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La hermenéutica de Gadamer y la interpretación de la obra de arte

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En un sentido hermenéutico, la obra de arte puede ser entendida a la vez como manifestación y como revelación de lo que estaba presente pero no podía ser visto sino a condición de ser transfigurado para poder ser re-conocido. Es así como interpreto lo dicho por Gadamer, cuando al referirse a la obra de arte afirma que en la obra de arte “algo único que se nos representa, por lejano que sea su origen, gana en su representación una plena presencia” (1999: 173). Y esta representación deja tras de sí todo cuanto es casual e inesencial (1999: 158). Esta idea puede entenderse mejor si hacemos referencia al modo en el cual Ricoeur entiende la metáfora, al mostrar su poder de redescribir la realidad: “la metáfora es el proceso retórico por el que el discurso libera el poder que tienen ciertas ficciones de redescribir la realidad” (2001: 13). En las artes visuales será a través de la transfiguración de la forma que se logrará develar lo inefable.

Podemos completar esta proposición con otra anterior que nos muestra la obra de arte como revelación de una verdad que conmueve al espectador: “Lo que realmente se experimenta en una obra de arte, aquello hacia lo que uno se polariza en ella, es más bien en qué medida es verdadera, esto es, hasta qué punto uno conoce y reconoce en ella algo, y en ese algo a sí mismo” (Gadamer, 1999: 158). Vista desde tal perspectiva, la obra de arte procede de un modo hermenéutico en un doble sentido: interpreta al mundo y a la vez lo expresa de una forma particular que revela su sentido; nos lleva de lo presente mudo a lo manifiesto elocuente. “En el reconocimiento [que propicia la obra de arte] emerge lo que ya conocíamos bajo una luz que lo extrae de todo azar y de todas las variaciones de las circunstancias que lo condicionan, y que permite aprehender su esencia” (1999: 158). A la anterior afirmación podemos agregar la siguiente que la completa de manera excelente: “La obra sólo ‘habla’ cuando habla ‘originariamente’, esto es, ‘como si me lo dijese a mí mismo’. Esto no significa en modo alguno que lo que habla de esta manera tenga que medirse por un concepto ahistórico de norma” (1999: 671). La estética, concebida como disciplina normativa del arte es, así, descartada.

Gadamer llega a esta conclusión después de haber establecido una comparación entre el juego y el arte, comparación tras la cual podemos entender al arte como representación, como construcción y como transfiguración de lo existente. Para Gadamer, la representación a que da origen la obra de arte no es un mero repetir copiando, sino un conocimiento de la esencia que apela al espectador, que lo conmueve. Para llegar a la representación de la esencia, la obra de arte se vale de los medios que son los suyos propios y que son los únicos por medio de los cuales le es posible mostrar lo inefable. Se vale así, dirá Gadamer, de recursos como la abstracción y la exageración mostrativa. Por medio de la transfiguración que crea a la obra de arte “se produce una desproporción óntica insuperable entre lo que ‘es como algo’ y aquello a lo que quiere semejarse” (1999: 159).

Precisamente, es en tal sentido que Gadamer entiende que la obra de arte se transforma en una construcción, es decir, se convierte en una creación autónoma que refiere al mundo de una manera reveladora de su esencia. Al interpretar la vida, la obra de arte busca el sentido interior, hondo e inescrutable de las cosas y, al expresarlo, da a conocer eso interior que estaba oculto. Resulta, desde este punto de vista, perfectamente claro, tal como lo ha mostrado Gadamer, que la obra de arte ni se agota en, ni se puede definir a partir de lo estético: “el comportamiento estético es más que lo que él sabe de sí mismo. Es parte del proceso óntico de la representación” (1999: 161). Lo estético (transfiguración) es sólo la forma que sirve a la manifestación de la esencia, no la esencia misma. La esencia es este poder mostrar, poder hacer patente, poner ahí delante, como dice Heidegger al referirse al modo de revelar la verdad que se da en el arte. Hace referencia, en particular, a la noción griega antigua de techné [tέcnh], de la que se deriva el concepto occidental de arte. Para intentar recuperar este sentido que asume la obra de arte, en Occidente, debemos remontarnos a la antigua Grecia

En realidad, lo que llamamos “arte” es un fenómeno que aparece en el mundo griego clásico, y en una época muy concreta: en torno al siglo vi a. C., que viene a coincidir con el establecimiento de la democracia en Atenas. Toda una serie de “prácticas” que requerían una destreza o habilidad especiales, se engloban en el término techné [έ], que los latinos traducirán por ars, de donde procede nuestra palabra moderna.

