Читать книгу Historia de América desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días - Juan Ortega Rubio - Страница 7

CAPITULO III

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Índice

Conquista de México.—Hernán Cortés.—Cortés y Velázquez en Santiago de Cuba.—Cortés en Trinidad, en la Habana en el cabo de San Antonio, en la isla de Cozumel y en la desembocadura del Grijalba.—Llega á Tabasco: Marina.—Cortés en San Juan de Ulúa.—Embajada de Moctezuma.—El gobernador Pilpatoe y el general Teutile.—Obsequios de Moctezuma á Cortés y de Cortés á Moctezuma.—«Villa Rica de la Vera Cruz.»—Cortés en Zempoala y en Quiabislán.—Política de Cortés.—Nueva embajada de Moctezuma.—Cortés «quema las naves», pasa á Zocothlán y llega á Tlascala.—Guerra entre españoles y tlascaltecas: el general Xicotencal.—Portocarrero y Montejo en Sevilla y en Medellín: enemiga de Fonseca á Cortés.—Cortés en Cholula y en México: su entrevista con Moctezuma.—Descripción de México.—Guerra entre Quelpopoca y Escalante.—Suplicio de Quelpopoca.—Prisión de Moctezuma.—Quetlavaca emperador.—«Noche Triste».—Otumba.—Quanhtémoc, emperador.—Guerra entre españoles y mejicanos.

Si Juan de Grijalba tuvo la dicha de pisar el primero tierra de México, la gloria de la conquista pertenece a Hernán Cortés, natural de Medellín (Badajoz), hijo de familia distinguida y aficionado a grandes y maravillosas empresas. Ganoso de gloria y de riquezas y en busca de ellas se embarcó camino de la Española llevando cartas para el gobernador Don Nicolás de Ovando. Estuvo a las órdenes de Don Diego Velázquez y se distinguió en la conquista de Cuba. Enemigos después los dos y reconciliados al poco tiempo, Velázquez, gobernador de la isla de Cuba, le nombró capitán general de la flota que se destinaba a la conquista de México. Cortés gastó su fortuna, que no era pequeña, en armar una flota, y, cuando pudo lanzarse a la mar, después de dar el último adiós a su mujer Doña Catalina Suárez, embarcó sus tropas y al amanecer del 18 de noviembre de 1518 salió del puerto de Santiago de Cuba con 6 carabelas y 300 soldados. Cuando Velázquez, que ya andaba receloso de la conducta del valeroso extremeño, corrió presuroso al muelle, encontró la armada dándose a la vela. Cortés, embarcado en una lancha, se aproximó al sitio donde estaba su jefe, quien le dijo: «¡Pues cómo, compadre, así os vais?» Buena manera es esa de despediros de mí.—Señor, respondió Hernán Cortés, perdóneme Vuestra Merced, pues estas cosas y las semejantes, antes han de ser hechas que pensadas; vea, Vuestra Merced, qué me manda.[29] Mientras Cortés volvía a sus buques y se lanzaba a la mar, Diego Velázquez, viendo tanto atrevimiento y resolución, no supo qué contestar.

Dispuso Hernán Cortés que uno de sus barcos marchase a Jamáica a comprar víveres, ordenándole que se incorporase a la escuadra en el cabo de San Antonio. El tomó bastimentos en Macaca y fondeó en Trinidad. Allí, delante de su posada, mandó poner su estandarte y pregonar la jornada. En dicha villa de la Trinidad hubo de reclutar unos doscientos soldados procedentes de las expediciones de Córdova al Yucatán y de Grijalba a México, logrando también que se le uniesen algunos nobles caballeros, entre otros, Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León, deudo del Gobernador. Sumadas las fuerzas que sacó de Santiago de Cuba a las reclutadas en Trinidad, componían: 110 marineros, 508 soldados, 32 ballesteros y 13 arcabuceros. Como maestre de campo llevaba Cortés a Cristóbal de Olid.

Desde Trinidad se dirigió Cortés a la Habana y desde la Habana salió en la noche del 10 de febrero de 1519 hacia el cabo de San Antonio. Lo mismo en Trinidad que en la Habana se recibieron órdenes de Velázquez por las cuales se destituía a Cortés del mando de la flota; pero ni las autoridades de las citadas poblaciones mostraron gran voluntad en ejecutarlas, ni el futuro conquistador de México estaba dispuesto a obedecerlas. En cabo San Antonio pasó revista á sus tropas, las arengó y se hizo a la vela para las costas de Yucatán el 18 de febrero.


Moctezuma.

Detúvose en la isla de Cozumel, fondeó en la desembocadura del río Grijalba, e internándose en el país se apoderó de la ciudad de Tabasco. De ella salió para vencer en las llanuras de Ceutla a 30.000 indios. Desde Tabasco continuó su viaje, llevando ricos presentes, entre ellos el de una joven y agraciada india, a quien se dió el nombre de Marina en el bautismo. Marina, que comenzó siendo intérprete de Cortés, pasó luego a ser su confidente y secretaria, terminando por hacerse dueña del corazón del valeroso caudillo. Mujer tan singular, amó con toda su alma a Cortés y siempre guardó fidelidad a los españoles[30].

Siguiendo Cortés la costa llegó a la isla de los Sacrificios y a otros lugares ya descubiertos por Juan de Grijalba, y por último, a San Juan de Ulúa, donde vió acercarse dos canoas (piraguas) y en ellas algunos indios, los cuales le dijeron lo siguiente: «Que Pilpatoe y Teutile, gobernador el uno y capitán general el otro de aquella provincia, por el grande emperador Moctezuma, los enviaban a saber del capitán de aquella Armada, con qué intento había surgido en sus costas, y a ofrecerle el socorro y la asistencia de que necesitase para continuar su viaje.» Moctezuma era el segundo Emperador de este nombre y el undécimo de México. Hernán Cortés hubo de contestar lo que al tenor copiamos: «Que su venida era a tratar sin género de hostilidad materias muy importantes a su Príncipe y a toda su Monarquía, para cuyo efecto se vería con sus gobernadores y esperaba hallar en ellos la buena acogida que el año antes experimentaron los de su nación»[31].

Ordenó Cortés que desembarcase toda su gente y estableciera el campamento en la costa llamada Chalchiuhcuencan. Con la ayuda de muchos indios que mandó Teutile, se levantaron barracas que fueron de no poca utilidad en aquellos días calurosos. Los indios, con sus instrumentos de pedernal, cortaban las estacas y las fijaban en tierra; ramas de árboles y hojas de palmera colocaban entre las estacas, formando también con aquellas el techo. Las barracas mejores o las destinadas a los jefes fueron cubiertas por los indios, para defenderlas de los rayos solares, de mantas hechas con algodón. En la mejor de todas ordenó Cortés que se levantara un altar y sobre él se puso la imagen de la virgen María: a la entrada se colocó una cruz.

Llegó el momento en que el gobernador Pilpatoe y el general Teutile, con numeroso acompañamiento, se presentaron al capitán español en nombre de Moctezuma. Antes de comenzar la conferencia, los llevó Cortés a la barraca que hacía veces de templo, donde todos oyeron misa, que celebró Fray Bartolomé de Olmedo. Después les invitó a un banquete; luego les dijo que estaba resuelto—pues así lo había ordenado su Rey—a no salir de aquel país sin ver antes al emperador Moctezuma. Y habiendo dispuesto remitir a Moctezuma un regalo (algunas cosas de vidrio, una camisa de Holanda, una gorra de terciopelo carmesí, adornada con una medalla en que estaba la imagen de San Jorge, y una silla labrada de taracea), despidió a los embajadores.

