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CAPITULO VI

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Índice

Conquista del Perú.—Francisco Pizarro: su patria.—Pizarro en el Nuevo Mundo: sus primeros hechos.—Expedición de Andagoya.—Sociedad de Pizarro, Almagro y Luque.—Primera y desgraciada expedición de Pizarro.—Vuelta a Panamá.—Segunda expedición: descubrimientos de Ruiz.—Pizarro en el Imperio y Almagro en Panamá.—Pizarro y Almagro en la isla del Gallo.—Almagro en Panamá y Pizarro en la isla de Gorgona.—Los españoles en Tumbez.—Pizarro se embarca para España.—Pizarro y Hernán Cortés en Toledo.—Capitulación.—Pizarro en Trujillo: su familia.—Pizarro vuelve al Nuevo Mundo.—Descontento de Almagro.—Tercera expedición.—El Imperio en aquella época.—Huayna Capac.—Huascar y Atahuallpa.—Guerra y triunfo de Atahuallpa.—Pizarro en Tumbez: funda a San Miguel.—Pizarro y Hernando Soto en el interior del Imperio.—Los españoles en los Andes.—Embajadas del Inca.—El Inca Atahuallpa.—Atrevido plan de Pizarro.—El P. Valverde ante Atahuallpa.—Ataque de los españoles.—Prisión del Inca.—Muerte de Huascar.—Muerte de Atahuallpa.

Francisco Pizarro nació por el año 1471 en Trujillo (Cáceres), y era hijo ilegítimo de Gonzalo, capitán de infantería[106] y de Francisca González, mujer de humilde condición. Un día—se ignora el motivo de ello—desapareció de su pueblo y se embarcó para el Nuevo Mundo. Debió ir a Santo Domingo, donde permaneció ignorado, hasta que a fines de 1509, cuando contaba treinta años de edad, se alistó bajo las banderas de Alonso de Ojeda. Tiempo adelante tuvo Ojeda necesidad de ir a buscar recursos a la Española[107], y durante su ausencia, encargó del gobierno de San Sebastián, villa que acababa de fundar en Urabá, a Francisco Pizarro. Posteriormente, nuestro héroe se unió a Balboa, y con él iba cuando se descubrió el mar del Sur. Acompañó luego a Gaspar Morales, deudo de Pedrarias, en una expedición, cuyo resultado fué desastroso, y más lo hubiese sido sin los servicios de Pizarro. En esta ocasión, un cacique del archipiélago de las Perlas, le hubo de señalar la dirección en que se hallaba un país muy rico (Perú). Cuando Pedrarias se declaró enemigo mortal de Vasco Núñez de Balboa, Pizarro se puso al lado del primero, prefiriendo el poderoso al humilde. Cuéntase que al trasladarse el gobierno de la colonia de Darién, atravesando el istmo, a Panamá, Pizarro no se separó de Pedrarias. En Panamá combatió á los indios y también en Panamá se decidió a realizar en la región del Sur las hazañas que en el Norte llevó a cabo Cortés. Se asociaron a Pizarro para la realización de su proyecto, Diego de Almagro y el sacerdote Hernando de Luque; Almagro era natural del pueblo de su nombre, y Luque cura de Panamá (Apéndice D). Es de advertir, que además de los datos que Pizarro pudo por sí mismo hallar del Perú, los tenía seguros y recientes. En aquel tiempo, un caballero llamado Pascual de Andagoya, organizó una expedición en Panamá (1522), y, haciéndose a la vela hacia el Sur, llegó hasta las riberas del río de San Juan, donde adquirió importantes noticias acerca del imperio de los Incas. Andagoya, después de comerciar con los indígenas, volvió a Panamá por el mal estado de su salud[108].


Francisco Pizarro.

Pizarro, Almagro y Luque compraron dos buques pequeños, de los cuales el mayor era uno de los construídos por Balboa para la misma expedición. En este buque y con 80 hombres de los 100 que se habían reclutado y cuatro caballos, salió Pizarro (mediados de Noviembre de 1524); Almagro debía seguirle cuando estuviese aparejado el buque menor. Tocó Pizarro en el archipiélago de las Perlas, atravesó el golfo de San Miguel, se dirigió al puerto de las Piñas y entró en el río Birú, internándose unas dos leguas. Continuaron recorriendo la costa, encontrando sólo pantanos, bosques y peñascos. Casi agotadas las provisiones, el único alimento de cada hombre consistía en dos mazorcas de maíz. Renegaban de la hora que habían salido de Panamá. Hasta las mazorcas se iban concluyendo y el hambre comenzaba a dejarse sentir de una manera aterradora. Pizarro, en aquella situación, dispuso que parte de la tripulación, a las órdenes de Montenegro, marchara a las islas de las Perlas en busca de provisiones, mientras que la otra, hallándose él a la cabeza, se estableció en un lugar de la costa y entró en relaciones con los indígenas. Volvió Montenegro, trayendo carne, fruta y maíz; durante su viaje, Pizarro hizo construir algunas barracas y buscó raíces para alimentar a los suyos, raíces que muchas de ellas eran venenosas, ocasionando la muerte de 27. Inmediatamente que llegó Montenegro, abandonaron aquel sitio, al que denominaron Puerto del Hambre. Recorrieron algunos puntos de la costa, deteniéndose en un paraje que llamaron Pueblo Quemado, donde hubieron de sostener frecuentes luchas con indios feroces, en una de las cuales salió mal herido Pizarro. Reembarcáronse para Chicamá, punto inmediato a Panamá, pues deseaban enterarse del paradero de Almagro.

No era censurable, aunque otra cosa pareciese, la conducta de Almagro. En el momento que pudo se lanzó a la mar, siguiendo el mismo derrotero que Pizarro; derrotero que trató de conocer por las señales puestas en montes y playas. Desembarcó en Pueblo Quemado, sitio donde, si Pizarro fué herido, él, luchando con los salvajes, perdió un ojo. Continuó recorriendo la costa y, cuando creyó que Pizarro y los que le acompañaban habrían muerto, tocó en la isla de las Perlas. Allí supo el paradero de ellos, tomando inmediatamente el rumbo de Chicamá. Cuando, reunidos en Chicamá, trataron de continuar la expedición, vieron que los barcos se hallaban en mal estado y los recursos eran muy escasos. Hubieron de convenir que Almagro marchase a Panamá y pidiera auxilio. En efecto, se presentó en Panamá; pero encontró ruda oposición de parte del gobernador Pedrarias, como tampoco logró despertar entusiasmo en la mayor parte de la gente; sólo Luque no perdió la fe en aquellos momentos tan críticos. Consiguió lo que quería, esto es, que el Gobernador levantara su prohibición para el embarque de los que lo solicitasen, aunque no sin conceder a dicha autoridad parte de las ganancias que se obtuvieran, como también que se nombrase un adjunto a Pizarro que, por indicación de Luque, fué designado el mismo Almagro, a quien se dió el título de Capitán. Tal nombramiento supo a vinagre a Pizarro, y fué el comienzo del odio que tiempo adelante se tuvieron.

