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Heidegger y los fundamentos de la crítica del positivismo y el cartesianismo

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Auguste Comte buscaba la construcción de una filosofía positiva, realista, según él: una filosofía sustentada en la ciencia, en cuya base estarían las matemáticas y en cuya cúspide, la sociología. Ya sostenía en su Curso que el carácter fundamental de la filosofía positiva radicaba en considerar a todos los fenómenos como sujetos a leyes naturales invariables y cuyo descubrimiento y reducción al menor número posible constituían su finalidad (Comte, 2004 [1842]: 30). “Ahora que el espíritu humano ha fundado la física celeste, la física terrestre mecánica o química, la física orgánica, vegetal o animal, le falta completar el sistema de las ciencias de la observación fundando la física social. Ésta es la más grande y apremiante necesidad de nuestra inteligencia” (2004: 37). La física social consuma el proyecto de la filosofía positiva: “la constitución de la física social, completando al fin el sistema de las ciencias naturales, hace posible, e incluso necesario, poder resumir los diversos conocimientos adquiridos, alcanzando ahora un estado fijo y homogéneo, para coordinarlos, mostrándolos como ramas diversas de un sistema único” (2004: 39).

Diremos, sin embargo, que el origen de una intención de cientificidad como la de Comte puede rastrearse aún más atrás. La hallamos en la manera de concebir la mathesis universalis por René Descartes, esbozada en sus Reglas para la dirección del espíritu (1971 [1701]), así como en su célebre Discurso del método (1993 [1637]), tal como queda enunciado con toda claridad en la segunda regla: “Debemos ocuparnos solamente de aquellos objetos que pueden ser conocidos por nuestro espíritu de un modo cierto e indubitable” (1971: 110). Para Descartes, este conocimiento radica, precisamente, en las matemáticas: “Por esta regla rechazamos los conocimientos probables y establecemos el principio de que sólo debemos aceptar los conocimientos ciertos y que no dejen lugar a la más pequeña duda […] Si nuestro cálculo es exacto, de todas las ciencias conocidas, sólo el estudio de la aritmética y la geometría, nos lleva a la observación de esta regla” (1971: 111).

En relación con tales proposiciones, Gilbert Durand afirmará: “lo que instaura Descartes es, en verdad, el ‘reino’ del algoritmo matemático” (1971 [1964]: 27). Si entendemos que el algoritmo es un conjunto preestablecido de ins­trucciones o reglas bien definidas, ordenadas y finitas que permite realizar una actividad mediante pasos sucesivos que no generan dudas a quien realice dicha activi­dad, comprenderemos con claridad lo que Durand nos quiere decir (Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, https://dle.rae.es/?id=1nmLTsh; véase también Ferrater Mora 2009: 105).

Heidegger desarrollará el asunto en sus múltiples consecuencias; de acuerdo con él, en las Reglas de Descartes nos topamos con “una fundamentación de lo matemático para que se convierta en una norma para el espíritu investigador”, más aún, en una norma para todo pensar (2009 [1962]: 131). Agrega que en dicho texto “se acuña el concepto moderno de ‘ciencia’” (Heidegger, 2009: 131). La conclusión a la que llega es contundente: “Ponemos un título a este carácter fundamental de la actitud cognoscitiva moderna si decimos que la nueva pretensión de saber es la pretensión de saber matemática” (2009: 96-97).

Precisamente esto es lo que leemos en la Regla IV, donde Descartes afirma:

Reflexionando sobre esto más atentamente descubro que debemos referir a las matemáticas todas las cosas en que se examina el orden o la medida, importando poco se trate de números, figuras, astros, sonidos o de cualquier otro objeto si se investiga esa medida u orden. Debe, pues, existir una ciencia general que explique todo lo que podemos conocer relativo al orden y a la medida sin aplicación a ninguna materia especial. La denominación de esta ciencia no consiste en un nombre extranjero, sino en el antiguo y usual de matemáticas universales [mathesis uni­versalis], porque contiene todos los elementos que han hecho llamar a las otras ciencias, partes de las matemáticas (1971: 119).

Para poner de manifiesto el problema implicado en este asunto, Heidegger nos remonta a la etimología griega de la palabra: “Lo matemático viene, según la acuñación de la palabra, del griego τά μαθήματα [ta matemata] significa aprender, μάθεσις [mathesis] la enseñanza, y ello, además, en un doble sentido: enseñanza como acudir a la enseñanza y aprender y, por otro lado, enseñanza como aquello que es enseñado” (2009: 98).