En tanto que Teutile remitía a su Emperador la respuesta de Hernán Cortés, Pilpatoe, a poca distancia de los españoles, levantaba algunas barracas, formando con ellas un lugar para que residiesen allí los indios destinados a cuidar de las provisiones y necesidades de nuestro ejército. Aunque Cortés comprendió que la idea era muy diferente, no se mostró ni receloso ni desconfiado.

Llegó la respuesta de Moctezuma a los siete días. Antes de dar cuenta de ella creyó Teutile mejor entregar el obsequio que había mandado su Emperador. Manifestó el ilustre extremeño su agradecimiento por el rico presente de Moctezuma, que consistía en finísimas telas de algodón, penachos de plumas de diferentes colores, dos láminas grandes, la una de oro, en la que se destacaba la imagen del Sol, y la otra de plata, en la que venía figurada la Luna; y por último, muchas joyas y piezas de oro con alguna pedrería. En seguida Teutile, en nombre de Moctezuma, le dijo que no se le concedía permiso para pasar a México. No se dió por vencido el general español y despidió a los indios con otro regalo para el Emperador, insistiendo con más energía en su propósito de visitar la corte. Mientras que esperaba la respuesta, envió dos bajeles a reconocer la costa.

Moctezuma contestó a la última embajada mandando otros regalos y negándose decididamente a conceder la licencia pedida. Así lo dijo Teutile. El futuro conquistador de México insistió en su demanda, no sin indicar la bárbara idolatría en que estaba sumido el Imperio. Entre turbado y colérico replicó Teutile que, si Moctezuma hasta entonces le había tratado como huésped, en adelante lo trataría como enemigo; retirándose inmediatamente, seguido de Pilpatoe y de los demás que le acompañaban. En aquella misma noche los indios, que bajo las órdenes de Pilpatoe se habían establecido cerca de nuestro campamento, abandonaron sus viviendas y se retiraron tierra adentro.

Hernán Cortés, después de atraerse a algunos descontentos partidarios de Velázquez y después de aceptar la amistad que le brindaba el cacique de Zempoala, se fijó en un hecho de suma importancia. Aquellas barracas donde habitaban, se convirtieron en una población a la que dieron el nombre de Villa Rica de la Vera Cruz. Se llamó Villa Rica, en memoria del oro que se encontró en aquella tierra, y de la Vera Cruz, porque a ella llegaron el viernes de la Cruz. Nombróse Ayuntamiento, única y legítima autoridad representante de la Corona en aquellos remotos países, y ante él renunció el mando que le diera Diego Velázquez, saliendo poco después elegido y nombrado Gobernador del ejército de México.

Con la autoridad y poder que le daba este nombramiento, castigó con alguna severidad a varios sediciosos y turbadores de la quietud pública. Inmediatamente dispuso la marcha. En tanto que los bajeles se dirigían a la ensenada de Quiabislán, él siguió por tierra el camino de Zempoala, atravesó el río de este nombre, pasó por poblaciones abandonadas y luego por prados amenos, teniendo la suerte de encontrar a doce indios que venían en su busca, con un regalo de gallinas y pan de maíz que le mandaba el cacique; continuó su marcha y por fin llegó a Zempoala, población situada entre dos ríos y en campiña fértil. Las casas eran de piedra, cubiertas las paredes con cal blanca y brillante. Los españoles atravesaron calles y plazas llenas de gente, llegando a Palacio, en cuya puerta estaba el cacique, obeso y ridículo personaje, quien recibió a Cortés con señaladas muestras de cariño. Cuando el cacique hubo alojado convenientemente a sus huéspedes, se dispuso a visitar al jefe español haciéndole antes un regalo de alhajas de oro y otras cosas. Presentóse en unas andas, que traían sobre sus hombros jóvenes principales. La entrevista fué afectuosa y en ella el cacique reveló que tenía deseos de libertar su país de las violencias y tiranías de Moctezuma; a ello contestó Cortés que él no temía las fuerzas del Emperador y que su misión era ponerse al lado de la justicia y de la razón. Desde este momento los españoles pudieron contar con un poderoso aliado entre los indios.

Salieron los nuestros para Quiabislán auxiliados en su camino por los fieles zempoalos. Era Quiabislán un lugarcillo situado sobre altos peñascos con calles estrechas y pendientes. El cacique y los vecinos se habían retirado bastante lejos, no fiándose de las intenciones de nuestra gente; mas pronto acudieron algunos, en seguida otros y últimamente el mismo cacique en compañía del de Zempoala. También el cacique de Quiabislán se puso al lado de los futuros conquistadores de México, deseoso de vengarse de Moctezuma. Durante estas conferencias pasaron por el mismo cuartel de los españoles seis ministros reales, quienes solo se ocupaban en cobrar los tributos de Moctezuma. Venían adornados de plumas y pendientes de oro, vestidos de fino algodón, seguidos de muchos criados que movían grandes abanicos para comunicar el aire o la sombra a sus señores. Los tales ministros, habiendo puesto su audiencia en la casa de la Villa, hicieron llamar a los caciques, a quienes reprendieron por haber admitido en sus pueblos gente forastera, enemiga de Moctezuma; además del servicio ordinario les pidieron como castigo de su delito, veinte indios para sacrificarlos a los dioses. Al tener noticia Cortés de estas cosas, llamó a los dos caciques y les dijo que no sólo habían de negarse a entregar indios destinados a los sacrificios, sino que les ordenaba mandasen gente a prender y encerrar a los ministros en las cárceles. Así se hizo. Pensó el jefe español que si le convenía tener contentos a los caciques, también debía atraerse a Moctezuma. Fijo en este día, y sin que los caciques pudieran sospecharlo, dejó en libertad a dos de los ministros e hizo llevar a su armada a los otros. Mientras los mencionados dos ministros se dirigían a dar cuenta del suceso a Moctezuma y mientras más de treinta caciques, que habitaban en las próximas montañas, se ponían bajo las órdenes del caudillo español, se trató de dar asiento fijo a la Villa Rica de la Vera Cruz, que hasta entonces se movía con el ejército. A media legua de Quiabislán y próxima al mar, en tierra fértil, abundante de agua y copiosa de árboles, como escribe Solís[32] comenzó a levantarse aquella población, que había de servir de apoyo para futuras operaciones y de puerto para la armada.

La llegada a México de los dos ministros y la relación hecha por ellos a Moctezuma de las bondades de nuestro caudillo, hicieron que se trocasen en la corte mejicana los vientos de guerra en aires de paz. Mandó el Emperador nueva embajada con su correspondiente regalo; pero el destinado por la fortuna a conquistar el imperio de los aztecas, sí se mostró cariñoso con los representantes de Moctezuma, a quienes dió algunas bujerías castellanas, no desistió de pasar a México.

Con el objeto de poner paz entre el cacique de Zimpazingo y el de Zempoala, Cortés, al frente de 400 soldados, se dirigió a aquel pueblo, asentado en lo alto de una colina, entre grandes peñascos. Ajustada la paz entre ambos enemigos, pensó Cortés acabar de una vez con la idolatría de los zempoales. Más arrojado que prudente, en presencia del cacique y de los indios más principales, mandó que varios soldados subieran las gradas del templo, arrojando desde allí el ídolo principal y otros, no sin el asombro de los sacerdotes y el terror de la muchedumbre. En el sitio en que había estado colocado el citado ídolo, se levantó un altar y se colocó en él una imagen de la virgen María.