Reunidos en Panamá los tres socios (Pizarro, Almagro y Luque), hicieron las paces, jurando en nombre de Dios y por los Santos Evangelios ejecutar lo que prometían. Acordaron que se celebrase una misa para pedir a Dios la protección divina en la próxima expedición. El pacto que hicieron lo hubieron de sellar comulgando los tres con la misma hostia, siendo de notar que el celebrante fué el mismo Luque. Firmóse el contrato el 10 de marzo de 1526, y por él se comprometían al descubrimiento y conquista del Perú, debiendo Pizarro y Almagro tomar a su cargo la parte militar, mientras Luque se encargaría de suministrar los fondos necesarios[109]; los productos se repartirían por iguales partes.

La segunda expedición fué más afortunada, contribuyendo seguramente a ello la inteligencia y habilidad del piloto Bartolomé Ruiz. Los asociados compraron dos buques y dos canoas, algunos caballos, armas y municiones. Salieron de Panamá y llegaron hasta el río San Juan. Mientras que Pizarro se situaba a las orillas del dicho río, Almagro volvía a Panamá en busca de nuevos socorros, y Bartolomé Ruiz pasaba adelante con una nave explorando la costa; y, por cierto, con alguna suerte, puesto que descubrió la isla del Gallo, la bahía de San Mateo, la tierra de Coaque, llegando hasta la punta de Pasaos, debajo del Ecuador. En alta mar alcanzó a ver una especie de carabela, o mejor dicho una balsa, en la cual iban algunos indios, tanto hombres como mujeres, procedentes de Tumbez, al parecer mercaderes, que llevaban muchos objetos de plata y oro, trabajados con bastante perfección. Lo que más le sorprendió fueron las camisetas de algodón y lana, tejidas con no poco primor y delicadeza. Traían además balanzas pequeñas para pesar los metales preciosos. Hicieron grandes ponderaciones del mucho oro y plata que se encontraba en su país, especialmente en Cuzco, la capital.

Por su parte Pizarro emprendió su marcha al interior; pero, como dice Herrera, «todo era montañas, con árboles hasta el cielo»[110]. En las colínas cubiertas de bosques encontró olorosas flores matizadas de diferentes colores; pájaros, especialmente de la familia de los loros; monos; reptiles de todas clases; la boa rodeando el tronco de algún árbol y el caimán tomando el sol a orilla de los ríos. Muchos españoles fueron víctimas de los caimanes y de los salvajes, en particular de los últimos, que les acechaban y caían sobre ellos al menor descuido. Vino el hambre a aumentar las desgracias de la gente de Pizarro; en los bosques sólo hallaban patatas silvestres y cocos, y en la playa el fruto del mango.

Almagro tuvo la suerte de encontrar en Panamá nuevo Gobernador. Llamábase D. Pedro de los Ríos, que dispensó a la empresa decidida protección, tanta que Almagro pudo volver pronto y reunirse con Pizarro llevando pequeño cuerpo de aventureros militares que acababan de llegar de la metrópoli.

Después de algunos días en que Pizarro y Almagro fueron juguete de las olas, arribaron a un puerto seguro en la isla del Gallo, visitada antes por el piloto Ruiz. Pasaron luego a la bahía de San Mateo, observando—como dice el citado Ruiz—que los habitantes eran más civilizados que los de otras partes y que las tierras estaban mejor cultivadas. En la costa veían grandes árboles de ébano, de una especie de caoba y de otras maderas duras; también el sándalo y muchos árboles olorosos. En los repechos de las colinas crecía el maíz y se criaba la patata, y en las llanuras magníficos plantíos de cacao. Anclaron en el puerto de Tacamez, población de más de 1.000 casas, con calles y plazas, donde los hombres y las mujeres lucían adornos de oro y piedras preciosas. Allí se halla el río de las Esmeraldas, llamado así por las minas de esta piedra preciosa. No dejaron de observar el espíritu belicoso de los naturales del país, comprendiendo que necesitaban mayores refuerzos.

Tan acalorada fué la discusión entre Almagro y Pizarro acerca de la marcha del primero a Panamá y de la estancia del segundo en aquellas tierras, que llegaron a injuriarse y echar mano a las espadas; mas el tesorero Ribera y el piloto Ruiz lograron apaciguarlos. Almagro marchó a Panamá y Pizarro se quedó en la pequeña isla del Gallo. Los aventureros que se quedaron con Pizarro comenzaron á manifestar su profundo disgusto. Estaban rendidos de luchar con los horribles temporales de los trópicos, con terrenos escabrosos, con salvajes y caribes, con el hambre y las enfermedades. Llegaban a decir que en aquellas tierras ni siquiera había «lugar sagrado para sepultura de sus cuerpos.» Tanto creció el disgusto, que algunos soldados escribieron a sus parientes y amigos, dándoles noticia del miserable estado en que se hallaban; pero Almagro, comprendiendo la gravedad de este paso, dispuso apoderarse de las cartas y que no llegasen a su destino. Noticiosos de ello algunos soldados, acordaron escribir una carta y exponer con vivos colores sus desastres. Colocaron dicha carta dentro de un ovillo de algodón, que debía recibir, como muestra de los productos del país, la mujer del gobernador de Panamá. Terminaba la carta con una cuarteta escrita por Sarabia, natural de Trujillo, y en ella se pintaba a los dos jefes como socios de una carnicería; uno se ocupaba en traer el ganado (Almagro) y otro en degollarlo (Pizarro). La copla decía así:

Pues, señor Gobernador,

mirelo bien por entero,

que allá va el recogedor

y aqui queda el carnicero.

La carta, la vuelta de Almagro y la llegada del único buque que quedaba a Pizarro causaron profundo desaliento en Panamá. Exageróse por todas partes el contenido de la carta y mostrábanse tristes y abatidos los que habían venido con Almagro. El barco en aguas de Panamá, ¿necesitaba composición, como públicamente se decía, o era un pretexto para librarse Pizarro de gente levantisca y desobediente? Teniendo todo esto en cuenta, el gobernador D. Pedro de los Ríos se negó a escuchar las súplicas de Almagro y de Luque, y envió dos buques para recoger a los expedicionarios. Cuando llegaron los dos buques, la alegría de los compañeros de Pizarro fué general; mas él viendo que nada conseguía con sus súplicas y ruegos, tiró de la espada y haciendo una raya en el suelo de Oriente a Poniente, extendió el brazo hacia el Sur y dijo: Camaradas y amigos: este es el camino de las penalidades, pero por él se va al Perú a ser ricos; y señalando en otra dirección, añadió: por allí vais al descanso, a Panamá, pero a ser pobres. Escoged. Y pasó la raya. Sólo 13 le siguieron y se llamaban Bartolomé Ruiz, Pedro de Candía, Cristóbal de Peralta, Domingo de Soria Luce, Nicolás de Ribera, Francisco de Cuéllar, Alonso de Molina, Pedro Alcón, García de Jeréz, Antón de Carrión, Alonso Briceño, Martín de Paz y Juan de la Torre. «Estos fueron—escribe Montesinos—los trece de la fama; éstos los que cercados de los mayores trabajos que pudo el mundo ofrecer a hombres, y los que estando más para esperar la muerte que las riquezas que se les prometían, todo lo pospusieron a la honra, y siguieron a su capitán y caudillo para ejemplo de lealtad en lo futuro»[111]. Volvieron los dos buques a Panamá con los que se negaron a seguir hacia el Perú, y entre ellos el piloto Ruiz, que debía ayudar a Almagro y a Luque en aquellos momentos críticos.