Pero entre todas esas prácticas, que abarcaban un universo muy amplio –la navegación, la caza, la pesca, la medicina, las artesanías...–, los griegos, distinguieron un subgrupo específico, asociándolas con otro término: mimesis (traducido tradicionalmente como “imitación”, aunque una traducción más precisa sería “representación”, en el sentido de escenificación).

Este subgrupo estaba integrado por la poesía, que iba unida a la música y la danza, la pintura y la escultura. La unidad que se establecía entre todas ellas se cifraba en su asociación con la “mimesis”, con la producción de imágenes, como podemos leer en la Poética de Aristóteles: “el poeta es imitador, lo mismo que un pintor o cualquier otro productor de imágenes”.

Y esto significa que la techné mimetiké, el arte, estructura un plano espe­­cífico de la experiencia humana: el de la imagen, la ficción, producidas por una intencionalidad propia, independiente de los planos político, religioso o moral (Jiménez, 1999: 52).

Acertadamente, Wladislaw Tatarkiewicz, quien parte de la misma etimología greco-latina del concepto actual de arte, nos previene en el sentido de que tales acepciones no tenían el mismo significado del que hoy día tiene la palabra “arte”. “La línea que une la expresión contemporánea más reciente con las que le precedieron es continua pero no recta. A través de los años se ha alterado el sentido de las expresiones. Los cambios han sido suaves pero constantes, y a través de milenios han hecho que cambie totalmente el sentido de las antiguas expresiones” (Tatarkiewicz, 2004: 39).

Resulta indispensable volver al origen, preguntarnos por el significado de lo que se entendía por techné mimetiké. Esto, además, hará posible acercarnos a una acepción más precisa del significado del concepto de mimesis. Para ello seguiremos la sistemática reconstrucción del concepto que llevó a cabo Tatarkiewicz. El autor nos dice que la palabra μίμησις [mimesis] es posterior a Homero y a Hesíodo, siendo su etimología original, oscura. Señala que es “muy probable que se iniciara con los rituales y misterios del culto dionisíaco: en su primer significado (bastante diferente del actual) la mimesis-imitación representaba los actos de culto que realizaba un sacerdote –baile música y canto–” (Tatarkiewicz, 2004: 301). Se aplicaba, sustantivamente, a la danza, la mímica y la música. “La imitación no significaba reproducir la realidad externa, sino expresar la interior. No era aplicable a las artes visuales” (2004: 301). Gadamer también evoca ese antiguo significado: “La teoría antigua del arte, según la cual a todo arte le subyace el concepto de la mimesis, de la imitación, partía también evidentemente del juego que, como danza, es la representación de lo divino” (1999: 157).

En el siglo v a. C. el término “imitación” pasó del culto a la terminología filosófica y comenzó a designar la reproducción del mundo externo. La significación cambió tanto que Sócrates sintió ciertas reticencias en llamar “μίμησις” al arte de pintar y utilizó palabras parecidas […] Pero Demócrito y Platón no sintieron tales escrúpulos y utilizaron la palabra μίμησις [mimesis] para denotar la imitación de la naturaleza (Tatarkiewicz, 2004: 301-302).

A tal acepción se agregará la que compartieron Platón y Aristóteles: “‘Imitación’ significó para ellos copiar la apariencia de las cosas” (Tatarkiewicz, 2004: 302). Surgió como resultado de la reflexión que se llevó a cabo sobre la pintura y la escultura. En adelante, se entendió así la función de tales artes. No obstante, cada autor concibió la teoría de la imitación (o representación) a su manera. Seguiremos, a continuación, la vertiente aristotélica del término, la cual nos servirá para mostrar el punto de vista que nos interesa desarrollar.

