Читать книгу Historia de América desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días - Juan Ortega Rubio - Страница 14
CAPITULO VII
ОглавлениеConquista del Perú (Continuación).—Anarquía después de la muerte de Atahuallpa.—El inca Toparca.—Lucha en la sierra de Vilcaconga.—Muerte de Toparca.—Soto, Almagro y Pizarro en el valle de Xaquixaguana.—Muerte de Challcuchima.—El inca Manco.—Los españoles en el Cuzco y botín que recogieron.—Coronación de Manco.—El municipio del Cuzco.—La religión.—Derrota de Quizquiz.—Pedro de Alvarado en el Perú.—Fundación de Lima.—Pizarro gobernador del Perú y Almagro de Chile.—Pizarro y el inca Manco.—Estado del Perú en la segunda mitad del año 1535.—Evasión del inca Manco.—Sublevación de los indios: batalla en el río Yucay.—Toma del Cuzco por los españoles.—Sitio del Cuzco por los indios.—Almagro en Chile.—Entrevista de Almagro con Manco.—Almagro en el Cuzco.—Cartas de la Emperatriz y del Emperador a Pizarro.—Guerra entre Almagro y los Pizarros.—Acción de Abancay.—Sentencia del P. Bobadilla.
Muerto Atahuallpa, se apoderó del país espantosa anarquía. Creyó Pizarro restablecer el orden nombrando Emperador al joven Toparca, hermano de Atahuallpa. Pizarro y Almagro, acompañados del Inca y del antiguo jefe Challcuchima, tomaron el camino que se extendía entre las elevadas regiones de las cordilleras hasta el Cuzco, pasando por varias poblaciones, siendo las principales Gruamachucho y Guanuco. Después de fatigosa marcha, dieron vista al rico valle de Xauxa, en cuya ciudad hicieron alto por algunos días. No carecía de fama un templo de Xauxa; pero—como dice Prescott—el fuerte brazo del Padre Valverde y de sus compatriotas derribó los ídolos de su elevado puesto, poniendo en su lugar las imágenes de la Virgen y del Niño[137].
Dispuso Pizarro que se adelantara Soto con 60 caballos para reconocer el país y recomponer los puentes destruídos por el enemigo, cuyas huellas eran más frecuentes a medida que avanzaba. Pasó cerca de la ciudad de Bilcas y sostuvo en un desfiladero ligera escaramuza con los indios, cruzó el río Abancay y las caudalosas aguas del Apurimac, y en los desfiladeros de la sierra de Vilcaconga peleó con un cuerpo considerable de indios, tal vez dirigidos por el valiente jefe Quizquiz, que andaba en aquellos tiempos recorriendo las inmediaciones del Cuzco. La noche interrumpió el combate, y gran fortuna fué para los españoles la llegada de Almagro con casi todo el resto de la caballería. Huyeron entonces los indios y los dos jefes de nuestro ejército acordaron tomar seguras posiciones y esperar a Pizarro. No se explicaban los nuestros quién anduviera organizando la resistencia de los indígenas, recayendo por fin las sospechas en el cautivo jefe Challcuchima. Pizarro acusó a dicho jefe de mantener correspondencia secreta con su confederado Quizquiz, echándole en cara, como antes había hecho con Atahuallpa, su ingratitud con los españoles, y amenazándole, si sus compañeros no deponían las armas, con quemarle vivo. Bien será decir que Challcuchima, lo mismo que Atahuallpa, eran inocentes.
Antes de salir Pizarro de Xauxa tuvo el sentimiento—así lo dicen sesudos historiadores—de ver morir al inca Toparca, y si poco antes se consideró a Atahuallpa autor de la muerte de Huascar, a la sazón recayeron sospechas de que Challcuchima había sido el asesino del joven monarca. Bien puede asegurarse que corría parejas la inocencia de los dos acusados. En carta dirigida al Emperador Carlos V por el Ayuntamiento de Xauxa, se dice «que ni aun las tropas llegaron á convencerse del crimen de Challcuchima.»
