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CAPÍTULO 8

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Sergi se levantó del sofá al advertir los primeros rayos de sol. Fue al cuarto de baño aturdido y ansioso apoyándose en la pared. Se encerró en él y abrió el grifo a su máxima potencia dejando correr el agua por el lavabo. Llenó las palmas de sus manos en varias ocasiones para mojarse la cara y pasarlas por la nuca, así como por las máculas semejantes a una gota de vino que tenía en la garganta y el hombro izquierdo. Disfrutó del contacto del fluido transparente en su cuerpo e incluso sintió un deseo irrefrenable de beber. Sabía que el sabor no era bueno, pero el placer de llevarse el líquido a la boca era inigualable. Bebió y bebió hasta calmarse, hasta conseguir la fuerza suficiente para seguir con su rutina…

En ocasiones como esta, en las que necesitaba recuperar la tranquilidad, se imaginaba que estaba en medio de un bosque rodeado de verde y manantiales naturales brotando por doquier. Sus labios sorbían, su garganta se lubricaba, saciaba la sed y conseguía sosegarse.

Vasile, su proveedor, como le gustaba llamarle, había solicitado sus servicios el día anterior, por lo que sabía que debía acudir al bar que regentaba en Gràcia. Era temprano y, además, aún no había sopesado suficiente su situación con Silvia, por lo que esperar a que se levantara y luego hablar con ella era una idea que le aterraba. Si además sumaba la extraña experiencia, sueño o lo que fuera que hubiera vivido de madrugada, lo mejor era marcharse y aprovechar la mañana para aclarar sus ideas.

Se preparó, cogió su mochila de cuero en la que guardaría la droga y escribió un pósit con el fin de engancharlo a la nevera avisando de su ausencia. Antaño, este había sido un lugar en el que pegar sus mensajes de amor y sus bromas de pareja feliz, pero hacía tiempo que solo se leían frases del tipo «falta leche» o «médico. Lunes. 10:30h». Por este motivo, Sergi dudó ante la vacía hoja amarilla. Tras unos segundos escribió «Tengo que hacer unos recados» (eufemismo de «tengo que hacer cosas y no te voy a decir qué»). Pensó cómo acabar la nota para que no sonara tan fría y puso «Te quiero. Sergi». La releyó sintiéndose un estúpido, pero no la modificó.

Decidió ir a pasear por el Parc Güell. No estaba lejos del lugar al que debía acudir más tarde ni tampoco del ático en el que vivía. Se puso la música de Iván Ferreiro, que le recordaba de forma premeditada a Silvia, y reinterpretó algunas de sus letras hasta parecerle que habían sido escritas para él y para ese momento. Con cada estribillo, con cada lamento del cantante, con cada melodía estremecedora, Sergi se sumía más y más en la oscuridad de su propio mundo.

Paseó sin prisas llevándose algo de nicotina adulterada a la sangre y observando el parque como nunca lo había hecho. Era el mismo lugar de siempre, pero era otro lugar… Su estado de ánimo, el paraje que albergaba dentro de sí mismo envuelto de acordes melancólicos, afectaba al paisaje externo y lo modificaba subjetivamente. El Parc Güell no había cambiado. El que había permutado era él.

Subió a la plaza y se sentó en los bancos ondulantes. A pesar de que los turistas comenzaban a invadir todos los rincones, Sergi parecía no verlos. Solo podía prestar atención a sus dudas ante las palabras de Silvia y a las sensaciones sufridas de miedo y déjà vu de las últimas noches. Su ritmo cardíaco se aceleró y la caja torácica lo oprimió al recordar los tiempos en que su padre les había abandonado a él y a su familia. Por aquel entonces, la ansiedad lo había encarcelado haciéndole pasar los meses más funestos de su existencia hasta la fecha. Los ansiolíticos, el paso del tiempo y su rabiosa juventud acabaron por destrozar la enfermedad más que el inepto psiquiatra al que le obligaba visitar su madre. Sergi creía que ese episodio del pasado estaba enterrado, pero ahora afloraba de nuevo y esto le provocaba mayor turbación. Era hora de despedirse de la obra de Gaudí...