Pizarro determinó abandonar la isla del Gallo. Hizo construir una balsa y se retiró con sus doce compañeros a otra isla distante 5 o 6 leguas de la costa, a la cual, recordando la mitología, dieron el nombre de Gorgona. Aunque tenían agua buena y abundante, y no les faltaba pesca ni caza, las exhalaciones maléficas de aquel suelo y la plaga de insectos venenosos abatieron el espíritu de aquellos héroes. Alentábanles sus sentimientos religiosos y en Dios pusieron toda su esperanza. Miraban al mar y por todas partes se veía la líquida llanura, excepto por el lado oriental, que quebraba la monotonía del horizonte prolongadísima línea de fuego. Era la reverberación del sol en las nevadas crestas de la cadena de los Andes.

Pasados siete meses, un día vieron aparecer las velas de un buque en el horizonte. Era el piloto Ruiz, que en pequeño barco con provisiones, armas y pertrechos llegaba a la isla Gorgona. En dicho barco Pizarro y los suyos se apresuraron a embarcarse, abandonando aquella miserable tierra, no sin profunda pena, porque en ella dejaban dos enfermos al cuidado de algunos indios amigos. Pasaron cerca de la isla del Gallo, descubrieron la punta de Tacumez, penetraron en mares hasta entonces no surcados por quillas europeas, admiraron el Chimborazo y el Cotopaxi, fondeando en la isla de Santa Clara, que se halla a la entrada de la bahía de Tumbez.

Al día siguiente continuaron la navegación, llegando, en fin, a Tumbez, hermosa ciudad con casas de piedra y cal, colocada en el centro de fértil campo. Acudieron a la playa los habitantes de Tumbez y contemplaron con tanta curiosidad como sorpresa a los extranjeros y al barco. Dieron cuenta de lo que veían al curaca (gobernador) del distrito, quien sumamente generoso les mandó en muchas balsas plátanos, yucas, piñas, cocos, batatas, maíz y otros productos de la tierra, como también caza y pescado; además, algunas llamas (carnero peruano) vivas. Encontrábase a la sazón en Tumbez un noble indio (orejón), que fué a bordo con objeto de ver a los españoles[112]. Lo que importaba al jefe peruano era saber de dónde y con qué objeto habían venido a aquellas tierras. Contestóle Pizarro que habían venido para asegurar la legítima supremacía de su Rey y para enseñar a los indios la verdadera religión. Guardó profundo silencio el peruano, aunque es de creer que no le convencieran las razones del capitán español. Comió el noble indio con Pizarro, y al despedirse, nuestro héroe regaló al peruano una hacha que le había llamado mucho la atención, pues el uso del hierro era desconocido lo mismo a los hijos del imperio de los incas que al de los aztecas. Al día siguiente Pizarro obsequió al curaca con cerdos y gallinas, animales que no eran indígenas del Nuevo Mundo. Los españoles que visitaron a Tumbez quedaron admirados de la grandeza de la ciudad, que era frontera del Norte del imperio y contigua a la reciente adquisición de Quito. Despidióse Pizarro de los naturales de Tumbez y prosiguió su rumbo hacia el Sur.

Dobló el cabo Blanco y entró en el puerto de Paita, siendo recibido con el mismo espíritu de hospitalidad que en Tumbez. Recorrió la orilla de las llanuras arenosas de Sechuza, dobló la Punta de Aguja y siguió la costa en su dirección hacia el Este, «no perdiendo nunca de vista la cadena colosal de los Andes, que a medida que navegaban hacia el Sur casi siempre a la misma distancia de tierra, se iba presentando cumbre tras cumbre con sus estupendas crestas de hielo como un inmenso Océano que se hubiera detenido y helado de repente en medio de su tumultuosa carrera»[113].

Por todas partes que pasaba Pizarro era recibido por los naturales con generosa hospitalidad. Ellos, los indígenas, llamaban a los españoles hijos del Sol y les llamaban así por su blancura, por el brillo de sus armaduras y por los rayos que manejaban. Creían que los españoles eran dulces, cariñosos y buenos. «El corazón de hierro del soldado—como escribe Prescott—no había presentado aún su lado sombrío. Era demasiado pronto para hacerlo. Aún no había sonado la hora de la conquista»[114].

No es extraño que los peruanos amasen a los españoles. Comenzaron muy bien. «Sin haber querido recibir el oro, plata y perlas que les ofrecieron, a fin de que conociesen no era codicia, sino deseo de su bien el que les había traído de tan lejanas tierras a las suyas»[115]. Siguiendo Pizarro su derrotero al Sur, pasó no lejos del punto en que había de levantarse la ciudad de Trujillo y llegó al puerto de Santa. Convencido de la existencia de un gran imperio indio, volvió por el mismo camino. En un pueblo que los españoles llamaron Santa Cruz, aceptó el convite de rica peruana; en Tumbez dejó a Alonso de Molina y él se llevó el peruano Felipillo y algún otro, y recogió en la isla de Gorgona a uno de los enfermos, pues el compañero había muerto, volviendo a anclar en el puerto de Panamá después de diez y ocho meses de ausencia[116].

Orgullosos podían estar los tres socios con el nuevo descubrimiento, aunque el gobernador Pedro de los Ríos, no convencido de la importancia o tal vez desanimado por su misma magnitud, se negó a prestar auxilio a la empresa. Entonces acordaron los tres socios acudir al Rey.