Marchó Pizarro a reunirse con Soto y Almagro. Los tres penetraron en el valle de Xaquixaguana, a unas cinco leguas del Cuzco. Regaba un río aquel valle encantador, cubierto siempre de verde alfombra, y cuya vegetación era tan rica como lozana. En las laderas de los montes próximos los nobles peruanos tenían casas de campo, en las cuales, durante los calores del verano, «salían á tomar sus plazeres y solazos»[138]. Detúvose en aquel paraíso Pizarro algunos días, no sólo para dar descanso y municionar las tropas, sino para formar causa a Challcuchima, «si causa puede llamarse—como escribe Prescott—un procedimiento en que la sentencia se dió la mano con la acusación»[139]. Fué condenado a ser quemado vivo, «sentencia—dice Herrera—que pareció á algunos demasiado cruel, pero los que se rigen por razones de alta política no atienden á ninguna otra», y Prescott hace el siguiente comentario: «No sabemos por qué adoptaban los españoles con preferencia este método cruel de ejecución, á no ser que fuese porque el indio era infiel, y el fuego, desde muy antiguo, parece haber sido considerado el elemento más á propósito para dar muerte á los infieles, como tipo de la inextinguible llama que les esperaba en las regiones infernales.»[140] El Padre Valverde acompañó a Challcuchima al patíbulo, deseoso de conquistar un alma para el cielo. A las religiosas teorías de que el bautismo le abriría las puertas del paraíso, y si no recibía aquellas aguas estaba condenado sin remedio, el indio sólo respondió «que no entendía la religión de los blancos.» Mientras las llamas lo consumían, murió invocando el nombre de Pachacamac.
En seguida de suceso tan trágico, se presentó a Pizarro, acompañado de brillante séquito, el príncipe Manco, hermano de Huascar. Anunció que le pertenecía la Corona y reclamó la protección de los españoles. Pizarro se apresuró a concederla en nombre del soberano de Castilla.
Todos continuaron su camino hacia Cuzco. El 15 de noviembre de 1533, al frente de su ejército, penetró Pizarro en el Cuzco, ciudad hermosa, residencia de la corte y de la nobleza principal. Los edificios eran de piedra, y las calles largas y estrechas. Por el centro de la población pasaba un río, o más bien un canal y sobre él muchos puentes para poner en comunicación todos los barrios de aquélla. Entre los edificios más suntuosos sobresalía el templo dedicado al Sol, la fortaleza y los palacios de los incas. La soldadesca entró a saco en los palacios, llegando hasta profanar los sepulcros. Luego se hizo de todo el tesoro un fondo común, exactamente lo mismo que en Caxamalca; Pedro Sancho, notario real y secretario de Pizarro, dice que no pasó de quinientos ochenta mil doscientos pesos de oro y doscientos quince mil marcos de plata[141]. Hízose la división del botín del mismo modo que la anterior. Al Rey se le remitió la parte que le correspondía. Después se ocupó el jefe español en la coronación de Manco, hijo legítimo de Huayna Capac, heredero del citado hermano y monarca de la antigua rama del Cuzco. Celebráronse todas las ceremonias de la coronación. El fraile Valverde dijo la misa y Pizarro dió a Manco la diadema del Perú. Hiciéronse grandes fiestas con tal motivo.
Inmediatamente quiso Pizarro organizar el gobierno municipal del Cuzco a la manera de Castilla. Se nombraron dos alcaldes y ocho regidores; entre los últimos estaban Gonzalo y Juan, hermanos de Pizarro. Todos juraron solemnemente su oficio el 24 de marzo de 1534. Muchos españoles comenzaron a establecerse en los palacios y edificios de los incas con grandes ofertas de tierras y casas. Por lo que respecta al Padre Valverde no descuidó los intereses de la religión y los suyos propios. Ya obispo del Cuzco se preparó a desempeñar las funciones de su ministerio. Eligióse para la catedral un sitio en la plaza, y adosado a ella un espacioso convento. El altar mayor de la iglesia se colocó en el mismo lugar donde estuvo la imagen del Sol, y los frailes dominicos vinieron a habitar los claustros del templo indio. De igual manera, en la casa de las Vírgenes del Sol se estableció un convento de monjas católicas. En todas partes los antiguos templos se convirtieron en iglesias y conventos cristianos. Los dominicos, los mercenarios y otros religiosos se dieron prisa en la obra de la conversión, pudiéndose asegurar que los ingleses, franceses y holandeses no miraron con el interés que los frailes españoles la salvación de las almas de los indígenas.