A la sazón ocurrieron dos hechos que demandan nuestra atención. Consistía el primero en la llegada a Vera Cruz de un bajel, procedente de la isla de Cuba, a cargo del capitán Francisco de Saucedo, natural de Medina de Rioseco (Valladolid), a quien acompañaban el capitán Luis Marín y diez soldados; además, traía un caballo y una yegua. Fué el otro hallar el medio de precaverse contra la enemistad de Velázquez, a cuyo fin despachó a España un buque con diferentes regalos para el emperador Carlos V y una carta en la que pedía el nombramiento de capitán general. Castigó de un modo ejemplar a algunos soldados partidarios de Velázquez, y, por último, barrenó los bajeles, quemó las naves, para acabar de este modo las conjuraciones de los soldados. Ya no quedaba más camino que vencer ó morir. «Resolución dignamente ponderada por una de las mayores de esta conquista, y no sabemos si de su género se hallará mayor alguna en todo el campo de las historias»[33].

Dispuso luego mandar un navío a la isla de Cuba, y en él podrían marcharse los que no quisieran acompañarle en la conquista de México. Dió licencia a todos los que la solicitaron, exclamando: «Porque yo determino de ganar de comer en esta tierra o morir en ella, échense todos los demás navíos al través, demás de los que se habían echado, e los que no quisieren seguir mi opinión, ahí queda ése en que se vayan.» Después—añade Andrés de Tapia—«que los otros fueron echados al través, echó también éste, e quedó certificado de quienes eran los que no querían su compañía»[34].

Después de dejar Hernán Cortés al capitán Juan de Escalante como gobernador de la guarnición (150 hombres y dos caballos) de Vera Cruz, y después de encargar a los caciques de las inmediaciones que respetasen al dicho gobernador, al frente de 500 infantes, 15 caballos y 16 piezas de artillería se preparó a penetrar en el corazón del imperio mejicano[35]. Acompañábanle, además, unos 400 indios de Zempoala y entre ellos algunos nobles de los más influyentes en aquella tierra. Todavía le detuvo algunas horas la presencia de un escribano que con sus correspondientes testigos acababa de llegar en un bajel; venía a notificarle que Francisco de Garay, gobernador de la isla de Jamaica, había tomado posesión de aquel país por la parte del río de Pánuco e intentaba hacer una población cerca de Nauthlán, intimándole y requiriéndole para que no se alargase por aquel paraje. No haciendo caso de requerimientos, ni de autos judiciales del tenaz y testarudo escribano, emprendió la marcha el 16 de agosto de 1519. Atravesó con gran trabajo la sierra y llegó al valle, donde se levantaba la ciudad de Zocothlán con sus numerosos y blancos edificios; el cacique se llamaba Olinteth y en sus visitas a Cortés procuró encarecer las grandezas de Moctezuma.

Pasados cinco días de descanso en Zocothlán continuó su camino. El cacique Olinteth le aconsejaba que fuese por la provincia de Cholula y los indios principales de Zempoala que iban con él insistían en que el camino mejor era el de la provincia de Tlascala. Aceptó Cortés la última opinión y penetró en la provincia de Tlascala, cuyos términos confinaban con los de Zocothlán. En el lugar de Zimpazingo[36] hizo alto para adquirir noticias exactas del país. Por entonces llegaron a presencia de Cortés algunos indios y presentándole cinco de los suyos, le dijeron: «Si eres dios de los que se alimentan de sangre e carne, cómete estos indios, e traerte hemos más: e si eres dios bueno, ves aquí encienso e plumas; e si eres hombre, ves aquí gallinas e pan e cerezas.» «Yo e mis compañeros—contestó Cortés—hombres somos como vosotros; e yo mucho deseo tengo de que no me mintáis, porque yo siempre os diré verdad, e de verdad os digo que deseo mucho que no seais locos ni peléis, porque no recibáis daño[37].» Como posteriormente se presentasen otros indios y confesaran, ante las recriminaciones del capitán español, que eran espías, se les hizo cortar las manos, volviendo de esta manera ante los suyos, los cuales no se atrevieron ya a poner obstáculos a la marcha de los españoles. Antes de seguir adelante, Hernán Cortés llamó a Teuche, indio que le había acompañado desde la costa, para conocer su opinión. «Señor—le dijo—, no te fatigues en pensar pasar adelante de aquí, porque yo, siendo mancebo, fuí a México, y soy experimentado en las guerras, e conozco de vos y de vuestros compañeros que sois hombres e no dioses, e que habéis hambre y sed y os cansáis como hombres; e hágote saber que pasado desta provincia hay tanta gente, que pelearán contigo cient mill hombres agora, y muertos o vencidos éstos vernán luego otros tantos, e así podrán remudarse o morir por mucho tiempo de cient mill en cient mill hombres, e tú e los tuyos, ya que seáis invencibles, moriréis de cansados de pelear, porque como te he dicho, conozco que sóis hombres, e yo no tengo más que decir de que miréis en esto que he dicho, e si determináredes de morir, yo iré con vos.»

Era a la sazón Tlascala ciudad populosa y floreciente, cabeza de la provincia de su nombre, enclavada en medio del imperio. La ciudad estaba asentada sobre cuatro eminencias, con estrechas calles de casas de un sólo piso; la fábrica de las casas era de piedra, y en vez de tejados tenían azoteas. Aunque el país era montuoso y quebrado, no carecía de cultivo ni de fertilidad en las llanuras y en las cañadas; abundaba el maíz y varias clases de frutas. La caza en los campos era mucha. Tierra toda ella montuosa y desigual, tenía varios pueblos en los sitios más elevados. Tuvieron reyes al principio, cuyo yugo sacudieron. Formaron entonces especie de República y la formaron del siguiente modo: dividieron sus pueblos en varios partidos o cabeceras, y cada partido o cabecera nombraba uno de sus magnates para que residiese en Tlascala. Estos magnates constituían un Senado, que era la autoridad suprema y a la cual todo el país prestaba obediencia.