Al inicio de su Poética, Aristóteles enumera las artes miméticas y describe algunos de sus aspectos:

Pues, así como con colores y figuras algunos imitan muchas cosas tratando de copiarlas (unos por arte y otros por costumbre), mientras que otros lo hacen mediante la voz, igualmente en las mencionadas artes todas realizan la imitación mediante el ritmo, la palabra y la música, bien separadamente, bien mezcladas. Por ejemplo: valiéndose tan solo de la música y el ritmo, la aulética y la citarística y todas aquellas otras artes que por su función resulten ser del mismo estilo, como el de las siringas; del ritmo únicamente, la coreografía, ya que también los bailarines imitan caracteres, pasiones y acciones a través de los ritmos de las posturas que van configurando (Aristóteles, 2002: 33 [1447a]).

Aristóteles refiere así la amplia gama de artes que se basan en la mímesis, entendida como imitación, así como de los recursos específicos de los que se vale cada una de ellas para lograrlo y de las diferencias específicas entre éstas:

Pero hay algunas artes que hacen uso de todos los recursos mencionados –me refiero al ritmo, la melodía y el metro–, como la poesía ditirámbica, el nomo, la tragedia y la comedia; pero difieren en que unas los emplean todos a la vez y otras, en cambio, por partes. Ésas, pues, digo que son las diferencias entre las artes por los medios con los que realizan la imitación (2002: 35 [1447b]).

Tatarkiewicz aclara muy bien la diferencia implícita entre copiar la realidad, mecánicamente, y re-crearla, distinción sustantiva, como hemos visto, para comprender en qué consiste la obra de arte. “Aristóteles sostuvo la tesis de que el arte imita la realidad, pero la imitación no significaba, según él, una copia fidedigna, sino un libre enfoque de la realidad; el artista puede presentar la realidad de un modo personal” (2004: 303). Aristóteles afirma que el artista puede presentar a las cosas, no sólo como son, sino, también, como deberían ser (2002: 35 [1448a]). Debido a su particular inclinación, Aristóteles se preocupó más de la poesía que de las artes visuales. “Para Aristóteles la ‘imitación’ fue, en primer lugar, la imitación de las actividades humanas; sin embargo, fue convirtiéndose gradualmente en la imitación de la naturaleza, de la que se suponía derivaba su perfección” (Tatarkiewicz, 2004: 303). En particular, la teoría aristotélica de la tragedia resulta idónea, tanto para ayudarnos a comprender el concepto de mimesis como para mostrar el modo de darse la revelación de la verdad en la obra de arte y, más aún, para permitirnos poner de manifiesto la forma particular, por medio de la cual se da la revelación de lo esencial de la existencia humana.

Justamente, Gadamer hace referencia a las razones que lo llevaron a tomar la tragedia clásica como punto de partida para exponer su concepto de arte:

Incluso las tragedias clásicas, aunque estuvieran compuestas para una escena fija y solemne y aunque hablasen sin duda a su propio presente social, no eran como los accesorios de la escena, determinados para una sola aplicación o guardados en el almacén para aplicaciones posteriores. El que pudieran ser repuestas y que incluso pronto se las empezase a leer como textos no ocurrió sin duda por interés histórico, sino porque eran obras que seguían hablando (1999: 671).

Recordemos lo ya señalado anteriormente en el sentido de que en la Grecia del siglo v a. C. la tragedia era todavía ese arte total del rito, inmerso en la sustancia mítica, que conjugaba todas las artes: poesía, música, canto, espacio arquitectónico ceremonial, escenografía y vestuario, para lograr su finalidad catártica. Aristóteles compara la epopeya con la tragedia, señalando sus semejanzas como formas de la perfección literaria, siendo ambas composiciones en verso de gran extensión; el tema, las acciones y las personas principales son serios y elevados por encima de lo cotidiano; indica luego, el filósofo, que la diferencia existente entre los dos géneros es de carácter formal (Aristóteles, 2002: 43-47 [1449b, 1450a y 1450b]; Düring, 1987: 271). En forma sucinta, define a la tragedia como la representación de una acción grave, expresada en un lenguaje poético, representada por actores y teniendo un efecto principal en el espectador, el del placer que se deriva de vivenciar las sensaciones y emociones humanas fundamentales, experimentando un efecto final, catártico, el sentimiento y el placer de eliminar esos afectos (Aristóteles, 2002: 45 [1449b]; Düring, 1987: 272-273). Abunda sobre el carácter de las acciones y su efecto en los espectadores:

Y puesto que la imitación no lo es sólo de una acción completa, sino de hechos capaces de provocar el terror y la compasión, y estos ocurren sobre todo cuando se producen contra lo esperado unos a causa de otros, pues así tendrán el carácter asombroso en mayor medida que si se deben al azar y la fortuna, ya que incluso de entre los sucesos derivados de la fortuna resultan ser mucho más maravillosos todos los que parecen haberse producido expresamente, como, por ejemplo, la forma en que la estatua de Mitis en Argos mató al culpable de la muerte de Mitis cayéndole encima cuando la contemplaba, pues parece que tales sucesos no se producen al azar, de ello se deduce que necesariamente los argumentos de esa especie son los más bellos (2002: 55 [1452a]).

Concluye: “Pero el reconocimiento más propio del argumento y más propio de la acción es el que acabamos de decir, pues tal reconocimiento y peripecia acarrearán o compasión o terror, situaciones provocadas por acciones de las que se supone que la tragedia es imitación, puesto que el infortunio y la felicidad dependerán de semejantes acciones” (Aristóteles, 2002: 57-59 [1452a, 1452b]). Son estas características de la tragedia a las que apelará Gadamer “para ilustrar la estructura del ser estético en general”. Afirma que “lo trágico es un fenómeno fundamental, una figura de sentido, que en modo alguno se restringe a la tragedia”, por lo cual resulta de gran utilidad a la hora de mostrar lo que la obra de arte es (1999: 174).

Aunque parecería obvio, lo dicho así por Gadamer tiene importantes consecuencias: “La tragedia es la unidad de un decurso trágico que es experimentado como tal […] Lo que se entiende como trágico sólo se puede aceptar. En este sentido se trata de hecho de un fenómeno ‘estético’ fundamental” (1999: 176).

A partir de aquí, Gadamer se propone averiguar qué significan las emociones provocadas por la acción de la tragedia: “Pues bien, por Aristóteles sabemos que la representación de la acción trágica ejerce un efecto específico sobre el espectador. La representación opera en él por éleos y phóbos. La traducción habitual de estos efectos como ‘compasión’ y ‘temor’ les proporciona una resonancia demasiado subjetiva” (1999: 176). De ahí que argumente en el sentido de entender de manera más plena las emociones que produce la tragedia, definiendo éleos como “la desolación que le invade a uno frente a lo que llamamos desolador. Resulta, por ejemplo, desolador el destino de un Edipo” (1999: 176). Al interior de la trama de la tragedia, éleos y phóbos se articulan de tal modo que producen un efecto emotivo muy profundo: “En el modo particular como se relacionan aquí phóbos y éleos al caracterizar la tragedia, phóbos significa el estremecimiento del terror que se apodera de uno cuando ve marchar hacia el desastre a alguien por quien uno está aterrado. Desolación y terror son formas de éxtasis, del estar fuera de sí que dan testimonio del hecho irresistible de lo que se desarrolla ante uno” (1999: 176-177). Concluye:

Aristóteles piensa en la abrumación trágica que invade al espectador frente a una tragedia. Sin embargo, la abrumación es una especie de alivio y solución, en la que se da una mezcla característica de dolor y placer […] En ese sentido la tragedia opera una liberación universal del alma oprimida. No sólo queda uno libre del hechizo que le mantenía atado a la desolación y al terror de aquel destino, sino que al mismo tiempo queda uno libre de todo lo que le separaba de lo que es (Gadamer, 1999: 177).