Durante la estancia en Cuzco de Pizarro, se reunieron algunas fuerzas indias bajo las órdenes de Quizquiz, uno de los generales de Atahuallpa. En su persecución destacó Pizarro a Almagro con una pequeña fuerza de caballería y numeroso cuerpo de indios mandados por el inca Manco, quien en esta ocasión iba a pelear contra soldados de Quito y contra Quizquiz, antiguos enemigos del rey Huascar. Quizquiz fué derrotado cerca de Xauxa, retirándose a las elevadas montañas de Quito, donde, como en otro tiempo, según cuentan las crónicas cristianas, nuestro Pelayo en las fragosidades de las sierras de Asturias, dió el grito de Dios, patria y libertad; pero el general español encontró patriotas que le siguieron, mientras el general peruano sólo halló miserables que le mataron a sangre fría. Así pereció el último de los grandes generales de Atahuallpa, o mejor dicho, el único que hubiese podido defender hasta el último momento la independencia del Perú.
Otro asunto que demanda más consideración que las hostilidades de los indios ocupó por entonces al gobernador español. El asunto fué la llegada a la costa de gran número de españoles mandados por Pedro de Alvarado, valeroso capitán que a las órdenes de Hernán Cortés había adquirido fama inmortal en la guerra de México. Salió Alvarado de México el 13 de noviembre de 1523 con el encargo que le dió Cortés de conquistar la rica región de Guatemala. Sometió (como se dijo en el capítulo V de este tomo) a los indígenas, fundó ciudades, marchó a España (1527) y ganó la confianza del Monarca, volviendo a Guatemala. Excitado por las relaciones que le hacían de las conquistas de Francisco Pizarro, levantó un cuerpo de tropas y marchó al Perú[142]. Tenía noticia Alvarado de que las conquistas de Pizarro se habían limitado al Perú propiamente dicho, y que la parte del Norte, donde se hallaba el reino de Quito, antigua residencia de Atahuallpa, estaba sin explotar, pudiéndose adquirir, por tanto, muchas riquezas. La flota que tenía destinada a las islas de la Especia tomó la dirección de la América del Sur, desembarcando (marzo de 1534) en la bahía de Caracas con 500 soldados, de los cuales 230 eran de caballería, provistos todos de armas y municiones.
Sin tener en cuenta que invadía un territorio concedido por la Corona a Pizarro, marchó, a través de las montañas, sobre Quito. Cruzó el río Dable, penetró en las intrincadas malezas de la sierra y comenzó a franquear una y otra cordillera, en medio de nieves y ventiscas, con un frío cada vez mayor. Aunque la infantería iba avanzando a fuerza de trabajo, muchos de los soldados de caballería se quedaron helados sobre sus caballos. Los indios que llevaba, acostumbrados al cálido clima de Guatemala, padecieron horriblemente y murieron muchos. Parecía que el hambre y el frío iban a acabar con infantes y caballos. Como si todo esto fuera poco, el aire se llenó de espesas nubes de tierra y ceniza que cegaban y hacían dificilísima la respiración de los hombres; nubes de tierra y ceniza procedentes de una erupción del volcán Cotopaxí, que se halla a 12 leguas al Sudoeste de Quito. Por fin llegó Alvarado, después de salir de Puertos Nevados, a las inmediaciones de Riobamba; pero habiendo perdido una cuarta parte de su ejército, cerca de 2.000 indios auxiliares y considerable número de caballos. Tal fué el desastroso paso de los Puertos Nevados. Emprendió después su marcha por la llanura, causándole no poco asombro ver impresas en el suelo huellas de herradura. Era evidente que caballería española había pasado por allí, siendo de pensar que otros le habían precedido en la conquista de Quito.
Merece el hecho clara explicación. Cuando Pizarro salió de Caxamalca, conociendo que el único puerto para entrar en el país era San Miguel, dispuso nombrar a Sebastián Belalcázar, persona en quien él tenía gran confianza por su inteligencia, valor y severidad, gobernador de la colonia. Belalcázar tomó posesión de su gobierno, recibió noticias de las riquezas de Quito, y por su propia voluntad y sin contar con el permiso de Pizarro, a la cabeza de unos 140 soldados, entre infantes y jinetes, auxiliado con un cuerpo considerable de indios, marchó por la ancha cordillera de los Andes, por un camino más corto y seguro que el que después llevó Alvarado. En los llanos de Riobamba peleó varias veces con el general indio Ruminabi, triunfando al fin y penetrando en la capital, que en honor de Francisco Pizarro, llamó San Francisco de Quito. Tuvo el sentimiento de no encontrar las riquezas que esperaba y tomó la vuelta de su colonia, noticioso de la aproximación de Almagro.