De tal suerte distingue las matemáticas de lo matemático y concluye que tomar conocimiento de las cosas es la esencia propia del aprender, de la μάθεσις [mathesis].

Nuestra expresión “lo matemático” tiene siempre este doble sentido; mienta en primer lugar, lo aprehensible en el modo caracterizado y sólo en él; y, en segundo lugar, el modo mismo de aprender y proceder. Lo matemático es aquello abierto en las cosas en lo que ya nos movemos siempre y a partir del cual tenemos experiencia de ellas en general como cosas y como tales cosas. Lo matemático es aquella posición fundamental ante las cosas en la que nosotros tomamos previamente las cosas en relación con cómo nos son, necesitan ser y deben ser ya dadas. Lo matemático es por eso el presupuesto fundamental de las cosas (Heidegger, 2009: 104).

Así, entendemos que la reducción de lo matemático a las matemáticas es un producto de la metafísica moderna que se inicia con Descartes y, a la vez, de una larga y continuada tergiversación de la noción griega antigua. Heidegger aclara que “su esencia no reside en el número como delimitación pura de la pura cantidad, sino a la inversa: sólo porque el número pertenece a tal esencia, pertenece también a lo aprehensible en el sentido de la µάθησις [mathesis]” (2009:104). Concluye: “Por lo dicho, esto no puede querer decir que la ciencia trabaje con la matemática, sino que, más bien, ha preguntado de un modo que tuvo como consecuencia que por primera vez entrara en juego la matemática en sentido restringido” (2009: 105 [cursivas en el original]).

En esta herencia cartesiana, podemos destacar el contraste entre dos puntos de vista, el de Comte y el de Heidegger. El primero lo entiende como la consolidación de un largo proceso que parte de Aristóteles y la Escuela de Alejandría, pasa por la introducción de las ciencias naturales por los árabes en la Europa occidental, durante la Edad Media, y continúa en la modernidad:

Sin embargo, por fijar un momento más preciso y evitar así las divagaciones, señalaré esta fecha, hace dos siglos, en que la acción combinada de los principios de Bacon, de las teorías de Descartes y de los descubrimientos de Galileo, hizo que el espíritu de la filosofía positiva comenzara a erigirse en el mundo en clara oposición al espíritu teológico y metafísico. A partir de ese momento, las concepciones positivas se separaron completamente de la alianza supersticiosa y escolástica que más o menos viciaba el auténtico carácter de todos los trabajos anteriores.

A partir de esa época gloriosa, el movimiento ascendente de la filosofía positiva y el descendente de la filosofía teológica y la metafísica han sido extremadamente relevantes (Comte, 2004: 34-35).4

El segundo punto de vista es el de Heidegger, quien, por su parte, mira el mismo proceso desde una perspectiva crítica:

Ahora bien, la ciencia moderna, a diferencia de las invenciones conceptuales meramente dialécticas de la ciencia medieval y la escolástica, debía fundarse en la experiencia. Y en vez de eso, coloca en primer plano un principio que refiere una cosa que no existe. Exige una representación fundamental de las cosas que contradice la representación común.

En esta pretensión se fundamenta lo matemático, es decir la imposición de una determinación de la cosa que no está generada desde ésta misma de modo acorde a la experiencia y que, igualmente, subyace a todas las determinaciones de las cosas, las posibilita y les abre un espacio. Una tal concepción fundamental de las cosas no es arbitraria ni de suyo obvia. Por eso se precisó de una larga disputa para convertirla en la dominante. Fue necesaria una transformación de la manera de acceder a las cosas, junto con la forja de un nuevo modo de pensamiento (2009: 116).

Heidegger concluye con toda claridad que, desde la perspectiva cartesiana, no es la experiencia la que da validez al conocimiento científico, sino una entidad totalmente abstracta, como los son las matemáticas, las cuales no tienen una referencia directa y práctica a los fenómenos que se investigan, sino solamente una relación mediada. Por ello Heidegger utiliza la frase “una cosa que no existe” para referirse a las abstracciones matemáticas. De tal suerte, “La ciencia moderna es experimental sobre el fundamento de la proyección matemática. El impulso experimental hacia las cosas es una consecuencia necesaria del propio sobrepasar matemático, que pasa por alto todos los hechos. Sin embargo, donde este sobrepasar en la proyección se clausura o se agota, los hechos son meramente constatados y surge el positivismo” (Heidegger, 2009: 120). Esto, además, da lugar a la hipóstasis de las matemáticas por lo verdadero: “En la proyección matemática se consuma la vinculación a los principios exigidos por ella misma. Según esta tendencia interna de la liberación para una nueva libertad, lo ma­temático impulsa desde sí a poner su propia esencia como fundamento de sí mismo y, con ello, de todo saber” (Heidegger, 2009: 117). De tal suerte, el modo reductivo de entender a las matemáticas se impone como paradigma de todo conocimiento “exacto y verdadero”.