Designóse para ello a Pizarro, por empeño de Almagro y contra la opinión de Luque. Quería el sacerdote que se diera el encargo al licenciado Corral, funcionario dignísimo y que iba a marchar a España por asuntos de público interés. Sostuvo Almagro con cierta energía que Pizarro debía ser el designado, pues nadie—según él—podía desempeñar tan bien la misión como la persona más interesada. Accedió Luque; mas conocedor del carácter de sus dos amigos y del corazón humano, exclamó: «Plegue á Dios que no os hurtéis uno á otro la bendición, como Jacob á Essaú.» Reunidos con alguna dificultad 1.500 pesos de oro, Pizarro, acompañado de Pedro de Candía, y llevando consigo algunos indígenas, dos o tres llamas, adornos y vasos de oro y plata, y varios tejidos de lana, se embarcó en el puerto llamado Nombre de Dios en la primavera de 1528, llegando a Sevilla a principios del verano y trasladándose a Toledo, donde fué recibido con mucha bondad por el Emperador. El relato que hizo de su viaje causó la admiración de todos. No le inmutó ni la majestuosa presencia de Carlos V, ni la legendaria figura de Hernán Cortés, con quien se encontró en los salones regios, ni la brillante corte de Toledo. Cuando Hernán Cortés terminaba su carrera, Pizarro comenzaba la suya: el primero había conquistado el Norte y el segundo aspiraba a conquistar el Sur, los dos imperios más poderosos y ricos del Nuevo Mundo. Orillados algunos obstáculos, se firmó la capitulación entre el gobierno y Pizarro el 26 de julio de 1529. Por el citado documento se nombraba a Pizarro, por vida, gobernador y capitán general de 200 leguas de costa en la Nueva Castilla, nombre que se dió entonces al Perú (como el de Nueva España se había dado a México). Obtuvo, además, el título de Adelantado y de alguacil mayor de la tierra; dignidades ambas que se había comprometido a obtener para Almagro. Al citado Almagro se le nombró comandante de la fortaleza de Tumbez, y al Padre Luque, tiempo adelante, se premiarían sus servicios con el obispado de la citada población peruana: entretanto se le dió el título de Protector general de los Indios de Nueva Castilla[117]. No se olvidó Pizarro de los compañeros que quedaban vivos de la isla del Gallo, recibiendo Bartolomé Ruiz el título de Piloto mayor de la Mar del Sur, y los restantes, unos fueron nombrados hijosdalgo y otros caballeros. Diéronse algunas disposiciones para estimular la emigración a aquel país. Se mandó a Pizarro que tuviese en su gobernación los religiosos eclesiásticos y oficiales reales que por su Majestad fuesen nombrados[118]. Entre otras disposiciones, no deja de ser curiosa la prohibición de que no hubiese Letrados ni Procuradores en la nueva colonia, considerándose que la presencia de ellos era perjudicial para el sosiego, paz y armonía de aquellos habitantes. Pizarro, a su vez, se comprometió a levantar en el término de seis meses una fuerza de 250 hombres perfectamente equipados, pudiéndose sacar 100 de ellos de las colonias. También se obligaba a emprender la expedición a los seis meses de su vuelta a Panamá.

Para la compra de artillería y todos los pertrechos militares obtuvo del Gobierno algunos fondos, aunque no todos los que necesitaba. Consiguiólos con dificultad y tal vez le ayudara en este particular su amigo—y pariente según algunos—Hernán Cortés. No dejó de costarle del mismo modo gran trabajo la reclutación de gente. Con esta idea—ó más bien con el deseo de visitar el lugar de su nacimiento—salió de Toledo para Trujillo. Allí se le reunieron cuatro hermanos que tenía: el mayor, llamado Hernando, era legítimo; los otros tres eran ilegítimos (Gonzalo y Juan Pizarro, por parte de padre, y Francisco Martín de Alcántara, por parte de madre). Es de sentir que Hernando, tan feo de cuerpo como de alma, ya por ser el mayor de todos, ya por la circunstancia de ser legítimo, ejerciese poderosa influencia sobre los demás y aun sobre el mismo que enaltecía su apellido. «Todos—escribe Oviedo—eran pobres, y tan orgullosos como pobres, e tan sin hacienda como deseosos de alcanzarla.»[119] No encontró Pizarro en sus paisanos el apoyo que esperaba.

De cualquier modo que sea, se dió la expedición a la vela (enero de 1530) y llegó felizmente a Nombre de Dios. Grande fué—como era de esperar—el disgusto de Almagro cuando supo que todos los cargos importantes se habían dado a Pizarro y a él uno de escaso valor, que no estaba en relación con sus servicios. Vino a agriar más la cuestión el orgulloso é insensato Hernando Pizarro. Sin embargo, los prudentes consejos de Luque y del licenciado Espinosa, influyeron de tal modo en el ánimo de los dos jefes, que se verificó aparente reconciliación, no sin ofrecer Pizarro ceder a Almagro el empleo de Adelantado y solicitar del Monarca que confirmara dicha cesión.

¿Se quejaba con razón Almagro? El cronista militar Pedro Pizarro sostiene que su pariente pidió para Almagro el empleo de Adelantado, a lo cual no accedió el Gobierno, que no quería separar dicho cargo del de gobernador y capitán general. Enseñaba la experiencia que, empleos tan importantes, no debían confiarse a distintos individuos. Si tales razones, y otras que dió Pizarro, convencieron o no a su rival, nada importa.

Lo cierto es que, con los refuerzos de España, con los de Panamá y con algunos de la provincia de Nicaragua (colonia que era una rama de la de Panamá), y después de bendecir el estandarte real y la bandera de los expedicionarios, de predicar un sermón Fr. Juan de Vargas, de celebrar una misa y de administrar la comunión a todos los soldados, Pizarro, al frente de 180 hombres y 27 caballos, salió de Panamá y emprendió su tercera y última expedición en los primeros días de enero de 1531. Almagro, como de costumbre, se quedó allí para reunir refuerzos. A los trece días de navegación, fondearon en el puerto de San Mateo, emprendiendo desde dicho puerto el viaje por tierra a lo largo de la costa, en tanto que los buques seguían su rumbo a cierta distancia. Después de muchas penalidades, llegaron a un pueblo de la provincia de Coaque, donde encontraron regular cantidad de plata, oro y piedras preciosas, llamando la atención entre éstas, hermosa esmeralda, del tamaño de un huevo de paloma, que tomó Pizarro. Con el oro y la plata adquiridos, se hizo un montón, del cual se dedujo la quinta parte para la Corona, distribuyéndose el resto en la proporción convenida entre los oficiales y soldados. Este fué el sistema que se observó durante la conquista. Mandó Pizarro a Panamá el valor de veinte mil castellanos de oro. Siguió su marcha por la costa; pero no acompañado de los buques, que habían vuelto a Panamá en busca de refuerzos. Encontróse Pizarro en situación muy triste. La arena de la playa, removida por el viento, cegaba a los soldados, al mismo tiempo que los rayos de sol abrasador casi les ahogaba de calor. Para mayor desgracia, se vieron acometidos de una enfermedad que consistía en grandes verrugas que se presentaban en el cuerpo, y al abrirlas con lanceta, echaban tal cantidad de sangre, que el enfermo moría de resultas. Por otra parte, desde que los españoles cometieron tantos excesos en Coaque, las cosas habían variado por completo. Ya no se les consideraba como seres superiores bajados del cielo, sino como ladrones y criminales. Antes se les ofrecía hospitalidad, y a la sazón se huía de ellos para guarecerse en las montañas próximas. El clima, las enfermedades y la enemiga de los naturales del país, abatieron el ánimo de los soldados, particularmente de los de Nicaragua, que habían dejado el paraíso de Mahoma, por una tierra miserable e ingrata[120].