El bar Dacia de Vasile, que según Hacienda era la principal fuente de ingresos del rumano, no estaba lejos del Parc Güell. Antes de entrar en la penumbra del vacío local, se llenó de aire los pulmones y traspasó con firmeza el umbral. El dueño se encontraba al final del mismo con su cabeza rapada y una nariz enorme y curva como el pico de un águila. Cincuentón, gordo como un tonel y vestido como si fuera de boda, a pesar del calor que derretía Barcelona, jugaba a cartas en solitario observado por dos matones que le acompañaban de pie. Le sobresalía la papada como a un pavo y a cada movimiento de cabeza esta bailaba cual pluma al viento. La guinda a su aspecto era un bigote fino y cuidado que adornaba su rostro. Al percatarse de su presencia el orondo caballero sonrió con vehemencia.

—¡Sergiu! ¡Siéntate aquí! ¡Mihaela, escúchame!

Aunque dominaba el castellano a la perfección, el deje de su lugar de procedencia era innegable. Pero por si había alguna duda, Vasile se dirigió a la camarera en rumano con su característica voz aguda y esta dejó la limpieza para servirles dos copas de vino.

—Buenas —respondió el joven apesadumbrado mientras se acomodaba.

—¿Qué te pasa, chaval? Vaya careto —comentó a los dos gorilas que le miraban divertidos—. Parece que lleva un cartel en la frente que pone «estoy jodido».

—No estoy pasando por un buen momento, pero bueno…

—Te voy a decir dos cosas, Sergiu —dijo Vasile con aspereza—. Primero de todo, no mezcles tus problemas personales con el trabajo. Cuando entres en mi bar, dejas esa cara de mierda fuera, ¿me has entendido? —El joven tragó saliva asintiendo—. Y segundo, ¿qué tienes problemas con tu chica? —Sergi se encogió de hombros—. Pues… ¿cómo lo decís en España? ¡No te enchoches tanto! ¡El amor dura lo que dura dura! —exclamó cerrando el puño y haciendo de su antebrazo un enorme pene que provocó las carcajadas de los dos hombres que velaban por su seguridad—. Hay más mujeres que bolsas de plástico, chaval.

Vasile era una persona que pasaba del tormento al éxtasis en un instante y su imprevisibilidad invitaba a Sergi a ser prudente con las palabras que pronunciaba. Aguantó el timbre chillón de sus locuciones sin quejarse, así como su cargante pronunciación de las erres y las jotas.

—Si algo me ha enseñado la vida es que en este mundo estamos solos. No te pilles tanto con la gente, porque en cuanto menos te lo esperes… ¡Zas! —gritó Vasile golpeando la mesa haciendo que dieran un brinco los presentes—. Te clavan un puñal por la espalda. Ni novias, ni familia, ni amigos… No te puedes fiar de nadie. ¿Me entiendes o no? ¡Es que no dices nada, joder!

—Sí, sí, te entiendo. Pero siempre hay alguien en quien confiar, un amigo o…

—¡Nu! ¡Nu! ¡Todo mierda! ¡Solo te puedes fiar de ti! «Amistad» es una palabra usada como si fuera una prostituta. Amigos tienes muchos de joven. A tu edad ya tienes menos… Y a la mía, ni te cuento. Con la gente solo te llevas decepciones, tantas que a mí ya ni me decepcionan… ¿Y las mujeres? ¡Bah! Tu mamá y poco más. Y si le preguntas a tu padre ni ella se salva. Mira, cuando la vida te golpea una y otra vez te das cuenta de que eres tú contra el mundo. Yo no quiero amigos. Te voy a decir una cosa: mis mayores enemigos y los que me han hecho más daño son los que me han enseñado más cosas. ¿Entonces a quién le tengo que estar más agradecido? Hoy confías en gente que mañana odiarás.

Sonrió y emitió un chasquido con su lengua girando el cuello que sus súbditos interpretaron a la perfección. Abandonaron la estancia y aparecieron tras unos segundos con una bolsa negra de plástico cuyo interior albergaba decenas de bolas hechas con papel de plata.

—Aunque te haya dicho todo eso… Yo confío en ti, ¿sabes? —soltó mostrando su dentadura salpicada de piezas de oro —. Sé que eres un buen chaval y quiero que tú hagas esta entrega. Eres listo, sabes moverte, eres un… —Vasile buscó en su mente el término exacto tocándose su exuberante napia—. Un camaleón… ¿Sabes qué te quiero decir?

—¿Que sé adaptarme a diferentes ambientes?

