerza de su presencia. Notó un hormigueo por la barriga que derivó en un escalofrío generalizado durante la pausa. La siguiente declaración la dejó helada: «allí perdí a mi bebé». Las lágrimas brotaron de la protagonista contagiando su dolor a Silvia. No era simple empatía, sino que reconocía aquellos sentimientos como si fueran los suyos propios. Las dos lloraron reviviendo historias de embarazadas enfermas que no eran atendidas. La propia Rosario había tenido que dar a luz en unos establos entre la paja y el estiércol, sin la supervisión de ningún médico. Pero su bebé no había aguantado el viaje de vuelta al campo de refugiados y murió sin superar las veinticuatro horas. Silvia se quitó los auriculares desencajada por una pena que la ahogaba. Los jugos gástricos subieron por su garganta, pero no llegaron hasta el punto de no retorno.

No dejaba de repetir para sus adentros «mi bebé, mi bebé» hasta que ella misma se preguntó extrañada: «¿Mi bebé? ¿Pero qué estoy diciendo?». Confundida paró la reproducción y apagó el monitor. Estaba sola, desconsolada y agobiada, por lo que sin ningún remordimiento de estudiante aplicada se marchó de allí tras recoger sus cosas. Por suerte, no tuvo que cruzarse con Marc. No hubiera sabido qué excusa ponerle para explicar su estampida. Una vez fuera, ayudada por la claridad exterior, un viento suave y el vuelo de unas palomas, consiguió recuperar la serenidad.

Ese viernes no iba a volver a entrar al Archivo, por lo que se bombardeó la cabeza con expresiones del tipo «un día de descanso me lo puedo permitir», «hace días que quiero pasarme por la librería», «aún tengo que comprar un par de cosas para la cena y prepararlo todo»... Además, en un rato quería ir a la peluquería a hacerse algo nuevo... O quizá viejo... Un color... Un peinado que hiciera tiempo que no se pusiera... No lo tenía claro, pero al menos había conseguido arrinconar los remordimientos y distraerse callejeando por el casco antiguo de Barcelona.

El día que vuelva no me marcharé jamás

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