Una embajada, compuesta de cuatro indios zempoales, mandó Cortés a Tlascala. Cuando parecía que el Senado se iba a inclinar a la paz, uno de los senadores, general del ejército y joven valeroso, proclamó la guerra. Llamábase Xicotencal y era digno de pelear con los españoles. El 5 de septiembre de 1519 se hallaron los españoles enfrente de los tlascaltecas, Cortés enfrente de Xicotencal. Comenzó la batalla, y cuando se convencieron los indios del poco efecto que hacían las flechas y piedras arrojadas sobre los españoles, echaron mano de los chuzos y de las espadas. En cambio nuestra caballería, y artillería hacían grandes estragos en las apiñadas masas de los indios. Habiéndose separado de los suyos el soldado Pedro de Morón, que iba en una yegua muy revuelta y de grande velocidad, cayeron sobre él algunos tlascaltecas, quienes lograron matar al animal y cortarle la cabeza; Morón pudo escapar, merced al auxilio que recibió de otros soldados de caballería. Retiróse Xicotencal, dejando el campo en poder de los nuestros. Aunque vencido, se creía victorioso, pues consideraba como triunfo que uno de los suyos llevara la cabeza de la yegua sobre la punta de una lanza. Iba a continuar la guerra con más fuerza. Presentáronse unos después de otros y por diferentes sendas y rodeos los cuatro indios zempoales que en calidad de embajadores había mandado Cortés a Tlascala. Dijeron que cuando ya estaban destinados a morir en los altares de sus dioses, lograron escaparse de estrecha prisión. Xicotencal, no atendiendo otras proposiciones de paz que le hizo Cortés, hubo de presentarse a la cabeza de unos cincuenta mil hombres, decidido a vencer o morir en la contienda. Cuando parecía que llevaban la mejor parte los tlascaltecas, las rencillas y aun la enemiga de unos caciques a otros fueron causa de turbaciones y tumultos, viéndose obligado Xicotencal a ponerse en salvo, dejando a los españoles el campo y la victoria. No amedrentados los indios por las derrotas, aconsejados por sus magos, se decidieron a atacar de noche el campamento enemigo, pues a dicha hora lograrían que el Sol, como padre de los españoles, no comunicaría a sus hijos fuerza superior a la naturaleza humana. No encontró Xicotencal desprevenidos a los españoles; antes, por el contrario, los halló dispuestos a la lucha, que fué tenaz y sangrienta. Convencidos los tlascaltecas del valor de los nuestros, lo mismo el Senado que el pueblo clamaron por la terminación de la guerra; Xicotencal se negó decididamente a obedecer. Mandó espías al campamento español, quienes fueron descubiertos y castigados con bastante rigor. Entonces, separado del mando por el Senado, no tuvo más remedio que dejar las armas, retirándose a la ciudad, acompañado solamente de sus parientes y amigos.

Ajustóse la paz entre el Senado y Cortés, no sin que tratase de impedirla Moctezuma, que temeroso de lo que podía sucederle, intentaba echar leña al fuego de las pasiones de tlascaltecas y españoles. Tal vez comprendiendo esto mismo Xicotencal, se presentó a Cortés al frente de una embajada y le dijo que si prolongó la guerra fué creyendo que los españoles eran amigos de Moctezuma, cuyo nombre aborrecía.

Antes de narrar la larga y enconada lucha de los nuestros con Moctezuma, recordaremos un hecho que se relaciona con la política de España en sus posesiones ultramarinas. En el navío que desde las aguas de México mandó a España Hernán Cortés venían, como representantes del citado caudillo, los capitanes Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, quienes llegaron a Sevilla por octubre de 1519. Hallábase a la sazón en la ciudad andaluza el capellán Benito Martín, amigo y representante de Diego Velázquez; Martín se querelló ante los ministros de la Casa de la Contratación de Sevilla del futuro conquistador de México y de los que venían en su nombre. Mal vieron el asunto los citados capitanes cuando se encaminaron a Medellín con ánimo de visitar a Martín Cortés, padre del héroe.

Portocarrero, Montejo y Martín Cortés, acompañados de Alaminos, piloto del barco que desde Veracruz había llegado a Sevilla, tuvieron la dicha de hablar al Emperador en Tordesillas (Valladolid), adonde estaba para despedirse de su madre y emprender en seguida, al mismo tiempo que se organizaba la guerra de las Comunidades, la jornada a Alemania y ceñir en sus sienes la corona del imperio.

Camino de Alemania D. Carlos, ni el gobernador Adriano, ni el presidente del Consejo de Indias D. Juan Rodríguez de Fonseca, obispo de Burgos, se mostraron benévolos con los citados comisarios, los cuales más de dos años estuvieron en la corte «siguiendo los Tribunales, como pretendientes desvalidos.»

Explícase la influencia poderosa de Diego Velázquez, del siguiente modo: «Este Diego Velázquez, teniendo la dicha gobernación (de la isla de Cuba) se hizo rico, e habiéndose muerto su mujer, procuró amistad con D. Juan de Fonseca, obispo de Burgos, que a la sazón era presidente en el Consejo de Indias, e sañaló a algunos de los del consejo del rey pueblos de indios en la dicha isla, para los aprovechar. El dicho obispo pretendía casalle con una parienta suya, e así estaba hablado e concertado, e desta manera el dicho Diego Velázquez se creia que en el consejo del rey tener mucho favor...»[38].

Prosiguiendo el hilo de la conquista de México, comenzaremos consignando que cuando Hernán Cortés se convenció que nada tenía que temer de los valerosos hijos de la provincia en que residía, mandó alzar el real y se dirigió a la ciudad de Tlascala; en ella hizo su entrada el 23 de septiembre de 1519. Aposentóse en un adoratorio o lugar donde había diferentes ídolos.

Grande era el empeño de Cortés de acabar con la idolatría. Si los tlascaltecas se allanaron desde luego a ser vasallos de Carlos V, negáronse a abandonar sus dioses. Cuando se proponía derribar los ídolos, como en otro tiempo había hecho en Zempoala, el P. Fray Bartolomé de Olmedo, más prudente o menos fanático, hubo de decir que se compadecían mal la violencia y el Evangelio.

A los veinte días de su permanencia en Tlascala, en cuyo tiempo hubo de despachar a los embajadores mejicanos, retenidos en su campamento para que se convencieran del poder de los españoles, tomó el camino de Cholula[39]. Antes dió permiso a Diego de Ordaz para que con dos soldados de su compañía y algunos indios principales se dirigiera a la cumbre de una sierra para observar de cerca el volcán de Popocatepec.

Los tlascaltecas, como antes los zampoales, le rogaron que no penetrase en la provincia de Cholula. Por el contrario, nuevos embajadores de Moctezuma, le dieron a entender que ya tenía prevenido alojamiento en la citada ciudad. Cumplióse al pie de la letra el refrán que dice Del enemigo el consejo. Cortés, para que no se dijese que recelaba del Emperador, se dirigió a Cholula, ciudad de tan hermosa vista, que la comparaban a nuestra Valladolid, según Solís[40], y penetró en ella con gran regocijo de sus habitantes.

Mensajeros de Moctezuma anunciaban a los españoles que no debían seguir adelante porque no tendrían alimentos para comer; otras veces decían que no había caminos para llegar a México, añadiendo también que el Emperador soltaría gran número de leones, tigres y otras fieras que despedazarían y se comerían a los españoles. Como Cortés no hacía caso de tales amenazas, se prepararon los indios a realizar mayores empresas.

Terrible conjuración, dispuesta según todas las señales por Moctezuma, fué descubierta y denunciada por Marina. Cortés, dejándose llevar de su natural fiero, mató, incendió y entró a saco en las casas principales. Murieron entre naturales y mejicanos—según Solís—más de 6.000 hombres[41]. Antes de salir de Cholula, Cortés pudo escribir a Carlos V lo siguiente: «Después de este trance pasado, todos han sido y son muy ciertos vasallos de V. M. y muy obedientes a lo que yo en su real nombre les he requerido y dicho, y creo lo serán de aquí en adelante.»

Todo dispuesto para emprender la marcha, llegaron nuevos embajadores de Moctezuma y se presentaron al caudillo español, a quien dieron las gracias—pues estos eran los deseos del Emperador—por haber castigado con severidad a los sediciosos de Cholula, ofreciéndole, como siempre, ricos presentes.