Concluimos, así, que este reduccionismo matemático constituye, de suyo, el obstáculo fundamental que debe librar la comprensión profunda, en el ámbito de las ciencias del espíritu. Reduccionismo que, además, da pie a la degradación del modo de concebir el logos, entendido como pensamiento y discurso. Franz K. Mayr ha dado cuenta magistralmente de ello, mostrando de manera deta­llada y sistemática el proceso de degradación del concepto de lenguaje a lo largo de la historia de la filosofía y de las ciencias humanas, el cual culmina en el pobre concepto instrumental del lenguaje, propio de la semiótica, particularmente, la estructuralista, cuyos ejemplos paradigmáticos los encontramos en la obra de A. J. Greimas, así como en la de los estructuralistas Roman Jakobson y Claude Lévi-Strauss.

En ese sentido, resulta importante señalar que ya en la obra de Charles Sanders Peirce, la lógica es presentada, en su sentido general, con el nombre de semiótica, entendida esta última como la doctrina “cuasinecesaria, o formal” de los signos (Peirce, 1965). Por cuasinecesaria, Peirce entiende la observación de los signos por medio de la abstracción; la cual es, para él, un proceso muy parecido al razonamiento matemático llevado a cabo por una inteligencia científica (Peirce, 1965). Quedan así sentadas las bases para la formalización del lenguaje y el uso de la lógica matemática para el análisis del mismo. Ahí están las coincidencias, no importa que la orientación filosófica de Peirce fuera pragmática y la de Greimas, estructuralista.

¿De dónde viene ese concepto reductivo y degradado del lenguaje? De acuerdo con Mayr, mientras que con Heráclito el lenguaje humano “era concebido como adaptación mimética a la esencia de la cosa simbolizada, como presentación del mundo-logos”, con Platón –en contradicción con su propio genio poético– comienza a ser reducido a “un medio de expresión de un pensamiento independiente del lenguaje y su interpretación de la debilidad e insuficiencia del medio lingüístico de expresión” (1994: 319-320). “La teoría aristotélica del lenguaje, entendida como una reflexión última sobre la cultura decadente de la polis, ya había orientado la predicación humana (kat-egoría: acusación) hacia el intercambio de mercancías y la actuación judicial” (1994:139). En una larga y penosa sucesión, nuevos pasos en ese sentido conducen a “la concepción de las ideas como presentación de la cosa”; “la pérdida creciente de los símbolos lingüísticos a favor de los signos precisos y formales”; “la fijación ahistórica del lenguaje en formas estándar que, desde el siglo xvii, llevan a cabo las academias; y el lenguaje sígnico de las matemáticas” (1994: 341-342). Gadamer constata este proceso señalando que

Es forzoso reconocer que toda comprensión está íntimamente penetrada por lo conceptual y rechazar cualquier teoría que se niegue a aceptar la unidad de palabra y cosa.

Pues bien, la situación es aún más complicada. Lo que se plantea es si el concepto de lenguaje, del que parten la moderna ciencia y filosofía del lenguaje, hace en realidad justicia al estado de la cuestión. En los últimos tiempos se ha alegado con razón desde el flanco lingüístico que el concepto moderno del lenguaje presupone una conciencia del lenguaje que es a su vez un resultado histórico y que no puede aplicarse para el comienzo del proceso histórico, en particular para lo que era el lenguaje entre los griegos. El camino iría desde la completa inconsciencia lingüística propia del clasicismo griego hasta la devaluación instrumentalista del lenguaje en la edad moderna (1999: 484).

