Читать книгу El día que vuelva no me marcharé jamás - Juan Manuel Fernández Legido - Страница 9

CAPÍTULO 6

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Silvia y Laia permanecieron durante media hora en el interior de la vivienda mientras los chicos analizaban la situación. Escuchaban sollozos salir de la cocina y susurros que intuían que eran de ánimos. Dedujeron que su novia esperaba otro tipo de declaración por lo que Pesi se disculpó por haber insistido tanto en que le comentara el asunto de la moto. Finalmente, Laia salió a la terraza para avisar que se marchaba y Pesicolo decidió hacer lo mismo. Los dos hombres se fundieron en un abrazo, pero Laia optó por despedirse desde la distancia con la mano alzada.

Una vez se quedó solo se armó de valor para entrar en la casa y supo que Silvia estaba en el dormitorio. Penetró en la habitación sin hacer ruido, pero al dejar caer su cuerpo sobre la cama los muelles chirriaron. La joven no se movió. Intentó rodearla con sus brazos, pero ella se zafó con contundencia.

—Silvia, venga... Dime algo —dijo acariciándole la espalda—. ¿Qué te ocurre?

La pregunta hizo que Silvia encendiera la luz y se girara dando un salto.

—¿Qué me ocurre? ¿A mí? Querrás decir qué te ocurre a ti —respondió con los ojos empañados.

—¿De verdad te pones así por comprar una moto?

—No es la moto, Sergi. ¿No te das cuenta? Vamos, no te hagas el tonto...

—¿En serio pensabas que te iba a pedir matrimonio? ¿Ahí delante de nuestros amigos? —Quiso saber el muchacho bajando del lecho nervioso.

—¿Y por qué crees eso?

—¡Está claro! Llevas semanas que en cuanto puedes me sueltas cualquier comentario para ver qué opino. Que si los hijos de tus compañeras de trabajo, que si tu prima quiere hacer una boda sencilla, que si mira qué vestido de novia tan bonito... ¡Si hasta tienes pensado cómo distribuir las mesas del banquete!

—Vaya, veo que me escuchas. ¡Qué alegría! —le interrumpió Silvia irónica.

—Vamos, Silvia. Sabes que no es fácil para mí.

—¿Por qué? ¿Porque tu padre os abandonó cuando eras pequeño? ¿Porque creciste en una familia desestructurada? Mis padres llevan más de veinticinco años casados y son felices. Cada pareja es un mundo. Además, tu problema no es ese, ni que quieras vivir el presente, ni ninguna de las chorradas que dices.

—¿Y cuál es mi problema? ¿Que no te quiero? ¡Sabes que te quiero! ¿No?

La chica bajó la cabeza y se echó las manos a la cara. Pasaron unos segundos antes de que le hablara sin tan siquiera mirarle.

—¿Hacia dónde vamos, Sergi? ¿Hacia dónde va nuestra relación?

—¿Hacia dónde quieres ir tú?

—¿Me tienes que responder con una pregunta? Es que me pones de los nervios... No se puede hablar contigo —dijo Silvia levantándose.

La joven pasó al lado de Sergi, quien alargó el brazo para tocarla. Silvia lo esquivó y salió de la estancia con paso firme, hecho que aceleró la respiración del muchacho sumiéndolo en un estado de confusión. Se quedó en la habitación dudando sobre lo que tenía que hacer. Escuchó cómo Silvia se servía un vaso de agua y permaneció inmóvil con la mano derecha agarrándose el cuello a la altura de la nuez, en donde tenía una rojez que su madre atribuía al pico de la cigüeña que lo había traído de París. Pero ni este recuerdo de su infancia le distrajo de su crisis sentimental. Tenía los músculos agarrotados y en el interior de su cabeza se fue instalando un nubarrón negro que no lo dejaba pensar con claridad. Al oír que rompía a llorar de nuevo, fue en su búsqueda mientras notaba que su frente se llenaba de gotas de sudor. Desde el marco de la puerta pronunció su nombre y ella lo miró.

—No te das cuenta de que estamos estancados...

—Yo no lo veo así. Para mí estamos estabilizados.

—No, no... ¡Estancados es la palabra! Porque hemos llegado a un punto del cual ya no nos movemos —dijo con indignación.

—Eso es estar estable. Estamos donde queremos estar —respondió Sergi sin creerse ni él mismo sus propias conclusiones.

—¡No es así! ¡Tú sabes que no es así! Tú nunca quieres hablar del futuro, de tener hijos, de planear nuestra vida juntos... ¡Joder, Sergi! Ni siquiera sé si te gustaría que nos casáramos. —Sergi se quedó mudo, lo que irritó más si cabe a la mujer—. Yo quiero dar un paso más. No sé cómo te lo tengo que decir. Quiero avanzar en nuestra relación y tú siempre escurres el bulto.