Sucedió lo que era de esperar. Cuando Almagro tuvo noticia en Cuzco de la expedición de Belalcázar, sospechando alguna traición, salió para San Miguel, donde le informaron de todo. Desde San Miguel, sin darse punto de reposo, marchó al encuentro de Belalcázar, con el cual se reunió en Riobamba, no sin sostener antes sangrientas luchas con los indígenas. Las explicaciones que mediaron entre los dos fueron afectuosas, convenciéndose Almagro de que no había traición de parte del gobernador de San Miguel. Reunidos Almagro y Belalcázar, esperaron la llegada de Alvarado. Al encontrarse frente a frente en las llanuras de Riobamba, antes de lanzarse a la lucha, acordaron resolver el asunto por medio de negociaciones. Si Almagro y Alvarado sostenían sus respectivos derechos a la conquista del país, vinieron por último a un acomodo, que consistió en que Pizarro pagaría cien mil pesos de oro a Alvarado, cediendo éste su flota, sus tropas y sus municiones y almacenes[143].
Entretanto el gobernador, habiendo dejado encargado del gobierno de Cuzco a su hermano Juan, llevando consigo a Manco, se dirigió a Xauxa, donde el citado inca obsequió a Pizarro con una cacería al estilo del país. En Pachacamac celebraron cariñosa conferencia Alvarado y Pizarro, despidiéndose el primero para su gobierno de Guatemala[144].
Nombrado Belalcázar, poco tiempo después, gobernador de Quito, y deseoso de ensanchar los límites de su nuevo gobierno, comenzó sus conquistas hacia el Norte.
Por su parte, preocupaba á Pizarro dónde había de edificarse la futura capital de aquel vasto imperio colonial. El Cuzco se hallaba lejos de la costa, y el pequeño establecimiento de San Miguel estaba situado muy al Norte. En el cabildo celebrado en Xauxa el 29 de noviembre de 1534, se trató de la necesidad de trasladar la población a sitio más conveniente. Manifestaron su opinión algunos vecinos de Xauxa, acordándose el nombramiento de comisionados que examinasen, en el valle del cacique de Lima, dónde podía hacerse la fundación. El comendador Francisco Pizarro, adelantado y capitán general y gobernador en las provincias de la Nueva Castilla, nombró a Ruy Díaz, a Juan Tello y a Alonso Martín para que eligiesen el asiento del dicho pueblo.
Elegido el asiento, se dispuso la fundación de la nueva ciudad (1535), trasladándose luego a ella los pueblos de Xauxa y el de San Gallán. Pizarro puso la primera piedra de la iglesia edificada bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción, nombró alcaldes y regidores del Cabildo[145]. Aunque no pudo ser más acertada la elección de sitio, el obispo Valverde, en carta escrita al Rey (20 marzo 1539) le decía lo siguiente: «la ciudad de Lima está mal situada; porque podiendo estar junto á la mar, adonde tuviera muy buen sitio y no oviera trabajo en traer las mercaderías, está dos leguas buenas de la mar, y, allende desto está situada sobre el río que va muy tendido y hace muy gran cascajal, y gente de caballo por aquella parte, no la puede defender.»
El sitio que se eligió para la fundación de la ciudad fué el valle de Rimac, por el que corría ancho río, y cuyo clima era delicioso. Acordóse dicho sitio en la Epifanía o Adoración de los Reyes (6 enero 1535), y por ello se llamó Ciudad de los Reyes; pronto se olvidó el nombre castellano, para ser reemplazado por el de Lima, que es una corrupción del nombre primitivo indio de Rimac. Las calles debían ser muy anchas y perfectamente alineadas, cruzándose unas a otras en ángulos rectos y bastante apartados, con la idea de dejar ancho espacio para plazas públicas y jardines. Se le dió forma triangular, teniendo por base el río, cuyas aguas, llevadas por acueductos de piedra, debían atravesar las principales calles y regar los jardines de las casas. La plaza estaría formada por la catedral, el palacio del virrey, la casa de ayuntamiento y otros edificios públicos. El soldado se convirtió en agricultor y la espada en instrumentos del albañil, del herrero y del carpintero. A ayudar a los españoles acudieron indios de más de 100 millas a la redonda.
A la sazón, Almagro el Mariscal, como le llamaban comunmente los cronistas, por orden del gobernador Pizarro, había marchado al Cuzco para encargarse del mando de dicha capital y también para conquistar los países situados hacia el Sur y que formaban parte de Chile.