En ese sentido, resulta verdaderamente ingenua, por no decir irrisoria, la crítica que propone Greimas de las hermenéuticas de Durand y Lacan, poniendo en evidencia su profunda incomprensión de los problemas que plantea la interpretación de los símbolos:

La misma inversión de la problemática del lenguaje se halla agravada en las especulaciones relativas a la naturaleza simbólica de la poesía, del sueño y de lo inconsciente: esta especie de asombro ante la ambigüedad de los símbolos, la hipóstasis de esta ambigüedad considerada como concepto explicativo y la afirmación del carácter “inefable” del lenguaje poético, de la riqueza inagotable del simbolismo mítico llevan a personas tan sagaces como J. Lacan o G. Durand a introducir en la descripción de la significación juicios de valor y a establecer distinciones entre palabra verdadera y la palabra social, entre un semantismo auténtico y una semiología vulgar […] todo lo que es del campo del lenguaje es lingüístico, es decir, posee una estructura lingüística idéntica o comparable y se manifiesta gracias al establecimiento de conexiones lingüísticas determinables y, en gran medida, determinadas. Llegaríamos tal vez a “desmitificar” a costa de esto ese mito anagógico moderno según el cual hay en el lenguaje zonas de misterio y zonas de claridad. Es posible –es ésta una cuestión filosófica y no ya lingüística– que el fenómeno como tal sea misterioso, pero no hay misterios en el lenguaje [sic] (Greimas, 1987 [1966]: 87-88 [cursivas en el original]).

En primer lugar, Greimas demuestra la pobreza de su concepto de símbolo, su incomprensión de la poesía y su ignorancia respecto de los fenómenos del sueño y de lo inconsciente. En segundo lugar, cree que no hay misterios en el lenguaje porque lo reduce a sus estructuras formales analizables, pero el lenguaje es mucho más que eso. Se hace, así, evidente, la razón por la cual Durand demuestra que Greimas reduce el símbolo a signo (Durand, 1971 [1964] y 1993 [1979]). Y, si aun el signo lingüístico común (arbitrario, carente de toda motivación, totalmente adecuado y que remite a un significado que puede estar presente o ser verificado empíricamente) es, por definición, polisémico, es decir, interpretable; por su parte, el símbolo, que es concreto, motivado e inadecuado y cuyo significado está referido a abstracciones imposibles de presentar de manera empírica: es inagotable en sus posibles sentidos y siempre interpretable desde nuevas perspectivas, por tanto, sólo parcialmente cognoscible; ninguna de sus interpretaciones lo puede agotar.

Greimas será quien, partiendo de una concepción reductiva e instrumental del lenguaje, concebirá una ciencia del lenguaje “profiláctica”, “neutral”, ahistórica. Una ciencia, en apariencia, libre de todo prejuicio.5 En realidad, su ciencia es puro cientificismo, objetivismo, reduccionismo, es decir: una filosofía del lenguaje reductiva, propia de su tiempo, inmersa en un horizonte de pen­samiento positivista y cartesiano. Su manera de pensar puede ser rastreada perfectamente dentro de la historia de las ideas: coincide, exactamente, con el racionalismo cartesiano del siglo xvii “que en el plano lingüístico persigue el ideal de una ‘lengua de cálculo’ formal, según el proyecto de una mathesis universalis”, sustentado en “la idea de una objetividad del lenguaje” (Ferraris, 2002: 43-44). A Greimas le viene como anillo al dedo la crítica que Gadamer lleva a cabo del racionalismo iluminista: “Esta ‘ciencia libre de prejuicios’ ¿no está compartiendo, mucho más de lo que ella misma cree, aquella recepción y reflexión ingenua en la que viven las tradiciones y en la que está presente el pasado?” (1999: 350). Como sabemos, la ciencia, en tanto conocimiento humano situado en un horizonte histórico de pensamiento, nunca puede ser neutra. Siempre está inmersa en una tradición. De ahí que Heidegger señale que la investigación “debe asumir un punto de partida crítico: toda investigación se mueve en un nivel de interpretación de la vida dado con anterioridad y en unos modos de hablar sobre el mundo dados también con anterioridad” (2014b: 77).

La hermenéutica filosófica ha demostrado que, inevitablemente, a la hora de interpretar un discurso o cualquier fenómeno social o natural, todo intér­prete proyecta sus categorías de pensamiento sobre lo interpretado, así, no existe ni puede existir un punto de vista “objetivo, neutral y desinteresado”. Heidegger ataca este prejuicio como el más pernicioso para la investigación, junto con el del encuadramiento sujeto-objeto, destaca que la pretensión de un observador exento de perspectiva “eleva la falta de crítica a principio, haciéndola figurar explícitamente entre las consignas de la en apariencia suprema idea de cienti­ficidad y objetividad, contribuyendo así a extender una ceguera radical […] La configuración de la perspectiva es lo primero en el ser” (2000a:106-107). El ser humano es siempre un ser situado en un mundo de vida específico y orientado por un tipo de pensamiento particular que es propio de su horizonte cultural, construido social e históricamente.

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