—¿Qué pasa? ¿Ya te han comido la cabeza tus amigas? ¿O se ha quedado embarazada otra de tus compañeras del insti?

—¿Qué coño dices? ¡Me basto yo sola para saber lo que quiero!

—¡Cuidado! ¡Que va a estallar el reloj biológico!

—¡Qué imbécil eres a veces! —le espetó la chica decepcionada.

—Perdona, cariño. Pero es que tampoco es para ponerse así…

—¡Sí que lo es! ¡Tú no quieres dar otro paso más! ¡No quieres ese compromiso!

El término «compromiso» removió a Sergi de los pies a la cabeza. Le provocó un torbellino de sentimientos y sensaciones que le eran conocidos, aunque no entendía el porqué. Era como si ya hubiera vivido aquella situación, a pesar de que nunca había tenido una conversación parecida con nadie. El ritmo cardíaco se le disparó y miró a Silvia con miedo. La joven solo veía a un niño disfrazado de hombre que se ponía nervioso ante las grandes decisiones de la vida. Verle con aquella mueca de espanto era superior a sus fuerzas y salió a la terraza buscando aire fresco.

Transcurridos un par de minutos, Sergi consiguió tranquilizarse y fue al encuentro con Silvia. Esta se apoyaba en la repisa del edificio observando las espectaculares vistas de la Sagrada Familia y la Torre Agbar que le ofrecía el ático situado en el distrito de Horta-Guinardó. El chico se acercó con pies de plomo y al verla de espaldas con su pelo rojizo bailando al viento volvió a tener un déjà vu. La leve brisa que soplaba dejaba al descubierto la nuca de Silvia mostrando el tatuaje de una serpiente enroscada al estilo de los brazaletes que usaban los antiguos romanos como símbolo de inmortalidad. Sintió su mirada penetrante e incluso llegó a creer que aquel animal intentaba decirle algo que no comprendía. Las piernas le flaquearon y tuvo que pararse en seco para reunir fuerzas a unos metros de Silvia. La chica se dio cuenta de su presencia y se giró para comprobar si Sergi tenía algo que decirle. El muchacho con mucho esfuerzo logró pronunciar tres oraciones: «No estoy preparado para algo así. ¿No te basta lo que te doy? Sabes que yo lo doy todo por ti».

—¿Todo? ¿Tú? ¡Yo lo he dado todo por ti! —dijo señalándose a sí misma con ímpetu—. ¡Por ti me quedé en Barcelona! ¡Por ti me alejé de mi familia! ¡Por ti busqué curros de mierda y renuncié al Doctorado en su momento! —Silvia ya no lloraba, solo quería soltar toda su rabia y dolor—. ¿Tú qué esfuerzo has hecho? ¡Si casi te tuve que suplicar que viviéramos juntos!

De nuevo, el enmudecimiento y el pavor atroz de Sergi, su percepción de revivir una escena que no recordaba, la frustración de Silvia y su desencanto, la decadencia de una relación…

—Tú no lo das todo por mí. Nunca te has entregado del todo como yo. Y encima te quedas ahí con la boca cerrada… Así no podemos seguir juntos…

—Pero yo te quiero… —dijo Sergi desconcertado.

—Y yo. No te imaginas cuánto te amo. Pero necesitas aclararte. No sabes lo que quieres. No te atreves ni a preguntártelo a ti mismo y por eso siempre acabamos discutiendo. —Sergi quiso hablar, pero fue incapaz—. Yo no puedo estar con alguien que no está seguro de querer planificar su futuro conmigo. Tienes que aclarar si buscamos lo mismo. Piensa qué quieres hacer. No te voy a presionar, pero no tardes… No alargues esta incertidumbre…

Sergi intentó besarla, pero ella le paró poniéndole la mano sobre la boca. La chica expresó su deseo de ir a dormir abatida y él se quedó estático viendo cómo la figura de Silvia desaparecía tras los vidrios de la terraza. Dudó si seguirla, pero su estado de conmoción le impidió moverse. Se sentó en la misma silla en la que había cenado y buscó alguna colilla dejada por Laia que llevarse a los pulmones. A cada calada, a cada exhalación de humo, las imágenes y las frases aparecían en su cabeza golpeándolo. Un fotograma se superponía a otro: el día que la conoció en un concierto de Iván Ferreiro; el modo en que congeniaron; el contraste irisado de sus ojos verde azulados que lo hipnotizaban; sus noches de amor, pasión y música que hicieron desde el principio que parecieran dos viejos amigos… Y así hasta recrear los acontecimientos que acababa de vivir en que notó que se repetían situaciones pretéritas que su memoria no encontraba. Intentó relacionarlo con la noche pasada en que una luz le había sugerido que recordara. Era absurdo, pero a la vez parecía interconectado…