Afortunadamente recibieron en Puerto Viejo un refuerzo de 30 hombres, mandados por Belalcázar. Algunos hubieran deseado establecerse en Puerto Viejo; mas Pizarro deseaba por momentos llegar a Tumbez, y con este objeto se trasladó a la isla de Puna, próxima á la citada población y en la embocadura del río de Guayaquil. Incorporóse a Pizarro otro refuerzo de 100 voluntarios y algunos caballos, que dirigía el capitán Hernando de Soto, descubridor tiempo adelante del río Mississipí.


Huascar.

Antes de narrar la conquista del imperio de los Incas por Pizarro, daremos a conocer, aunque muy sucintamente, la situación de dicho imperio en aquella época. Hacía como unos siete años que el inca Huayna Capac, hijo de Tupac Inca Yupanqui, había conquistado el reino de Quito. La capital del Perú era el Cuzco, población admirablemente situada, muy rica y asiento del gran templo del Sol. Huayna Capac, como los príncipes peruanos anteriores a él, tenía muchas concubinas que le dieron numerosa posteridad. El heredero de la Corona, hijo de su mujer legítima y hermana, se llamaba Huascar; seguía en el orden de sucesión Manco Capac, hijo de otra mujer prima del Monarca; y el tercero de los hijos, de nombre Atahuallpa, habido en una hija del último Scyri de Quito, si no tenía derecho a la Corona, gozaba del cariño más profundo de su padre. Es de notar que habiendo vivido Huayna Capac sus últimos tiempos en Quito, tuvo a su lado a Atahuallpa, a quien crió y educó con verdadera solicitud. En la hora de su muerte Huayna Capac hizo llamar a los altos funcionarios de la Corona y declaró que su última voluntad era que el reino de Quito pasase a Atahuallpa y el del Perú a Huascar; luego encargó a sus dos hijos que viviesen en paz y amistad. Si en los últimos momentos de su vida, para tranquilidad de su conciencia, quiso dar al nieto lo que había robado al abuelo, también derogó las leyes fundamentales del imperio y arrojó la manzana de la discordia a los herederos de su autoridad. Debió ocurrir la muerte a fines de 1525, seis años largos antes de la llegada de Pizarro a Puna[121].

Cuando Huayna Capac, poco antes de morir, tuvo noticia de la primera aparición de los españoles en el país, dijo a los magnates del imperio—según escribe Garcilaso de la Vega—las siguientes palabras: «Mucho ha que por revelación de nuestro padre el Sol tenemos, que pasados doce reyes de sus hijos, vendrá gente nueva y no conocida en estas partes, y ganará y sujetará a su Imperio todos nuestros reinos y otros muchos. Yo me sospecho que serán de los que sabemos que han andado por la costa de nuestro mar: será gente valerosa que en todo os hará ventaja. También sabemos que se cumple en mí el número de los doce Incas. Certifícoos que a los pocos años que yo me haya ido de vosotros, vendrá aquella gente nueva y cumplirá lo que nuestro padre el Sol nos ha dicho, y ganará nuestro Imperio y serán señores de él. Yo os mando que les obedezcais y sirvais como a hombres que en todo os harán ventaja: que su ley será mejor que la nuestra, y sus armas poderosas e invencibles más que las vuestras. Quedaos en paz, que yo me voy a descansar con mi padre el Sol que me llama.»

Sólo unos cuatro o cinco años vivieron en paz Huascar y Atahuallpa. Era el primero hombre de carácter pacífico, bueno y generoso; y el segundo, por el contrario, se distinguía por su pasión por la guerra, por su perfidia y crueldad. Atabalipa—pues así llaman también otros cronistas a Atahuallpa—, con sus ejércitos dirigidos por sus valerosos generales Quzquiz y Challenchina, llevó la guerra hasta el corazón del imperio de su hermano. Comenzó triunfando en la falda del Chimborazo, tomó a Tumebamba, cuya ciudad, como otras del distrito de Cañaris, entró a sangre y fuego; se estableció en Caxamalca, cruzó el río Apurimac, acampando cerca de la capital del Perú. En la llanura de Quipaypan se iba a decidir el término de la lucha y que duró desde la mañana hasta la noche. La fortuna se declaró en favor de Atahuallpa, siendo hecho prisionero el inca Huascar. Dióse la batalla en la primavera de 1532.

Atahuallpa recibió en Caxamalca la noticia de la victoria, y ordenó al punto que su hermano fuese trasladado a la fortaleza de Xauxa. Garcilaso de la Vega, que era de la raza Inca y sobrino por parte de madre de Huayna Capac, dice que Atahuallpa hizo reunir en el Cuzco a todos los nobles Incas esparcidos en el país, con el objeto de deliberar acerca de la división del Imperio entre él y su hermano. Cuando estaban reunidos les rodeó la soldadesca y los mató a todos. De esta manera fueron exterminados todos los individuos que podían alegar mejores títulos que Atahuallpa a la Corona, llegando en su locura a matar a sus hermanos de padre, esto es, a todos los que tenían en sus venas sangre inca. «A las mujeres, hermanas, tías, sobrinas, primas hermanas y madrastras de Atahuallpa, colgaban de los árboles y de muchas horcas muy altas que hicieron; a unas colgaron de los cabellos, a otras por debajo de los brazos y a otras de otras maneras feas, que por la honestidad se callan; dábanles sus hijuelos que los tuviesen en brazos; teníanlos hasta que se les caían y aporreaban»[122]. Contaron todas estas cosas a Garcilaso su misma madre y un tío suyo, hermano de su madre, llamado D. Fernando Huallpa Tupac Inca Yupanqui, que tuvieron la dicha de salvarse de la matanza general de la familia. Pero si realmente—como escribe con mucho acierto Prescott—trató Atahuallpa de exterminar la raza Inca, ¿cómo es que el mismo historiador confiesa que setenta años después de la supuesta matanza existían cerca de seiscientos descendientes de la raza pura por cuyas venas corría la sangre real?[123] ¿Por qué esta matanza, en lugar de ceñirse a las ramas legítimas del tronco real, que tenían más derechos a la Corona que el usurpador, se extendió a todos los que estuviesen enlazados con él, aun en el grado más remoto? ¿Por qué incluyó a las ancianas y a las doncellas y por qué se las sometió a tormentos tan refinados y supérfluos, cuando es evidente que unos seres tan poco poderosos nada podrían hacer que excitase los celos del tirano? ¿Por qué cuando se sacrificaron tantos a una vaga aprensión de riesgo futuro se dejó vivir a su rival Huascar y a su hermano menor Manco Capac, los dos hombres de quienes más tenía que temer el vencedor? ¿Por qué, en fin, ninguno de los que escribieron medio siglo antes que Garcilaso refieren suceso semejante?[124].

No cabe duda que en la relación de Garcilaso la leyenda ha sustituído a la historia. La madre y un tío del historiador, de la raza Inca, y de menos de diez años de edad cuando se realizaron las supuestas crueldades de Atahuallpa, no son testigos a quienes podamos seguir sin recelo alguno. Bastará decir que Atahuallpa destronó al inca Huascar y fué enemigo mortal de la citada raza. Si cronistas españoles repitieron y aun exageraron lo dicho por Garcilaso, quisieron con ello justificar la conducta inhumana y cruel que siguió Pizarro con Atahuallpa.