También por aquellos mismos tiempos llegaba Hernando Pizarro a Sevilla (enero de 1534) con el quinto real[146]. Causó no poca admiración las barras de oro y plata, los vasos de diferentes figuras y los varios objetos representando fuentes, animales y flores. Después de corta estancia de Pizarro en Sevilla, partió para Calatayud, donde se hallaba el Emperador y donde estaban reunidas las Cortes aragonesas. Refirió Hernando ante el Emperador las arriesgadas empresas de su hermano, en particular la prisión del Inca y su magnífico rescate. Nada dijo de la muerte de Atahuallpa, porque suceso tan trágico ocurrió después de su partida del Perú. Carlos V oyó con satisfacción el relato que se le hacía; pero vió con más gusto el oro que venía a llenar el tesoro imperial, agotado a causa de sus ambiciosos proyectos. Tanto fué su contento que concedió todo lo que el afortunado aventurero le pedía. Según las concesiones que hizo el Emperador, Francisco Pizarro debía ocupar el país que en el documento real se llamó Nueva Castilla (Perú), y Diego de Almagro el designado con el nombre de Nueva Toledo (Chile). Sospéchase que no hubiera salido tan bien librado Almagro sin la ayuda que le prestaron en la corte algunos agentes suyos. Hernando Pizarro recibió del mismo modo importantes mercedes; se le dió alojamiento como individuo de la corte, se le hizo caballero de Santiago y se le autorizó para armar una escuadra y tomar el mando de ella.
Formó la escuadra, se lanzó a la mar y llegó, después de luchar con las tempestades y borrascas, al puerto de Nombre de Dios. Si muchos murieron en el puerto por las enfermedades y el hambre, otros con el citado Hernando Pizarro cruzaron el istmo de Panamá y llegaron al Perú. Inmediatamente que supo Almagro las importantes concesiones que le había hecho la Corona, se hizo cargo del gobierno del Cuzco, que sin reparo alguno le entregaron Juan y Gonzalo Pizarro. Pero el Cuzco, ¿caía en la jurisdicción de Pizarro o en la de Almagro?
Por lo pronto Pizarro, fundándose en que todavía no se habían recibido las credenciales, dispuso que sus hermanos volvieran a encargarse del gobierno. Cayó la noticia como una bomba. Entre Almagro y Pizarro renacieron los antiguos odios; entre los partidarios del uno y del otro las disputas eran cada día más acaloradas. Ya iban a llegar a las manos cuando se presentó el Gobernador. Comprendiendo los dos que no convenía un rompimiento que podía traer graves consecuencias, hicieron un contrato que se obligaron a cumplir con solemne juramento pronunciado ante los Sacramentos, y concluyó la ceremonia celebrando la misa el Padre Bartolomé de Segovia (12 junio 1535)[147].
Arregladas sus diferencias, Pizarro volvió a la costa para continuar fundando poblaciones, siendo la más importante despues de Lima, la que llamó Truxillo en honor del pueblo de su nacimiento. Almagro, entretanto, levantó bandera para Chile, pudiendo reclutar mucha gente atraída por la generosidad del viejo capitán.
Ante Pizarro se presentaba dócil y sumiso el inca Manco; pero en el fondo aquél despreciaba a éste, y a su vez el monarca peruano odiaba a su rival. Motivos tenía para ello el último Emperador de la dinastía de Manco Capac y Mama Ocllo. Veía su reino en poder de los españoles, menospreciada la aristocracia y siervo el pueblo de los conquistadores. Los templos se habían convertido en cuadras para los caballos y los palacios reales en cuarteles para los soldados. Una esposa favorita del Inca había sido seducida por los oficiales castellanos. Unas 6.000 mujeres que vivían en casta reclusión, habían sido arrojadas de sus establecimientos conventuales, siendo algunas presa de la licenciosa soldadesca y otras vinieron a caer en la prostitución. «El señor perdone—escribe el autor de la Conquista i Poblacion del Pirú—á quien fué la causa desto i á quien no la remedió pudiendo»[148]. Llegó a agotarse la paciencia del joven Inca y decidió sublevarse, aconsejado del gran sacerdote Villac Umu y de muchos nobles peruanos. Salió del Cuzco; mas espías que vigilaban sus movimientos, dieron parte de su evasión a Juan Pizarro, quien marchó inmediatamente a la cabeza de alguna fuerza de caballería, teniendo la suerte de encontrarlo en espeso cañaveral, cerca de la ciudad, donde había procurado ocultarse. Manco fué preso y encerrado en una fortaleza del Cuzco bajo la vigilancia de numerosa guardia.