—¡Ves cómo eres un tío inteligente! Te sabes mover entre leones y gacelas. No eres un yonqui, tienes modales. Por eso he pensado en ti, porque este encargo no es para putos drogadictos. No me dejarás mal… ¿Verdad que no, Sergiu?

—¿Qué es eso? —preguntó intrigado por la mercancía.

—¿Qué te dije el primer día que te conocí? —Sergi recordó la norma de no curiosear sobre lo que se trafica ni quiénes eran los clientes, por lo que arrepentido apartó la mirada—. Tranquilo… A esto yo le llamo la droga de Dios —prosiguió haciendo de sus cejas dos uves invertidas—. Es solo un nombre, una etiqueta. Pero es una bomba mal usada. Podría matarte. Por eso te encargo a ti esta misión. Porque sé que no te la vas a meter como una rata drogata. Y porque la gente que me ha hecho este encargo son científicos que quieren estudiarla. ¿Me has entendido? No son la basura con la que sueles tratar. Y te van a dar mucho dinero que tú me vas a traer aquí como un buen chico, ¿vale?

El joven cogió la bolsa y la metió en la mochila con rapidez. Antes de cerrarla le dio una pequeña postura de costo y cuatro gramos de coca. Vasile solía darle una entrega a realizar y le regalaba drogas comunes para que las vendiera entre sus conocidos y se sacara una «propina». Sabía que el chico solo se fumaba algún canuto, pero que no se colocaría hasta las orejas y cometería errores de drogadicto común. El género tenía como destino siempre un cliente concreto con el que Vasile concertaba una cita a la que Sergi debía acudir. No le importaba usar el WhatsApp para avisarlo, pues tenía comprados a varios miembros de la policía. Una vez realizado el trabajo, volvía al bar pasados unos días y le entregaba el dinero recibido, del que Vasile separaba una parte para el muchacho.

—Guarda bien esas bolsas. Ya te diré el sitio y la hora de la entrega, ¿vale?

Tras abandonar el local, Sergi desfiló con la sensación de estar en el punto de mira de los vecinos. Se creía observado, por lo que dobló en la primera esquina inquieto. No contaba con toparse frente a él con una pareja de Mossos d’Esquadra caminando hacia su dirección. Ni tampoco girar sobre sus talones para huir y ver en la calle de enfrente cómo de un portal salía Laia con unas enormes gafas de sol y se detenía a curiosear el móvil. ¿Qué hacer entonces? La ansiedad lo tuvo claro: reclamar su espacio con fuerza echando más carbón a la sala de máquinas de la respiración y esparciendo el miedo por cada una de sus células. No quería volver sobre sus pasos para no alarmar a unos Mossos que comentaban algo señalándolo, ni que Laia lo sorprendiera, así que solo le quedaba una opción. Abrió la primera puerta que encontró a su lado y se coló con celeridad.

El chico cerró la puerta y pegó la cabeza al cristal para vigilar tanto a Laia como a los guardias. Se sintió a salvo, pues los agentes pasaron de largo sin hacerle caso y la amiga de Silvia seguía en su mundo telefónico. De súbito, una voz femenina retumbó a sus espaldas y le dio un respingo.

—¿Hola? ¿Perdona? ¿Te puedo ayudar?

No contaba con tener compañía, aunque en realidad no podía esperar nada porque no sabía ni dónde estaba. Se giró en una fracción de segundo y sus pupilas se movieron en todas trayectorias descubriendo a una jovencita de larga melena dorada entrada en carnes sentada tras una mesa. Se trataba de un mostrador repleto de panfletos en el que destacaba una pantalla de ordenador y un teclado rosa. A la izquierda había una pizarra en la que se podía leer: «CONFERENCIA SOBRE LA TERAPIA REGRESIVA A CARGO DE LA DRA. LOFISH». Fue entonces cuando atisbó una sala a oscuras al fondo del pasillo de la que salían destellos propios de la proyección de diapositivas y el eco de una mujer hablando. Sergi volvió a dirigir la vista hacia la rubia que lo miraba como si su cara hubiera servido de modelo al creador de los smiley.

—Hola… Esto…

Volvió su cabeza y comprobó con asombro cómo Laia cruzaba la calzada.

—¿Vienes a la conferencia, verdad?

—¿Conferencia? Sí… Sí… Claro… La conferencia.

El día que vuelva no me marcharé jamás

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