Continuando el hilo de la historia del vencedor de Quipaypan, haremos notar que ya pudo tomar la borla encarnada, diadema de los incas, olvidándose seguramente de que los extranjeros blancos iban a llegar pronto y a destruir el imperio, como en los últimos momentos de su vida había anunciado Huayna Capac.

Pizarro había salido de la isla de Puna y desembarcado en Túmbez. Vió con sorpresa que aquella población, donde antes fuera agasajado con tanta solicitud, se hallaba desierta y casi destruída. Pudo, sin embargo, apoderarse de algunos fugitivos, entre los cuales se hallaba el curaca de Túmbez, quienes le dijeron que la ruina del pueblo era consecuencia de la guerra civil que destrozaba el imperio. Militaban en opuestos bandos las tribus feroces de Puna y los de Túmbez, logrando aquéllas la victoria y con la victoria terrible castigo de sus enemigos. Grande era el desaliento de los españoles, sin embargo de las brillantes pinturas que les hicieron los indios acerca de la riqueza del país y de la magnificencia de la Corte imperial. Creían que todo era leyenda.

Comprendió Pizarro que no había que perder tiempo. A principios de mayo de 1532, habiendo dejado a los menos fuertes y a los enfermos en Túmbez, él se dirigió por el camino más llano hacia el interior, en tanto que Hernando de Soto marchó a explorar las faldas de la sierra. Ordenó, bajo severas penas, que a los indígenas no les fuese hecha fuerza ni descortesía. A unas 30 leguas al Sur de Túmbez encontró el rico valle de Tangarala, cuyas condiciones le parecieron buenas para el establecimiento de la colonia. Tan buenas le parecieron que, sin perder tiempo, dispuso que se trasladasen allí los que había dejado en Túmbez. En cuanto llegaron se comenzó a edificar la colonia de San Miguel, la cual se abandonó después por un sitio más sano en las márgenes del Piura. El nombre de San Miguel de Piura recuerda la primera fundación colonial de los españoles en el imperio de los incas. Habiendo esperado en vano refuerzos, a los cinco meses de desembarcar en Túmbez, salió Pizarro (24 septiembre 1532) al frente de su pequeño ejército, dejando en San Miguel algunas fuerzas al mando del contador Antonio Navarro. Llevaba 100 infantes (entre ellos tres arcabuceros y unos 17 ballesteros) y 77 caballos; con hueste tan escasa penetró en el corazón del país y se dirigió al campamento de Atahuallpa. Atravesaba hermosas y bien cultivadas tierras; canales y acueductos cruzaban de una parte a otra, regando árboles frondosos y deliciosas huertas. Flores de diferentes clases despedían puros aromas, que saturaban la atmósfera. Por todas partes eran recibidos con contento por los sencillos habitantes. En todos los pueblos de alguna importancia se encontraba alguna fortaleza o posada real, residencia del Inca en sus viajes; también en ella había cómodo alojamiento para las tropas y almacenes para los víveres.

Comprendiendo Pizarro que el desaliento comenzaba a cundir entre los suyos, tomó una resolución atrevida. Con el pretexto de pasar revista á su pequeño ejército, dijo a los soldados que si alguno no tenía valor para seguir adelante, podía volverse a S. Miguel, cuya guarnición era corta, ofreciéndoles desde luego la misma cantidad de tierras y vasallos que los repartidos a los nuevos colonos. Consiguió Pizarro lo que se había propuesto; sólo cuatro infantes y cinco de caballería se aprovecharon del permiso general.

Volvió a emprender su marcha y se detuvo en un pueblo llamado Zaran, en tanto que Hernando de Soto se dirigió hacia Caxas en busca de noticias sobre el estado de las cosas. Volvió Soto a los ocho días de haber salido, acompañado de un embajador del Inca y de otros indios de inferior condición. Hízole el embajador por orden del Inca, un regalo de poca valía y le invitó, en nombre también de su amo, a pasar al campamento de Caxamalca. Pizarro del mismo modo obsequió al Inca con un gorro de paño encarnado, algunas bagatelas de vidrio y otros juguetes, mandándole a decir que deseaba llegar pronto a su presencia. Hernando de Soto, habiendo visitado a Caxas y a la ciudad vecina de Guancabamba, volvió á dar cuenta de su misión á Pizarro; díjole, entre otras cosas, que el Inca estaba acampado con poderoso ejército en Caxamalca y los muchos recursos con que contaba.

Prosiguió su marcha, se detuvo en Motupe y llegó por fin al pie de los Andes. Reconoció un camino en dirección al sur que iba al Cuzco, y que muchos deseaban seguir; pero se opuso a ello Pizarro, importándole poco los grandes peligros, porque la ayuda de Dios es mucho mayor. Emprendióse la subida de los Andes, marchando a la cabeza Pizarro con 60 infantes y 40 caballos; su hermano Hernando debía seguirle con la demás fuerza. Estrechas y muy pendientes sendas en los ásperos costados de los precipicios que formaban las altas montañas, peñascos que se levantaban en medio del camino, escalones hechos de la misma piedra y por los cuales tenía que subir el soldado, llevando los caballos por la brida, y allá, en la cumbre de una garganta, una fortaleza, hecha de piedra, donde un puñado de hombres hubieran podido disputar el paso a un ejército entero, y todavía más arriba otra fortaleza más fuerte que la anterior. En ella se alojó Pizarro para pasar la noche. Al día siguiente, sin esperar á su hermano que le seguía de cerca, emprendió su marcha por los intrincados desfiladeros de la sierra. El frío era horroroso y la vegetación pobre. En lugar de las diferentes clases de animales que antes habían visto, ahora sólo contemplaban la vicuña, que desde encumbrado pico parecía mofarse del cazador; y en lugar de los brillantes pájaros que eran la alegría de los espesos bosques de los trópicos, ahora únicamente miraban el condor «que cerniéndose en los aires—como dice Prescott—á una elevación inmensa, seguía con melancólicos gritos la marcha del ejército, como si el instinto le guiara por el sendero de la sangre y de la carnicería...»

Llegaron, tras penosa marcha, a la cumbre de la cordillera. Desde allí se extiende árida y dilatada llanura, cubierta de pajonal, hierba amarilla, que vista desde abajo ciñendo la base de los picos cubiertos de nieve, e iluminada con los rayos de ardiente sol, parece pináculos de plata engarzados en oro. Detuvóse Pizarro para esperar la retaguardia. Estando reunidos los dos hermanos, llegó una embajada india trayendo un regalo de llamas al jefe español. Dijo el embajador que su señor deseaba verle cuanto antes, y que a la sazón se encontraba cerca de Caxamalca, en un sitio donde había manantiales de agua caliente. Con cierto orgullo hubo de hacer alarde del poder militar y de los recursos de Atahuallpa. Pizarro, por su parte, no negó las proezas militares de Atahuallpa, si bien dijo que el soberano español se hallaba tan por encima del Inca, como lo estaba el Inca del último de los curacas.

