Читать книгу El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido - Страница 5
CAPÍTULO 2
ОглавлениеLa alarma del móvil de Silvia sonó en tono de guitarras estridentes. Al poco, entró en la cocina donde se encontraba Sergi dándole vueltas a la taza semivacía del café con una cucharilla como si se tratara de un autómata. Se acercó a él y le masajeó los hombros de forma cariñosa, pero este ni se inmutó.
—Sí que has madrugado hoy —comentó Silvia sirviéndose un vaso de leche—. ¿No me vas a contar qué te pasa? Llevas un careto…
—Nada. He tenido una pesadilla y luego no he podido volver a dormirme.
—¿En serio? ¿Y de qué iba?
—No lo sé. Ya no me acuerdo —mintió Sergi incómodo.
Ante la mirada decepcionada de la muchacha, su pareja no tuvo más remedio que aportar algo más de información.
—Sé que había una bola de luz que se acercaba a mí, como si quisiera tocarme, y me decía «recuerda, recuerda».
—¿Recuerda qué? —preguntó intrigada.
Esa era la pregunta clave, la que no le había permitido volver a pegar ojo, la misma que giraba en su cabeza con cada movimiento de la mano.
—¡Te he dicho que no me acuerdo! ¿Es que no me escuchas cuando te hablo? —contestó arrastrando la silla y poniéndose en pie con la intención de ir a vestirse.
—Vale, vale… ¡Cómo estamos de buena mañana! Pues yo también he tenido una pesadilla. Y ha sido nada más despertarme —dijo provocando que el joven arqueara su ceja izquierda intrigado—. He notado que no estabas a mi lado y se me ha encogido el corazón...
Tras pronunciar la frase buscó los mimos amorosos de Sergi, pero tuvo que contentarse con un leve roce de sus labios sobre la frente y acabarse el desayuno sola. El chico desapareció rumbo al dormitorio para cambiarse de ropa. En apenas unos segundos, se puso unos pantalones azules con tiras reflectantes, una camiseta roja descolorida y unas botas de seguridad. Mientras esperaba a que Silvia se arreglara, se puso a mirar la televisión impaciente.
Cuando estuvo lista con los shorts vaqueros ceñidos a su estilizada figura y una elegante blusa satén color beige, la mujer cogió su bolso y su compañero la mochilita de cuero marrón que le acompañaba a todos lados. Ambos se hicieron con sus cascos de moto y marcharon hacia el parking bajando por el ascensor. En el trayecto, ella fue quien rompió el silencio al fijarse en el pelo negro y despeinado de Sergi y su barba de tres días.
—¿No te dice nada tu jefe por ir así? —lo interrogó haciéndole una carantoña.
—¿Qué me va a decir? Trabajo en un almacén de construcción cargando sacos, no en un banco.
—Bueno, tú sabrás... Pues yo creo que después iré a la pelu… Quiero cambiar de look —decidió mirándose al espejo—. Por cierto, acuérdate que hoy tenemos cena en casa. Dile a Pesicolo que sobre las ocho y media esté aquí.
Sergi no contestó, pero resopló con desesperación fingida.
—No seas cascarrabias. ¿Crees que Pesi y Laia harán buenas migas? Sería genial que estos dos se liaran. ¿Te imaginas? —dijo divertida consiguiendo que el muchacho sonriera.
Llegados al garaje, caminaron hacia sus respectivas scooters. Se dieron un beso rápido y protocolario y al salir del aparcamiento voltearon cada uno hacia una dirección. Ella se despidió con la mano. Él tocó el claxon. Al final de la calle, Sergi dobló la esquina y dio la vuelta a la manzana volviendo a introducirse en el parking que acababa de abandonar. Subió a su piso con sigilo, metió la ropa en la lavadora y se puso una camisa de tirantes que encontró colgada en una silla.
Se dirigió a su habitación de juegos, en la que destacaba una Samsung de 47 pulgadas y la PlayStation 4, pero lejos de hacerles caso se agachó frente a un armario. Abrió cauteloso el último cajón, el cual estaba repleto de videojuegos, películas, cómics y CDs de música. Vació todo su contenido con cuidado, cogió un abrecartas e hizo varias oscilaciones de muñeca hasta que logró desencajar la madera que hacía de base. La retiró dejando a la vista un doble fondo en el que ocultaba una cantidad ingente de dinero, posturas de hachís, cocaína grameada distribuida en pequeñas bolsas de plástico y algunas pastillas de éxtasis. Cogió un porro que ya estaba liado y volvió a colocar cada cosa en su sitio. Al incorporarse, alguien tocó a la puerta de casa, lo que le obligó a esconder el cigarro adulterado en una caja vacía de DVD.
Acudió al recibidor nervioso evitando emitir ruido alguno. Al asomarse por la mirilla vio a un cuarentón de piel oscura y cabeza rasurada. El hombre sonreía mostrando los huecos vacíos de su dentadura y la negrura de las piezas que le quedaban. Sergi lo reconoció al instante. Se trataba de Mohammed, el vecino del piso de abajo. Con suavidad y destreza, abrió la cerradura instando al visitante a que guardara silencio. Visiblemente enfadado se dirigió a él esforzándose por no elevar el tono de voz, a la vez que le hacía pasar y cerraba la entrada tras de sí.