Volvió por entonces a la Ciudad de los Reyes Hernando Pizarro, trayendo, además de la real concesión por la cual se señalaba el territorio que correspondía a su hermano Francisco y a Diego de Almagro, el nombramiento confiriendo a su citado hermano el título de Marqués[149].
En tanto que el nuevo Marqués lograba que Almagro se dirigiese a la conquista de Chile—no resolviéndose por entonces el litigio de si el Cuzco formaba parte del territorio del uno o del otro—, determinó que su hermano Hernando se encargara del gobierno de la citada ciudad. Es de advertir que el hermano mayor de los Pizarros, aunque por demás altivo y arrogante, tenía ciertas simpatías por los indios, no faltando quien dijese que sintió de todo corazón la muerte de Atahuallpa, y aun añadían que la habría evitado si él por entonces se hallara en Caxamalca. Consecuente con la generosa conducta que se había trazado, puso en libertad al astuto Inca. Con el pretexto Manco de ir a traer algunos tesoros que—según decía—estaban ocultos en las asperezas de los Andes, engañó a Hernando Pizarro, quien le dejó marchar en compañía de dos soldados españoles. Como pasasen seis o siete días y el fugitivo no pareciera, comprendió Hernando que había sido engañado, y entonces, sin pérdida de tiempo, ordenó a su hermano Juan que al frente de 60 caballos fuera en busca del príncipe. Se puso en camino Juan Pizarro y notó que los indios habían huído de las cercanías del Cuzco; mas al aproximarse a las montañas que rodean el valle de Yucay, como a seis leguas de la ciudad, encontró a los dos españoles acompañantes del Inca, quienes le dijeron que todo el país estaba sublevado y al frente de la insurrección se había puesto Manco. Añadieron—y esto no debe olvidarse para juzgar al príncipe—que les había tratado perfectamente y les había concedido el permiso de volverse a su campo. Llegó Juan Pizarro al río Yucay, encontrando en la opuesta orilla al ejército indio mandado por Manco. Bajo una nube de piedras y de flechas atravesaron el río los españoles; ya en tierra, se encontraron rodeados por los indios. La batalla fué encarnizada. Retiráronse los indígenas al aproximarse la noche. «Es gente—dice Oviedo—muy belicosa é muy diestra; sus armas, picas é ondas, porras é alabardas de plata é oro é cobre»[150]. A la mañana siguiente, desde la cima de las montañas, les retaba el enemigo a continuar el combate. Hallándose Juan Pizarro en situación tan embarazosa, le sorprendió una orden de su hermano mandándole volver al Cuzco, que estaba sitiado por el enemigo. Volvió a pasar el Yucay, seguido del ejército de Manco, que celebraba su victoria con gritos de triunfo y llegó al anochecer á la vista de la capital, que estaba rodeada de numerosísimo ejército de indios. Llamóle la atención que le dejasen la entrada libre hasta el Cuzco. Reunidos los refuerzos de Hernando y de Juan Pizarro, sumaban unos 200 hombres entre infantes y caballos, además de 1.000 indios auxiliares.
Comenzó el sitio del Cuzco en los comienzos de febrero de 1536. Indios y europeos pelearon valerosamente. Consiguieron los indios pegar fuego a la ciudad, la cual en gran parte quedó reducida a cenizas. Templos y palacios, edificios públicos y particulares quedaron consumidos por las llamas. Salváronse, por fortuna, el templo del Sol y la inmediata Casa de las Vírgenes. En el Cuzco y fuera del Cuzco se peleaba cada vez con más fiereza. Peleando como un bravo, recibió Juan Pizarro una pedrada en la cabeza, cayendo al suelo, y de resultas de la herida falleció a los quince días. De las los torres de la fortaleza había caído una en poder de los españoles; pero la otra se hallaba defendida por un inca, cuyo valor rayaba en la temeridad. Hernando Pizarro se puso a la cabeza de los combatientes, decidido a vencer o morir en la demanda. El valiente indio recorría las almenas llevando coraza y escudo españoles, armado de enorme maza guarnecida de puntas o clavos de cobre y matando con ella lo mismo al que quería forzar el paso hasta lo interior de la fortaleza, como al que le hablaba de rendición, pues para él era más peligroso el indígena cobarde que el arrojado soldado de Pizarro. Dispusieron los españoles tomar la torre por asalto. Pusiéronse escalas en los muros y comenzaron a subir nuestros soldados; pero conforme iban subiendo caían heridos por el arma terrible del héroe. Entonces se dispuso poner varias escalas en la torre y dar el asalto por diferentes puntos a la vez. Así se hizo. «Y mandó Hernando Pizarro a los españoles que subían, que no matasen a este indio, sino que se lo tomasen á vida, jurando de no matalle si lo havía bivo»[151]. Cuando el inca se convenció que no podía resistir por más tiempo, antes de caer prisionero, se subió a una almena, arrojó las armas, se tapó la cabeza y el rostro en su manto y se precipitó desde una altura de más de cien estados, haciéndose pedazos. ¿Para qué quería la vida si su patria iba a caer en poder de los tiranos?