Salió al fin nuestro ejército, y penetrando en la provincia de Guajocingo, después de atravesar la sierra, llegó a la llanura y se alojó en pequeño lugar de la provincia de Chalco, donde acudieron varios caciques y—según Solís—todos ellos se quejaron de las crueldades y tiranías de Moctezuma[42]. ¡Desgraciado Emperador que era aborrecido de todos los caciques que Cortés encontró en su camino! Continuó su marcha, llegando a una inmensa laguna en cuyas inmediaciones se veían espesas alamedas y artísticos jardines. Cuatro caballeros mejicanos llegaron al cuartel de los nuestros para notificar a Cortés que Cacumatzín, señor de Tezcuco y sobrino de Moctezuma, venía de parte de su tío a visitarle. En efecto, se presentó con otros nobles de su señorío y dió la bienvenida al jefe español. Después que tuvo la dicha de acompañar a los españoles á la capital de su Estado, se dirigió presuroso a dar cuenta al Emperador de su embajada. Entre tanto Hernán Cortés, siguiendo la calzada oriental de México, pasó la noche en un lugar situado sobre la misma calzada, que se llamaba Quitlabaca. «Registrábase desde allí—escribe Solís—mucha parte de la laguna, en cuyo espacio se descubrían varias poblaciones y calzadas que la interrumpían y la hermoseaban; torres y capiteles que, al parecer, andaban sobre las aguas; árboles y jardines fuera de su elemento, y una inmensidad de indios que, navegando en sus canoas procuraban acercarse á ver los españoles, siendo mayor la muchedumbre que se dejaba reparar en los terrados y azoteas más distantes»[43]. También—y nadie debe extrañarse de ello—el cacique de Quitlabaca manifestó a Cortés el poco afecto que tenía a Moctezuma y el deseo de sacudir el yugo intolerable del gobierno imperial.

Al día siguiente, poco después de amanecer, se puso la gente en marcha sobre la misma calzada, llegando a la grande y hermosa ciudad de Iztacpalapa y siendo recibida por el cacique de dicha población, acompañado de los príncipes de Magicalzingo y Cuyoacán; los tres traían sus correspondientes regalos. El ejército, que a la sazón contaba con unos 450 españoles y 6.000 indios (tlascaltecas, zempoales, etc.), hizo su entrada en Iztacpalapa. Causó a los españoles no poca admiración el palacio y una extensa huerta con un gran estanque del cacique. Solís confiesa que en dicho lugar se alababa el gobierno de Moctezuma, tal vez—añade—porque los de aquella región eran parientes del cacique o porque estaban más cerca del tirano.

Faltaban dos leguas para llegar a México. Emprendióse muy de mañana el viaje, y dejando a un lado la ciudad de Magicalzingo y en la ribera la de Cuyoacán, sin contar otras grandes poblaciones que se descubrían en la laguna, dió vista a la hermosísima ciudad de México.

Numerosas comitivas salieron a recibirle, y en medio de la principal venía Moctezuma en unas andas de oro bruñido llevadas en hombros de señores del imperio; delante de él iban tres magistrados con varas de oro en las manos, que levantaban en alto para que todos se humillasen; detrás seguían el paso de las andas cuatro personajes, que le llevaban debajo de un palio, hecho de plumas verdes entretejidas y que formaban tela, con algunos adornos de plata. Arrojóse Cortés del caballo, al mismo tiempo que Moctezuma se apeó de sus andas. Frisaba Moctezuma en unos cuarenta años, de pequeña estatura, más delgado que robusto, aguileño el rostro y menos obscuro que el natural de aquellos indios, el cabello largo, los ojos vivos y el semblante magestuoso. Consistía su traje en un largo manto de finísima tela de algodón, sembrado de joyas de oro, perlas y piedras preciosas; su corona era de oro en forma de mitra y sus sandalias consistían en unas suelas de oro macizo, cuyas correas, tachonadas de lo mismo, ceñían el pie y abrazaban parte de la pierna.

Cuando Cortés estuvo cerca de Moctezuma, se quitó una cadena de vidrio, compuesta vistosamente de varias piedras, que imitaban los diamantes y las esmeraldas y se la echó sobre los hombros al Emperador. Correspondió Moctezuma del mismo modo, pues hizo traer un collar de conchas carmesíes, engarzadas con tal arte, que de cada una de ellas pendían cuatro cangrejos de oro, imitados perfectamente del natural, y con sus manos se lo puso a Cortés en el cuello.

Entró el ejército español en México el 8 de noviembre de 1519 y fué alojado en un grandioso palacio. En la primera visita que Moctezuma hizo al capitán español, le obsequió con diferentes piezas de oro, ropas de algodón y alguna cantidad de plumas. Devolvió al día siguiente Cortés la visita, llevando consigo a los capitanes Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León y Diego de Ordaz, con unos pocos soldados, entre los cuales se encontraba Bernal Díaz del Castillo, que ya trataba de observar para escribir. Entrábase en el palacio de Moctezuma por treinta puertas que daban a diferentes calles. La fachada principal, hecha de jaspes negros, rojos y blancos, daba a espaciosa plaza; sobre la portada había un escudo con las armas de los Moctezumas. Pasados tres patios se llegaba al cuarto donde residía el Emperador. Los pavimentos se cubrían con esteras de diferentes labores; las paredes con telas de algodón y con plumas, y los techos estaban formados de madera de ciprés, cedro, etc. Moctezuma recibió a los jefes del ejército español con señaladas muestras de cariño. Empeño tuvieron Cortés y el P. Olmedo en traer al Emperador a la religión verdadera, contestando siempre el soberano indio que sus dioses eran buenos en aquella tierra como el de los cristianos era bueno en su país. En una visita que los españoles, estando presente Moctezuma, hicieron a un templo, Cortés se atrevió a decir que aquellos dioses eran imágenes del demonio; palabras imprudentes que disgustaron a los indios, muy especialmente a los sacerdotes. Por consejo del P. Olmedo y del licenciado Juan Díaz resolvió Cortés no hablar por entonces más de religión, logrando—y esto es una prueba de tolerancia y aun de bondad que no tenían los nuestros—que Moctezuma dispusiera que a su costa se levantase por sus alarifes una iglesia católica. El mismo Emperador con los príncipes y ministros asistió alguna vez a las funciones religiosas que celebraban los españoles.

Llegados a este punto, bien será decir que la ciudad de México, llamada antiguamente Tenuchtitlán, se hallaba, cuando los españoles penetraron en ella, dividida en dos barrios: el uno tenía el nombre de Tlatehullo, habitado por gente popular o del pueblo; el otro, denominado México, residencia de la corte y de la nobleza. Población tan importante estaba situada en una llanura, rodeada de altísimas montañas, de las cuales bajaban ríos al valle, donde se formaban diferentes lagunas, y en lo más profundo los dos lagos mayores, divididos por un dique de piedra. Este pequeño mar vendría a tener 30 leguas de circunferencia. El asiento de la ciudad estaba casi en el medio del lago más pequeño. El clima era benigno y saludable. La población se comunicaba con la tierra por sus calzadas o diques, y las calles estaban bien niveladas y eran espaciosas; por los lados o aceras pasaba la gente y por enmedio las canoas. Los Templos o Adoratorios se elevaban sobre los demás edificios, hallándose el mayor de aquéllos dedicado al Dios Virtcilipuztli (Dios de la guerra). La plaza tenía cuatro puertas, una en cada uno de sus cuatro lienzos, y encima de ellas una estatua de piedra. En el centro de la plaza se levantaba especie de pirámide bastante gruesa y alta; en la parte superior se verificaban los sacrificios humanos. Además del palacio, tenía Moctezuma algunas casas de recreo, siendo las principales la de las Aves de rapiña, la de las Aves que se distinguían por la pluma o por el canto, la Fábrica de armas, el Depósito de armas y la Casa de la tristeza. Había diferentes tribunales: Tribunal de Hacienda, Tribunal de Justicia, Consejo de Guerra y Consejo de Estado; este último era el principal de todos.