Continuaron la marcha los españoles, empleando todavía dos días para atravesar aquellas elevadas cordilleras. Comenzó en seguida la bajada, que no dejó de ser dificultosa. Presentóse otro embajador del Inca con otro regalo de llamas y con las mismas promesas que el anterior.

Al séptimo día de camino avistaron el valle de Caxamalca. Pizarro conocía por las noticias que iba recibiendo la falsa actitud del Inca; pero él había formado el plan que debía seguir y resuelto estaba a ello, tal vez siguiendo el ejemplo de Hernán Cortés y acaso por los consejos que el conquistador de México le diera en España. Sabía que la organización del Imperio era completamente autoritaria y que el Inca personifica la religión, la patria, el ejército y todos los elementos sociales; de modo que el éxito de la empresa consistía en apoderarse de Atahuallpa. Decidióse a realizar empresa tan temeraria. A su vez el Inca formó el propósito de apoderarse de los aventureros, haciéndolos caer en una celada que había dispuesto. Si eran superiores los soldados extranjeros a los suyos, la superioridad dependía exclusivamente de sus armas y de sus caballos; por lo demás, tenían las mismas flaquezas y las mismas pasiones. No recordaba Atahuallpa las tristes predicciones que al fallecer salieron de los labios de Huayna Capac sobre la destrucción del Imperio. Además, acababa de hacer prisionero a su hermano Huascar y dominaba en absoluto lo mismo en Quito que en el Perú.

Era pintoresco el valle de Caxamalca; estaba cultivado con suma habilidad y la vegetación se manifestaba espléndida. Como a una legua de distancia se elevaban columnas de vapor, producidas por las aguas termales, en mucha estima a la sazón por el Inca. En el declive de las colinas se descubrían multitud de blancas tiendas de campaña, donde estaba acampado ejército numeroso. Dividió Pizarro en tres divisiones su ejército y penetró en Caxamalca, que se hallaba completamente desierta. En una ciudad de 10.000 habitantes sólo encontraron tres o cuatro mujeres que les miraron con ojos de compasión. Estaban construídas las casas con arcilla endurecida al sol y los techos eran de paja o madera; algunas se distinguían porque era de piedra su fábrica. Entraron en ella el 15 de noviembre de 1532. Impaciente Pizarro por averiguar las intenciones del Inca, mandó primero a Hernando de Soto con 15 jinetes al campamento imperial y en seguida a su hermano Hernando con 20 caballos más. Habían andado una legua escasa, cuando llegaron al campamento. Hallaron al Inca rodeado de sus nobles, de sus oficiales y de las mujeres de la casa real. Estaba sentado en un almohadón, a la manera de los musulmanes, distinguiéndose, no por su traje, que era más sencillo que el de sus cortesanos, sino por la borla encarnada que le caía sobre la frente. Hernando Pizarro y Hernando de Soto, con dos o tres de los que les acompañaban, se colocaron en frente del Inca, y el primero, en nombre de su hermano, le dió cuenta de su misión, invitándole a que visitase a los españoles en su residencia actual. Atahuallpa no contestó una palabra, ni aun hizo un gesto, aunque se lo tradujo todo el intérprete Felipillo; sólo uno de los nobles que le rodeaban, contestó: «está bien.» Insistió Hernando Pizarro en que él diese la respuesta. Entonces le miró sonriéndose, y le dijo que al día siguiente, con algunos de sus principales vasallos, pasaría a ver al capitán español. Refieren los cronistas españoles que Soto metió espuelas y dió rienda a su hermoso caballo, haciéndole luego caracolear alrededor del Inca, quien conservó su inmutable serenidad, añadiendo que algunos soldados, llenos de temor, huyeron a la desbandada. Hasta tal punto disgustó a Atahuallpa la cobardía de los fugitivos, que les hizo luego matar. Así lo cuentan nuestras historias. En seguida los criados del Inca ofrecieron algunas cosas de comer a los españoles, los cuales no las aceptaron, aunque sí bebieron un poco de chicha, servida en grandes vasos de oro por las bellezas del harén imperial.

El regreso de los embajadores a Caxamalca produjo profundo desaliento en sus compañeros, cuando oyeron referir el esplendor de la corte, lo numeroso y disciplinado de su ejército y la civilización del país. Comprendieron entonces que había sido temeridad el penetrar en el corazón del imperio, sin poder avanzar ni retroceder. Estaban perdidos sin remedio, si Dios no les ayudaba en la empresa. En Dios puso toda su esperanza Francisco Pizarro. Confiad—les dijo—en el auxilio de la Providencia, y si cumplís exactamente mis instrucciones, estoy seguro de que triunfaremos. Convocó a sus oficiales para decirles que se proponía llevar allí al Inca y cogerle prisionero a presencia de todo su ejército. El proyecto sería desesperado; pero no quedaba otro camino. Todo estaba reducido a anticiparse a lo que Atahuallpa trataba de hacer con ellos. Pizarro quería hacer con el soberano del Perú lo que Cortés había hecho con el monarca de México. Pero la prisión del azteca tenía algo de voluntaria y la del Inca era violenta. Además, las fuerzas de Cortés eran mayores que las de Pizarro, y las de Moctezuma eran menores que las de Atahualpa. Ante tantos peligros como rodeaban a los españoles, no es de extrañar que los sacerdotes que iban en la expedición pasasen orando toda la noche.

Amaneció el 16 de noviembre de 1532. Sonaron las trompetas al romper el alba. Pizarro colocó la caballería en la plaza, dividiendo aquélla en dos porciones, una a las órdenes de su hermano Hernando y otra a las de Soto. La infantería la situó en otro edificio de la misma plaza. Pedro de Candía, con unos cuantos soldados y dos falconetes se apostó en una fortaleza de piedra situada en la extremidad de la citada plaza. El tomó 20 hombres escogidos para acudir donde hubiese necesidad. Las tropas comieron abundantemente, las armas se afilaron y en los pretales de los caballos se pusieron muchas campanillas para que aumentasen con su ruido el espanto de los indios. Celebróse solemne misa por los eclesiásticos que iban en la expedición, los cuales aseguraron en nombre de Dios y de su Madre Santísima la victoria; luego todos, sacerdotes y soldados, cantaron el Exurge, Domine, et judica causam tuam.

Ya entrado el día recibió Pizarro un mensaje de Atahuallpa anunciando su visita y diciendo también que llevaría a la gente armada como los españoles habían ido a su campamento. «De la manera que viniere—contestó el Gobernador al mensajero—lo recibiré como amigo y hermano»[125]. Cuando llegó el Inca como a un cuarto de legua de Caxamalca, determinó establecer allí el campamento, aplazando la visita para el día siguiente; determinación que hubo de contrariar mucho a Pizarro, hasta el extremo que rogó al Inca, por medio del mismo mensajero que trajo la noticia, que cambiase de propósito, pues deseaba cenar con él aquella noche. Accedió el Inca, lo cual prueba, dígase lo que quiera en contrario, que obraba de buena fe. Tampoco damos crédito á lo que dice Hernando Pizarro en carta dirigida a la Audiencia de Santo Domingo un año después de los sucesos, y es que acompañaban a Atahuallpa unos 5 o 6.000 indios, quienes llevaban escondidas porras pequeñas, hondas y bolsas con piedras. ¿Cómo podía concebir el Inca que en el centro de su imperio, rodeado de su corte y de algunas tropas, teniendo cerca numeroso ejército, hubiese un hombre tan temerario que se atreviera apoderarse de su persona?