Todavía los españoles tenían que pelear. Llevaban sitiados cinco meses. ¿Cómo les dejaba abandonados Francisco Pizarro? No les dejaba abandonados; pero no podía hacer nada por ellos. Tuvo que vencer dos ejércitos de indios. Uno se presentó delante de Xauxa, y el otro ocupó el valle de Rimac y puso sitio á Lima. Al mismo tiempo no dejó de pensar en el estado angustioso de la guarnición del Cuzco, hasta el punto que por cuatro veces mandó destacamentos dirigidos por valientes oficiales en socorro de la plaza, los cuales fueron deshechos en los intrincados pasos de las cordilleras. Apenas pudo salvarse alguno para volver a Lima y dar la noticia.
Un suceso—y por cierto que nadie podía pensar en él—vino a salvar a los españoles. Llegó el mes de agosto. Creyó el inca Manco que se acercaba el día en que faltasen las provisiones a los suyos. Ante semejante temor y habiendo llegado la estación de la siembra, mandó que la mayor parte de sus fuerzas se retirasen a sus hogares, no volviendo hasta que los trabajos del campo estuvieran terminados. El marchó a Tambo, lugar fuerte, situado al Sur del valle de Yucay, con fuerzas considerables para guardar su persona. E hizo perfectamente, porque Hernando Pizarro intentó al poco tiempo sorprender y coger prisionero al Inca en los reales de Tambo. No salió bien la aventura a los nuestros, que se vieron sorprendidos y rechazados, teniendo que retirarse, no sin que el enemigo les picase la retaguardia.
Del sitio que en el año 1536 pusieron los indios al Cuzco, registraremos el siguiente hecho: Los 18 españoles de a pie y de a caballo que la guarnecían, ¿cómo pudieron por tres veces consecutivas apagar el incendio iniciado por los indígenas y que amenazaba destruir la plaza? Atribúyese por todos a favor divino, especialmente a la protección de la Santísima Virgen María, a la cual vieron con sus propios ojos, rodeada de celestiales esplendores, lo mismo españoles que indios. Este poético episodio constituyó el argumento de la comedia La Aurora en Capocavana, de Calderón de la Barca. El Santuario de Nuestra Señora de Capocavana se hizo famoso, no sólo en el Perú, sino en Madrid[152] y en toda España.
Después de los aciertos de los Pizarros y Almagro, nos ocuparemos de los descaminos de capitanes tan valerosos. En tanto que los citados hermanos peleaban un día y otro día con el inca Manco y los indígenas, el mariscal Almagro andaba ocupadísimo en su expedición a Chile. El frío, el hambre y aquella marcha por escabrosas cordilleras y profundos barrancos, causaron gran desaliento a los expedicionarios. Pobre era el reino vegetal y del reino animal sólo se veía el condor, que se cernía en el límite de las nieves perpetuas, para caer luego sobre los cadáveres de los que perecían por el hambre o por los rigores del clima. Y sin embargo, por todas partes dejaban huellas de su crueldad; todo lo llevaban a sangre y fuego. Bastará decir que Almagro estaba considerado como uno de los más humanos de los jefes, y sin embargo, porque los indios dieron muerte a tres españoles, él en desquite hizo quemar vivos a treinta jefes indígenas.[153]
Prescott, después de decir que el europeo considera siempre como un bruto al hombre semicivilizado y que la resistencia de éste a aquél se castiga con la muerte, añade lo que a continuación vamos a copiar, y por cierto, con gran contentamiento nuestro: «Tales crueldades no se limitaban a los españoles; dondequiera que se han puesto en contacto el hombre civilizado y el salvaje, así en Oriente como en Occidente, la historia de la conquista ha sido escrita muchas veces con sangre»[154].