Pronto iba a comenzar la guerra entre Moctezuma y los españoles. Mientras que el Emperador se desvivía por obsequiar a Cortés; mientras que los nobles, a imitación de su Príncipe, deseaban mostrarse, más que obsequiosos, obedientes; y mientras que el pueblo doblaba las rodillas ante el español más humilde, llegaron dos soldados tlascaltecas con una carta de la Vera Cruz. Decíase en ella que el general mejicano Quelpopoca, con objeto de cobrar los impuestos para el emperador Moctezuma, había invadido las tierras de los indios confederados; Juan de Escalante, nuestro gobernador de Vera Cruz, se creyó en el deber de salir a la defensa de los indios rebeldes, castigando, por consiguiente, al citado General. Cerca de un lugar pequeño, que se llamó después Almería, diéronse vista los dos ejércitos. Los españoles compraron cara la victoria, porque Juan de Escalante quedó herido mortalmente, con otros siete soldados; de los últimos se llevaron los indios a Juan de Argüello, cuya cabeza fué paseada triunfalmente por los pueblos, llegándose a decir que se mandó como rico presente a Moctezuma.

Sea de ello lo que quiera—pero creyendo siempre en el natural bondadoso de Moctezuma—decidióse el capitán español a tomar resolución tan enérgica como audaz, cual fué apoderarse del Emperador y llevarle a su campamento. Acompañado de Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Juan Velázquez de León, Francisco de Lugo y Alfonso Dávila, y seguido de treinta soldados de su satisfacción, llegó a palacio, conversó con Moctezuma, a quien engañó al fin—influyendo en ello el talento y discreción de Doña Marina—para que marchase al cuartel de los españoles. También se pudo lograr, sin gran esfuerzo, que Moctezuma impusiera pena de la vida a los que tomasen las armas para sacarle del poder de los españoles. Del mismo modo ordenó el Emperador la prisión de Quelpopoca.

Moctezuma fué trasladado a la morada de Hernán Cortés. Cometió tan grande desacato el capitán español, pretextando—pretexto fútil por cierto—de que el Emperador había sido cómplice de Quelpopoca. Confióse la guarda del Emperador a Juan Velázquez de León. Posteriormente entró en México el general Quelpopoca con su hijo y otros, quienes para escapar de la muerte hubieron de confesar—según dijeron luego los españoles—que habían dado muerte a los dos castellanos por orden de Moctezuma. Llevados Quelpopoca y los suyos a una de las plazas de la ciudad, fueron arrojados a la hoguera.

Llegó el turno a Moctezuma. Hernán Cortés mandó ponerle grillos. Cuando Moctezuma se vió en aquel estado, mostró grandísima tristeza: sus deudos y los señores del imperio, «estando—dice Herrera—como atónitos, lloraban»[44]. Creyendo Cortés que había conseguido lo que deseaba, sin temor alguno ni a propios ni a extraños, fingiendo una compasión y un amor que no sentía, dispuso quitar los grillos al Emperador mejicano, o (como escriben algunos cronistas) se puso de rodillas para quitárselos él mismo por sus manos. Acerca del juicio que tales hechos merecen al historiador, diremos con Solís: «Dejémonos cegar de su razón, ó no la traigamos al juicio de la Historia, contentándonos con referir el hecho como pasó, y que una vez ejecutado, fué de gran consecuencia para dar seguridad á los españoles de la Vera Cruz, y reprimir, por entonces, los principios de rumor, que andaban entre los nobles de la ciudad»[45].

Prisionero Moctezuma; nombrado gobernador de Vera Cruz, por muerte de Juan de Escalante, el capitán Gonzalo de Sandoval; declarado el Emperador azteca feudatario del rey de España; dueños los españoles de los impuestos del imperio, y en manos de Cortés el absoluto poder, parecía haberse concluído la conquista. Sólo en asuntos religiosos estaban decididos a no ceder Moctezuma ni los suyos. Sin embargo, Cortés, con una tenacidad como no hay ejemplo, se dispuso a acabar con la idolatría de los mejicanos. Penetró en un Adoratorio, y al contemplar tantos ídolos, exclamó: «¡Oh Dios! ¿por qué consientes que tan grandemente el Diablo sea honrado en esta tierra?» Mandó llamar a los intérpretes, y ante ellos y ante otros muchos que acudieron, dijo lo siguiente: «Dios que hizo el cielo y la tierra os hizo á vosotros y á nosotros é á todos, é cría lo con que nos mantenemos, é si fuéremos buenos nos llevará al cielo, é si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando más nos entendamos; é yo quiero que aquí donde teneis estos ídolos, esté la imagen de Dios y de su Madre bendita, é traed agua para lavar estas paredes, é quitaremos de aquí todo esto.» Ellos se reían; pero Cortés, dirigiéndose a los sacerdotes indios, añadió: «Mucho me holgaré yo de pelear por mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada»; y tomando una barra de hierro que estaba allí, comenzó a dar golpes a un ídolo. Cuando Moctezuma tuvo noticia del hecho, le mandó un enviado para que no hiciese mal a los ídolos. Presentóse luego el Emperador y pidió los ídolos, con el objeto de llevarlos a otra parte. Accedió Cortés, si bien dispuso que se levantasen dos altares, colocando en uno la imagen de Nuestra Señora, y en otro la de San Cristóbal. Al poco tiempo llegaron algunos indios trayendo varias manadas de maíz verde y muy lacias, diciendo: «Pues que nos quitastes nuestros dioses, á quien rogábamos por agua, haced al vuestro que nos la dé, porque se pierde lo sembrado.» Ordenó Cortés que los cristianos pidiesen a su Dios que lloviese, y en efecto, con gran sorpresa de los indios, los campos se regaron completamente.

Apartando por un momento la vista de los sucesos ocurridos en México, veamos lo que se trataba contra el valeroso Hernán Cortés. Enterado Velázquez de los tratos que traían en la corte Alonso Hernández Portocarrero y Francisco de Montejo, comisarios de Hernán Cortés, y habiendo recibido las cartas de su capellán Benito Martín, con nombramiento de Adelantado, no sólo de aquella Isla, sino de las tierras que se descubriesen y conquistasen por su inteligencia, reunió fuerte ejército (800 infantes, 80 caballos y 10 ó 12 piezas de artillería) mandado por el valisoletano Pámfilo de Narváez; diez y ocho navíos condujeron al ejército citado al puerto de San Juan de Ulúa. El clérigo Juan Ruiz de Guevara, con un escribano real y tres soldados, en nombre de Narváez, se dirigió a conferenciar con el gobernador Gonzalo de Sandoval. De la conferencia salió el rompimiento entre ambas partes, llegando al extremo Sandoval de reducir a prisión al sacerdote, a quien, en unión de sus tres compañeros, resolvió enviar a México para que Cortés tomase la determinación que creyera conveniente. En efecto, llegaron a México y Cortés salió á recibirlos con más que ordinario acompañamiento, les agasajó y les hizo algunos regalos, despachándolos a los cuatro días para que volviesen al lado de Narváez. Como esto pudiera no darle resultado y pensando siempre en hacer la paz con Narváez, mandó como mensajero a Fray Bartolomé de Olmedo, sacerdote que gozaba con justicia de mucho prestigio.