Faltaba poco para ponerse el sol cuando la comitiva llegó al pueblo. Venían primero algunos centenares de criados destinados a limpiar el camino que debía recorrer el Inca y en cantar himnos de triunfo que en nuestros oídos—dice uno de los conquistadores—sonaban cual si fuesen canciones del infierno[126]. Venían después otras compañías de indios: unos vestidos con tela blanca y colorada; otros sólo de blanco con martillos o mazas de plata y cobre en las manos; últimamente los guardias del inmediato servicio de Atahuallpa con su rica librea azul y profusión de ornamentos de alegres colores, indicando su nobleza los largos pendientes que colgaban de sus orejas. El Inca venía sobre unas andas y el asiento que traía era un tablón de oro que pesó un quintal[127]; el palanquín estaba cubierto de chapas de oro y plata, y adornado con delicadas plumas de pájaros tropicales[128]; entre las alhajas que llevaba el monarca sobresalía un collar de esmeraldas y brillantes de tamaño extraordinario[129]. Llegó a la plaza, mandó hacer alto y no viendo a los españoles, preguntó: ¿dónde están los extranjeros? En aquel instante Fr. Vicente de Valverde, religioso dominico, capellán de Pizarro (después obispo de Cuzco), llevando en una mano un Crucifijo y en la otra el Breviario, se acercó al Inca, le hizo una reverencia, le santiguó con la Cruz y le explicó algunos misterios de nuestra religión. Impasible estuvo Atahuallpa oyendo cosas que no entendía; pero cuando dijo Valverde que su reino estaba dado por el Papa al emperador Carlos V, de quien debía reconocerse tributario y vasallo, el rostro del Inca se demudó y sus ojos centellearon de ira, preguntando, entre otras cosas, con qué autoridad se le hablaba de aquella manera. Por toda respuesta el fraile le presentó el Breviario. Atahuallpa lo cogió, pasó algunas hojas y lo arrojó al suelo. El bueno del fraile se apresuró a cogerlo y corrió a referir al Gobernador el ultraje hecho al sagrado libro[130]. Pizarro agitó entonces una bandera blanca, que era la señal convenida; sonó un tiro de la fortaleza y todos se lanzaron a la plaza gritando ¡Santiago y a ellos! La caballería y la infantería en columna cerrada cayeron sobre la muchedumbre de indios. Los gritos de los españoles, el estrépito de los caballos, el sonido de los cascabeles puestos en los pretales, el ruido de la artillería y arcabucería y el humo de la pólvora, daban verdadero carácter de terror a la escena. Los indios, cogidos de sorpresa, amontonados, oprimiéndose unos a otros, dejábanse matar. En torno del Inca la mortalidad era mayor. Los fieles nobles ofrecían sus pechos por escudo de su querido soberano. Cuentan—y de cuento puede calificarse el relato de los cronistas españoles—que los nobles indios, como antes se dijo de la tropa, llevaban armas ocultas bajo los vestidos. Parece ser que alguno de los nuestros intentó matar a Atahuallpa y que el Gobernador gritó entonces: Nadie hiera al indio so pena de la vida[131]. Aproximóse al Inca, que cayó al suelo, rodando con él la borla imperial. El sol desaparecía del horizonte. ¿Creerían los indios que les abandonaba para siempre?

Los españoles mataron—según un descendiente de los Incas—unos diez mil indios[132]. De los nuestros sólo hubo un herido, Francisco Pizarro; y lo fué involuntariamente (cuando se disponía a coger prisionero a Atahuallpa) por uno de sus soldados. En el rodar de los tiempos habría de repetirse el mismo hecho; aunque en sentido contrario. El 3 de julio de 1898 los españoles, además de perder toda su escuadra en aguas de Santiago de Cuba, tuvieron 350 muertos, 160 heridos y 1.600 prisioneros. Los americanos sólo perdieron un hombre y dos heridos.

Cundió el terror por todo el imperio. Nadie se atrevió a protestar. A su vez los españoles se hicieron dueños de los inmensos rebaños de llamas que pastaban en las cercanías y destinados para el consumo de la corte[133]; saquearon la quinta de Atahuallpa, donde encontraron preciosas joyas y rica bajilla de oro y plata, y se apoderaron en Caxamalca de almacenes llenos de géneros de lana y de algodón. No se olvidó Pizarro de erigir una iglesia y en ella con toda solemnidad decían diariamente misa los padres dominicos. Comprendiendo Atahuallpa la sed de oro de los españoles y temeroso de que su hermano Huascar—prisionero en Andamarca a las órdenes de Pizarro—pudiera escapar de sus guardias y ponerse a la cabeza del imperio, dijo un día al Gobernador que él se obligaba, si se le concedía la libertad, a cubrir de oro todo el piso del aposento en que estaban. Como los presentes le oyeran con incrédula sonrisa, añadió que no sólo cubriría el suelo, sino que llenaría el cuarto hasta que el oro llegase a su altura, y levantándose sobre las puntas de los pies hizo una señal con la mano en la pared todo lo más alto que pudo. Accedió Pizarro a la oferta, y tirando una línea encarnada en la pared a la altura que el Inca había dicho, mandó a un escribano que tomase nota de todo. La habitación—según el secretario Xerez—tenía 17 pies de ancha por 22 de larga; la altura era de nueve pies. El metal no había de fundirse y transformarse en barras, sino en la forma de los artículos manufacturados. Convínose del mismo modo que se llenara de plata y de igual manera el aposento próximo que era más pequeño[134]. Despachó el Inca correos a Cuzco y a otras principales ciudades con orden de llevar a Caxamalca todos los ornamentos y utensilios de oro de los reales palacios, de los templos y demás edificios públicos. Entre tanto gozaba de alguna libertad dentro de su rigurosa prisión y debía hallarse agradecido a Pizarro, el cual, en compañía del fraile Valverde, cuidaba de que su alma no se perdiese, enseñándole las verdades de la religión cristiana.

Refieren graves historiadores que pensó Pizarro reunir en Caxamalca a Huascar y a Atahuallpa con el objeto de examinar y decidir por él mismo quién tenía más derecho al cetro de los incas, medida que puso en cuidado al último de los pretendientes, quien mandó ahogar a su hermano en el río de Andamarca. No queremos manchar la memoria de Atahuallpa con semejante crimen; ni tampoco queremos divagar acerca de un suceso que se presta a censuras tan amargas.

Historia de América desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días

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