Por fin llegó Almagro al verde valle de Coquimbo, como a unos 30 grados de latitud Sur. Mientras que en aquellas abundantes llanuras daba descanso a sus tropas, dispuso que un oficial con algunos soldados se dirigiese hacia el Sur para explorar el país; el mensajero volvió con noticias poco satisfactorias. «No le pareció bien la tierra por no ser quajada de oro»[155]. A la sazón sirvióle de contento la llegada del resto de sus fuerzas a las órdenes de su teniente Rodrigo de Orgóñez, natural de Oropesa, excelente soldado y de larga y brillante historia militar. Tanto llamaron la atención los servicios de Almagro en la corte, que fué elevado a la categoría de mariscal de la Nueva Toledo. Por cierto, que también por entonces recibió Almagro el decreto—retenido tanto tiempo por los Pizarros—en el cual se le señalaba su jurisdicción territorial. La creencia de que el Cuzco caía dentro de los límites de su gobierno, las noticias de que el oro no parecía por ninguna parte y el cansancio que sentían después de largo viaje por aquellas terribles asperezas, decidieron a Almagro a marchar hacia el Norte. Además, era ya viejo y quería dedicarse a la educación de su hijo natural Diego, joven que prometía grandes esperanzas. Recordando las penalidades que había sufrido en el paso de los montes, emprendió el camino a lo largo de la costa. Casi llegó a arrepentirse, pues no son para contar los trabajos que sufrió al cruzar el desierto de Atacama. ¡Recorrer cerca de cien leguas sin encontrar vegetación alguna! Llegó a la ciudad de Arequipa, distante del Cuzco unas 60 leguas. Allí supo que el inca Manco y todo el país se habían sublevado contra los Pizarros. Recordando su antigua amistad con el joven Inca, le envió una embajada solicitando una entrevista. Gustoso accedió Manco y designó el valle de Yucay. Almagro, tomando la mitad de sus fuerzas, se presentó en el punto señalado, dejando el resto de sus tropas en Urcos, a seis leguas del Cuzco[156]. Procede no pasar por alto que antes de celebrarse la conferencia entre Almagro y el Inca, Hernando Pizarro, sorprendido por la aparición del nuevo cuerpo de tropas españolas, salió del Cuzco y se acercó a Urcos, donde se enteró, con profundo disgusto, de las intenciones de Almagro. Cuando los peruanos vieron unidos a los soldados de Pizarro con los de Almagro en Urcos, sospecharon—y motivos tenían para ser suspicaces—que estaban de acuerdo para apoderarse del Inca. También lo creyó de buena fe Manco. Por esto cayeron los peruanos repentinamente sobre los españoles en el valle de Yucay; pero los veteranos de Chile no se dejaron sorprender, y arremetieron con furia a sus enemigos, quienes fueron rechazados, no sin ruda resistencia. En el combate se vió en bastante peligro Orgóñez.
Llegó el momento en que Almagro, con la división que tenía en Urcos se dirigiera al Cuzco. Exigió primero al ayuntamiento que se le reconociese como Gobernador; presentó copia de las credenciales que acababa de recibir de la corte. Las autoridades del Cuzco aplazaron la respuesta hasta informarse de personas entendidas. ¿Se hallaba el Cuzco dentro del territorio de Almagro? Oviedo dice que sí y esta era la creencia general; no pocos también afirmaban lo contrario.
Antes de pasar adelante, habremos de notar lo que preocupaba á la corte. La Emperatriz, desde Valladolid, y con fecha de 6 de noviembre de 1536, se dirigió a Francisco Pizarro, gobernador y capitán general de la provincia de la Nueva Castilla, llamada Perú, y después de manifestar su disgusto por el levantamiento que los naturales del país habían hecho contra Hernando Pizarro[157], le rogaba que si el citado Hernando no pudiese venir á España «con el oro nuestro que allá teníamos y el servicio que procurastes que se nos hiciese»... lo mandase a la ciudad de Panamá «al obispo D. Fray Tomás de Berlanga, o al nuestro gobernador o juez de residencia e oficiales de aquella provincia» para que sea remitido a estos reinos[158]. Al poco tiempo, esto es, el 1.º de enero de 1537, el mismo Emperador escribió a Pizarro mandándole que enviase «el oro e plata con la más brevedad que se pueda porque las necesidades de acá lo requieren»[159].