Como era de esperar, Pámfilo de Narváez, que tenía su cuartel establecido en Zempoala, recibió primero al licenciado Guevara, el cual, como se inclinase a la paz, fué arrojado de su presencia con desabrimiento. Llegó su turno al P. Olmedo, quien nada pudo conseguir del duro corazón de Narváez.

Cuando Cortés tuvo noticia de todo por el P. Olmedo, se decidió a vencer o morir. No le quedaba otro camino. Dejó en México hasta 80 españoles a cargo de Pedro de Alvarado, y mandó un correo a Vera Cruz, ordenando a Gonzalo de Sandoval que saliese a recibirle a sitio determinado. Despidióse de Moctezuma. Ofrecióle el Emperador no desamparar a los españoles que quedaban con Alvarado, ni hacer mudanza en su habitación durante su ausencia. Ambas cosas cumplió fielmente el bueno e inocente Moctezuma. Cortés pasó por Cholula, llegó a Tlascala y recibió en Matalequita a Gonzalo de Sandoval con la gente de su cargo. Siempre deseando la paz, despachó segunda vez al P. Olmedo, que pronto hubo de avisarle del poco efecto que producían sus diligencias. Deseando hacer algo más por la razón, o ganar algún tiempo, determinó enviar al capitán Juan Velázquez de León, que tampoco pudo traer al buen camino a Narváez. Entonces, cuando se convenció que no había esperanza alguna de concordia, movió su ejército y asentó su cuartel a una legua de Zempoala y en las riberas del río Canoas, llamado también Chachalaca. Dividió su fuerza en tres pequeños escuadrones, uno al mando de Gonzalo de Sandoval con la orden de caer sobre Narváez; otro dirigido por Cristóbal de Olid para apoyar a Sandoval; y el tercero, bajo su propia autoridad, que acudiría donde su presencia fuera necesaria. Pasó el citado río y entró en Zempoala atacando valerosamente a su enemigo. Narváez fué vencido y hecho prisionero. Cuando Cortés visitó a Narváez (si damos crédito a Solís) el prisionero le dijo: «Tened en mucho, señor capitán, la dicha que habéis conseguido en hacerme vuestro prisionero.» «De todo, amigo—respondió el vencedor—se deben las gracias a Dios; pero sin género de vanidad os puedo asegurar que pongo esta victoria y vuestra prisión entre las cosas menores que se han obrado en esta tierra.»

Sometidas las tropas de Narváez y habiendo recibido malas nuevas de México, al frente de 1.000 soldados de infantería y 100 de caballería, se encaminó a la corte con ánimo de salvar a Alvarado y castigar a los revoltosos mejicanos. Llegó a México, día de San Juan, siendo recibido por Moctezuma con afectos de copiosa alegría, «que tocó en exceso y se llevó tras sí la Magestad.» Correspondió Cortés con desabrimiento y aspereza a tales manifestaciones de cariño. Los motivos que tuvo el general español para mostrarse enojado con el emperador azteca, fueron los siguientes. Parece ser que Pedro de Alvarado, durante la ausencia de su jefe, creyó o aparentó creer en una conjuración de los mejicanos contra los españoles, y para castigarla, cuando se hallaban celebrando una fiesta en el Adoratorio principal, se puso al frente de cincuenta de los suyos y cayó sobre los indios, a quien atropelló con poca o ninguna resistencia, hiriendo y matando a los que no pudieron huir o tardaron más en arrojarse por las ventanas del templo. No huelga decir que los españoles despojaron de sus joyas a los heridos y a los muertos. El pueblo mejicano vió el estrago de los suyos y el despojo de las joyas, irritándose, al extremo de tomar las armas y lanzarse á la pelea.

Presentóse Cortés durante la insurrección, que ya llevaba algunos días, y encargó a Diego de Ordaz el castigo de los rebeldes. Portóse muy bien Ordaz; pero los enemigos, cada vez más valerosos, pusieron en cuidado a Cortés, quien dividió sus fuerzas en tres escuadrones y peleó como un león, hasta que huyeron por entonces para volver a la carga al día siguiente. No atendidas las proposiciones de paz hechas por el capitán español, volvióse al combate con más furia. Aunque la victoria acompañaba siempre a los nuestros, no por eso dejaban de hacer mella las pérdidas sufridas. Fueron éstas las siguientes: 40 muertos, la mayor parte tlascaltecas; considerable número de heridos y maltratados, contándose entre ellos más de 50 españoles.

Tampoco era tranquilizadora la conducta de Moctezuma. Dícese—y queremos ser parcos en el relato—que Cortés, cuando la lucha estaba más empeñada, rogó a Moctezuma que, adornado de las vestiduras reales, para atajar tanta sangre, aconsejara la paz a los suyos. Accedió el Emperador, subió al terrado, arengó a los sediciosos, no fué atendido, y una piedra lanzada por sus mismos súbditos—según cuentan nuestros historiadores—le dió en la sien y le derribó en tierra, sucumbiendo poco después. Era el 30 de junio de 1520. En sus últimos momentos, lo mismo Cortés que el P. Olmedo le rogaban que se volviese a Dios y asegurase la Eternidad recibiendo el Bautismo. «Sintió Cortés esta desgracia tan vivamente, que llegó a tocar su dolor en congoja y desconsuelo»[46]. Dice Herrera que Moctezuma se dirigió a sus vasallos mandándoles que no continuasen la batalla. Alguno de los suyos hubo de contestar al Emperador: calla, bellaco, afeminado, nacido para tejer é hilar; esos perros te tienen preso; eres una gallina. «Quiso la desgracia que le acertó una piedra en las sienes: bajó a su aposentó, echóse en la cama, y estuvo tan avergonzado y corrido, que aunque la herida no era mortal, por el sentimiento, y por no querer comer ni ser curado, en cuatro días se murió». Más adelante añade el mismo cronista: «Jamás consintió paño ni cosa sobre la herida: y si se los ponían, muy enojado se los quitaba, deseándose la muerte»[47]. Dijeron algunos cronistas que la flecha o piedra que hirió gravemente a Moctezuma fué arrojada por su primo Cuauhtémoc o Guatimozín. Reinó diez y siete años. «No faltaron plumas, añade el historiador Solís, que atribuyesen a Cortés la muerte de Moctezuma, o lo intentasen por lo menos, afirmando que le hizo matar para desembarazarse de su persona»[48]. Considera Solís semejante afirmación como una calumnia[49].

Fué elegido emperador Quetlavaca, rey de Iztapalapa y segundo elector del imperio[50]. Quetlavaca era digno sucesor de Moctezuma. Renovóse la guerra con verdadero furor en toda la ciudad, especialmente en el gran Adoratorio, ocupado por los mejicanos. Comprendiendo Hernán Cortés que su situación era muy difícil y cada vez más peligrosa, ordenó que inmediatamente se reuniesen sus capitanes y les consultó lo que en semejante apuro debía hacerse, decidiéndose, por último, salir de México aquella misma noche (1.º julio 1520). Formó su vanguardia con 200 soldados españoles, buen número de tlascaltecas y 20 caballos, bajo el mando de Gonzalo de Sandoval, asistido por Acevedo, Ordaz y otros; el centro, parte de la artillería, los hijos de Moctezuma y varios prisioneros de importancia, con el tesoro real; y la retaguardia con el grueso de la fuerza y el resto de la artillería a las órdenes de Pedro de Alvarado, Vázquez de León y otros. Cortés se reservó unos 100 soldados escogidos y los capitanes Alonso Dávila, Cristóbal de Olid y Bernardino Vázquez de Tapia.