No era momento para las fantasías, sino de tomar decisiones y eso era algo que no se le daba bien. ¿Qué hacer? ¿Qué quería él? Huir. Huir de aquel lugar, de ese estado de horror cerval, del bloqueo, del mundo de las elecciones, de la presión que sentía en la cabeza, de sí mismo si pudiese…

Se tumbó en el sofá y se puso la televisión para tener ruido de fondo. Se sumergió en la oscura noche de sus entrañas y cuando más atrapado estaba en las telarañas de sus pensamientos el sonido del móvil le sacó del lodo mental en el que se había metido. Tenía un nuevo wasap. ¿De Pesi, quizá? No… Era Vasile: «Mañana necesito que vengas a verme». Eso significaba que había una nueva entrega y, por ende, dinero que ganar. Así pues, lo mejor era dormir un poco y descansar, si es que podía, y al día siguiente ya vería qué hacía con su vida.

Calma en tensa duermevela. Vigilia sin caer en manos de Morfeo. Y de nuevo el zumbido de abejas en los oídos idéntico al que le había atormentado la madrugada anterior. Ya no escuchaba el televisor, la interacción con el medio ambiente físico cesó y su atención quedó fuera de los estímulos sensoriales. Y otra vez el inmovilismo absoluto que no le dejaba ni abrir los ojos. Se esforzó en separar los párpados consiguiendo únicamente sentir unas intensas vibraciones, taquicardia y un cosquilleo eléctrico. Temblaba agitado con fuerza y le llegaron sonidos estridentes, explosiones, gritos… Al final lo logró, pero lo que vio no fue la parte superior del piso, sino su propio cuerpo tumbado desde las alturas como si fuera un observador externo, como si flotara proyectado y desdoblado en el éter separado de sí mismo.

El comedor parecía irreal o, dicho con más precisión, tenía un sustrato de materialidad modificada con colores brillantes y vivos y formas imposibles e inconsistentes. ¿Había sido absorbido por el techo? ¿Estaba soñando, despierto o quizá… muerto? Lo cierto es que la experiencia extracorpórea le había sumido en un estado de consciencia que había producido un cambio radical del mundo que le rodeaba. No era una alteración mínima o sutil de la percepción, sino total. No era un trance, ni una ensoñación, ni un sueño lúcido, ni una visualización, quizá ni tan siquiera era exacto el concepto de haber salido de su cuerpo, sino una transición de una realidad a otra, de la A física a una B si no física sí de la misma intensidad, como si los sentidos se hubieran apagado de forma gradual por un fallo en el sistema o por su propia destrucción y se hubiera construido una sustantividad alternativa.

Se miró las manos y así se formó un contorno impalpable de lo que era él, a pesar de que su figura seguía allí abajo acostada en posición supina. Pensó en Silvia y al instante estuvo frente a ella penetrando la pared, atravesándola sin resistencia. La vio sollozando e intentó tocarla. Ella se sobresaltó y miró a todos lados confusa. Se frotó el brazo como si hubiera sentido una caricia, pero al constatar su soledad volvió a la posición fetal. Confundido, Sergi se percató que vociferaban su nombre, que le llamaban y una energía le succionó elevándolo más allá de las vigas, el yeso y el propio ático. Sin poder evitarlo apareció en el terrado de la finca en una imparable ascensión paulatina. Distinguió ropa tendida, contenedores de agua, la antena, el pararrayos y la silueta de un zapato rojo de tacón tirado en la parte más alta de la azotea. Luego vino la panorámica de la ciudad custodiada por la luna, el cielo, las nubes y cuando parecía que la consecuencia lógica era salir al espacio exterior, se frenó en seco.

Entonces comenzó a caer de forma vertiginosa al vacío en espiral por un agujero negro de centelleos intermitentes. Y aterrizó. Pero no en su sofá, sino en el cuerpo de otra persona. Aunque no era como estar dentro de otro ser, sino como si fuera propiamente él. Miró a su alrededor y se observó sentado en unas escaleras de piedra que daban a una plaza engalanada como en las fiestas de los pueblos. Decenas de personas subían y bajaban a su lado riendo a la vez que le llegaba música de orquesta…

El día que vuelva no me marcharé jamás

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