—¿Qué coño haces aquí Moha? ¿No sabes que en teoría no hay nadie en casa?
—No te pongas así, hombre. Somos amigos, casi hermanos —comentó con un ligero acento marroquí entre tanto se acomodaba en el sofá—. Yo soy el único que sabe que estás aquí. Ponte tranquilo y siéntate a mi lado.
—No estoy tranquilo. Y no grites, que pueden oírnos —le contestó mientras rescataba el canutillo.
—Sergi, tío, en el ático solo está tu casa. Yo vivo abajo y mi mujer se ha ido a trabajar. ¡Puedo gritar si quiero! —vociferó alarmando a Sergi, quien corrió a su lado.
—¿Estás loco o qué? ¿Cómo te lo tengo que decir? Que no chilles... ¿Se puede saber qué haces aquí? ¿No curras hoy?
—Tengo el día libre. Me lo he pedido para arreglar unos papeles.
Moha sacó un mechero de su bolsillo y le arrebató el porro de la mano a Sergi, que acababa de sentarse a su lado. Su acción fue acompañada de su particular forma de reír bautizada por Sergi como «la risa muda», es decir, moviendo la cabeza con los ojos cerrados y sin separar los labios ni produciendo ninguna clase de sonido. En realidad, esta peculiaridad era una forma de ocultar su descuidada boca por la vergüenza que le causaba mostrar sus dientes destrozados.
—Anda, dámelo, ya lo peto yo... Que tú eres capaz de fumártelo a caraperro, cabrón.
—¡Joder, Moha! ¿Eres duro de mollera o es que todavía no has aprendido bien el castellano? ¿No te he dicho mil veces que dentro de la casa no se fuma?
—Pero Sergi, amigo, ¿todavía Silvia cree que has dejado de fumar? ¿En serio que no sabe que fumas ni que eres un traficante?
—¡Eh, chaval, tranquilito! —le dijo sin importarle ya si alzaba o no la voz—. Primero de todo, ni sabe que fumo porros, ni tabaco, ni nada y tampoco se tiene que enterar. ¿Entendido? Y segundo, yo no soy ningún traficante de drogas. Que te quede claro.
Mientras le daba la monserga, lo cogió amistosamente por el hombro y lo acompañó a la terraza. Se aproximaron a un murete y mirando la Sagrada Familia bajo un sol abrasador a pesar de ser las horas iniciales del día, Mohammed encendió el porro.
—Mira, Moha, que cuando tú trabajaras para Vasile fueras un camellito de tres al cuarto, no quiere decir que yo también lo sea. Yo soy algo más.
—Ya está aquí el flipao del bloque… ¿Algo más? ¿Que sacas su perro a mear? ¿Le haces la compra en el supermercado? Yo he trabajado muchos años para Vasile. Yo te lo presenté —contestó inflando su pecho cual gallo envalentonado—. Sé perfectamente lo que haces para él. Seguro que te ha comido la olla diciendo que eres su preferido, que le haces entregas especiales, que solo a ti te confía según qué trabajitos.
Sergi se mostraba sorprendido por la precisión en las observaciones de su vecino y al darse cuenta Moha le pasó el petilla continuando su discurso.
—Ya te lo dije, trabajar con Vasile está bien para un tiempo. Cuando te quedaste en el paro y necesitabas pasta te conté que yo antes había hecho unos encargos para este tío y que pagaba bien. Que cuando lo quisieras dejar no te pondría pegas. Pero te estás estirando ya demasiado, chaval. ¿Y tu novia no sabe nada, de verdad?
—Y dale con que Silvia lo sepa todo. —Sergi giró sobre sus talones y miró al cielo apoyando los codos sobre la tapia. Expulsó el humo de su boca en forma de aros aprovechando la calma para reflexionar sobre lo que iba a decir—. Ella se cree que trabajo en negro en un almacén y por eso ni me pregunta por la nómina ni se extraña si me ve con un fajo de billetes. Se piensa que pronto me harán un contrato…
—¡Tú lo que tienes que hacer es venirte conmigo a la obra! Cuando quieras se lo comento a mi jefe y te meto —le sugirió agarrando de nuevo el canutillo.
—¿Te digo yo los calzoncillos que te tienes que poner?
—Ni lo intentes, colega. En eso no se mete ni mi mujer. Anda, vamos a pegar unos tiros al Carlos Duty o como putas se llame ese juego.
A continuación, Moha apagó el porro y se lo dio a su compañero para que se deshiciera de él. De camino hacia el interior de la casa para jugar a la Play, Sergi le puso la mano sobre la espalda a su vecino y le dio varias palmadas de forma reconfortante. Era su manera de darle las gracias por su oferta y por todo lo que había hecho por él. Al joven le costaba expresar sus sentimientos mediante palabras, por lo que sus gestos eran el canal para comprender qué se cocía en su interior.