Molestados por menuda lluvia, los españoles abandonaron sus cuarteles y cruzaron la silenciosa ciudad. Llegaron a la calzada de Tlacopan, y habiendo encontrado a su entrada una cortadura, arrojaron sobre ella el único puente volante que habían tenido tiempo de construir. Tanto penetró el puente en las piedras, a causa del peso de la artillería y caballería, que ya fué imposible mudarlo a las demás cortaduras. Tampoco por el pronto hubieran pensado en ello, pues los españoles y tlascaltecas se vieron atacados por todas partes. La laguna estaba cubierta de millares de canoas, y desde ellas lanzaban los mejicanos espesas granizadas de flechas y dardos sobre sus enemigos. Una segunda cortadura vino a detener la marcha de la columna, que pasó al fin por un vado o a nado, según unos historiadores, o por una viga de bastante latitud, que dejaron de romper los indios, según otros. Una tercera y última cortadura, más larga que las anteriores, aunque menos profunda, también pudieron salvar, no sin sangrientos combates. Llegó el ejército a tierra con la primera luz del día e hizo alto en Tacuba. Murieron casi 200 españoles, más de 1.000 tlascaltecas, los prisioneros mejicanos que llevaban y 46 caballos. Dióse con razón el nombre de Noche Triste a la citada de 1.º de julio de 1520.

Encaminóse Cortés, primero, hacia el Norte, pasando por Cuantillón y Tepotzolán, y luego, dirigiéndose al Este, por entre la laguna de Tzonpango y el lago de Xaliotán, a Teotihuacán en los llanos de Apán, siempre por caminos ásperos y estériles, luchando con los habitantes del país; al séptimo día de marcha, encontró las montañas que dominan el valle de Otumba. Cuarenta mil guerreros—si damos crédito a las crónicas—esperaban a los españoles en el citado valle. Arremetió contra ellos Cortés, encontrando una resistencia como no podía esperar; pero no había más remedio que la victoria o la muerte. Estaba el general mejicano sobre ricas andas y con el estandarte real al lado. Nuestro caudillo, volviéndose a los suyos, ayudado de los capitanes Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid y Alonso Dávila, se dirigió a ganar aquella insignia, que cayó bajo su poder, y muerto a sus pies, atravesado de un lanzazo, el citado jefe de los indios. Diéronse entonces a la fuga. Cortés se coronó de gloria en la batalla de Otumba (8 julio 1520). Al día siguiente entró en Tlascala con grande alegría de su ejército y más todavía de los tlascaltecas. Cuando se hallaron los heridos, entre ellos el mismo Cortés, en buena disposición, y cuando el ejército obtuvo refuerzos de Vera Cruz y del Senado de Tlascala, la provincia de Tepeaca debía sufrir severo castigo porque en ella fueron asesinados algunos soldados españoles.

Habiendo muerto de viruela el emperador Cuitlahuactzin, fué elegido sucesor Cuauhtémoc, joven belicoso y de grandes arrestos[51]. La guerra iba a continuar con más fuerza. Envió el nuevo Emperador una embajada al Senado de Tlascala ofreciendo de su parte paz y alianza perpetua entre los dos pueblos, libertad de comercio y comunicación de intereses, con la sola condición de que tomase la República las armas contra los españoles. La respuesta fué negativa, a disgusto por cierto de Xicotencal el Mozo, quien, sin embargo de su enemiga a los españoles, hubo de callar, ya porque temió la indignación de sus compañeros, ya porque le detuvo el respeto a su padre.

No dejó de poner en cuidado a Cortés la actitud de algunos de sus soldados, procedentes del ejército de Narváez, los cuales deseaban retirarse a Vera Cruz, para solicitar desde allí recursos de Santo Domingo y Jamaica. Muchos deseaban aproximarse a la costa, tal vez con la idea de abandonar a México. Recordaban seguramente las granjerías que dejaron en la isla de Cuba.

Aunque la situación de Hernán Cortés era poco halagüeña, decidido a llevar adelante su empresa, penetró en territorio tepaocano por Teompantzinco, Zacatepec y Guecholac. En Acatzinco atacó y venció al enemigo, logrando después derrotarle completamente, hasta el punto que los españoles pudieron entrar en Tepeaca. En seguida mandó expediciones contra algunos pueblos que se mantenían fuera de su obediencia, siendo los principales Tecamachalco, Cuauhtichán y Tepexic. Habiendo sometido toda la provincia, no pocos caciques de las cercanías llegaron al cuartel general de Cortés, establecido en Tepeaca, alistándose bajo sus banderas.

No fuera aventurado el indicar que de todos sus cuidados, el mayor sin duda alguna, estaba en México. Cuauhtémoc ganó el corazón del pueblo mejicano y se dispuso con verdadero entusiasmo a luchar por la independencia y la libertad. El joven Emperador, pariente y yerno de Moctezuma, merecía ocupar el trono de sus antepasados. A los caciques de las fronteras les exhortó a la fidelidad y procuró atraérselos con ofertas y dádivas. Poniendo manos a la obra el Emperador, mandó un ejército a pelear con los españoles. Cortés lo destruyó en Guacachula, mas no convenía dormirse en los laureles, y comprendiéndolo así el general español, se decidió a emprender la vuelta a México, recordando, sin duda, la Noche Triste y la batalla de Otumba. Por entonces llegó un bajel a San Juan de Ulúa con 13 soldados españoles mandados por Pedro de Barba; traía también dos caballos, algunos bastimentos y municiones. Dicha fuerza, que por orden de Diego Velázquez venía a ponerse al servicio de Narváez—pues ignoraba el gobernador de Cuba los sucesos de México—pasó a aumentar el ejército de Cortés. Lo mismo sucedió con otro bajel que llegó a la costa con nuevo socorro, dirigido al citado Narváez; conducía ocho soldados a cargo del capitán Rodrigo Morejón de Lobera, una yegua y buena cantidad de armas y municiones.

Ya decidido Cortés a reconquistar la ciudad de México, comprendió que necesitaba 12 o 13 bergantines que pudieran resistir a las canoas de los indios y transportar su ejército a la ciudad. Sabía por experiencia el mal resultado de los pontones levadizos. Se comenzó a cortar madera y ordenó que se trajesen de Vera Cruz la clavazón, jarcias y demás adherentes de los bajeles que él hizo echar a pique cuando formó la resolución de conquistar la citada ciudad.

Nuevos e importantes auxilios recibió Cortés por entonces. Francisco de Garay, que intentaba introducirse en el corazón del imperio mejicano por la parte de Pánuco, tuvo que desistir de su empresa; luego la armada del mencionado Garay, después de andar perdida algunos días por el mar, llegó a la costa de Vera Cruz, donde la gente pasó al servicio de Cortés. Arribó primero un navío con 60 soldados, que mandaba el capitán Camargo; en seguida otro con más de 50, a cargo del capitán Miguel Díaz de Auz, y, por último, un tercero con más de 40 soldados y cuyo capitán se llamaba Ramírez. Habiendo aumentado el número de los españoles, pudo ya Cortés—dada la insistencia de los soldados que vinieron con Narváez, cada vez más deseosos de volver a Cuba—publicar en el Cuerpo de Guardia y en los alojamientos lo siguiente: que todos los que se quisiesen retirar desde luego a sus casas, lo podrían ejecutar libremente y se les daría embarcación con todo lo necesario para el viaje. No todos, aunque sí la mayor parte, usaron del permiso.

Historia de América desde sus tiempos más remotos hasta nuestros días

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