Así, resulta que los sucesos presentados por el mito y la tragedia son profundos y trascendentes, en términos de la experiencia humana y, por eso, mueven las emociones, cuya catarsis deben provocar. Tragedia y mito tienen el mismo fin: que el hombre pueda conocer el thelos divino que subyace y estructura al cosmos. Por lo cual, dirá Gadamer: “Frente al poder del destino el espectador se reconoce a sí mismo y a su propio ser finito” (1999: 178). Se trata de “una especie de autoconocimiento del espectador, que retorna iluminado del cegamiento en el que vivía como cualquier otro” (1999: 179). Más allá de lo puramente estético, es esto, precisamente, lo que ocurre, en esencia, en toda gran obra de arte, es esta experiencia espiritual a la que nos convoca el arte. A partir de aquí, llegamos a un concepto de obra de arte que destaca lo dramático y lo arquetípico como una unidad orgánica, estructurada, para presentar sustan­tivamente los temas universales e imperecederos bajo una forma estética. Puede ampliarse el sentido que tenía en la Grecia clásica, siguiendo la explicación cuidadosa y, desde la filosofía, contundente, de Heidegger:

Antes no sólo la técnica llevaba el nombre de tέcnh. Antes se llamaba tέcnh también a aquel salir lo oculto que trae-ahí-delante la verdad, llevándola al esplendor de lo que luce.

Antes se llamaba tέcnh también al traer lo verdadero ahí delante de lo bello. Tέcnh se llamaba también a la poίhsiV [poiesis (creación)] de las bellas artes.

En el comienzo del sino de Occidente, en Grecia, las artes ascendieron a la suprema altura del hacer salir de lo oculto a ellas otorgada. Trajeron la presencia de los dioses, trajeron a la luz la interlocución del sino de los dioses y de los hombres. Y al arte se le llamaba sólo tέcnh. Era un único múltiple salir de lo oculto. Era piadoso, prόmoV [promos], es decir, dócil al prevalecer y la preservación de la verdad.

Las artes no procedían de lo artístico. Las obras de arte no eran disfrutadas estéticamente. El arte no era un sector de la creación cultural. ¿Qué era el arte? ¿Tal vez sólo para breves y altos tiempos? ¿Por qué llevaba el sencillo nombre de tέcnh? Porque era un hacer salir lo oculto que trae de y que trae ahí delante y por ello pertenecía a la poίhsiV [poiesis]. Este nombre lo recibió al fin como nombre propio aquel hacer salir lo oculto que prevalece en todo arte de lo bello, la poesía, lo poético (1994: 36).

En esta aproximación de Heidegger al asunto, puede entenderse que en la obra de arte “el ente sale al estado de no ocultación de su ser. El estado de no ocultación de los entes es lo que llamaban los griegos άlhJeia [alétheia]. Nosotros decimos ‘verdad’ y no pensamos mucho al decir esta palabra. Si lo que pasa en la obra es un hacer patentes los entes, lo que son y como son, entonces hay en ella un acontecer de la verdad” (1985: 63). Heidegger (1985) opone la noción griega de verdad como develación a la noción racionalista que la concibe como idea o representación. Mientras la forma de saber griega muestra la verdad, el racionalismo la reduce y la violenta. Así, para él, la esencia de la obra de arte sería el ponerse en operación la verdad del ente (1985: 63).

Por medio de la unidad de forma y contenido de la obra de arte se logra su finalidad total, catártica, ya se trate de la literatura, de las artes visuales, de la danza, de la música o de cualquier otra manifestación artística. De ahí que toda obra de arte sea selectiva y esté estructurada por un principio sintético unitario. Por medio de la unidad de forma y contenido, series de sucesos, imágenes, acciones y palabras se convierten en un todo unitario, ordenado y significativo.

Desde un punto de vista estructural, obra de arte, mito y visión del mundo (Weltanschauung) son comparables; participan de lo arquetípico, al presentar los temas esenciales de la vida humana desde un punto de vista coherente y estructurado. La acción y la inteligibilidad de la misma son indisolubles y están insertos en la trama del relato, son puestos de relieve por su intencionado carácter dramático y su estructura ordenada. En las artes visuales figurativas puede establecerse una equivalencia entre la trama de la obra literaria y la estructura narrativa de la imagen (Amador, 2008: 113-135). Se pone de manifiesto, así, el modo hermenéutico de operar de la obra de arte. Gadamer muestra que el sentido primordial de la obra de arte es la develación de una verdad que no puede expresarse de otro modo: “La presencia de la obra de arte es un acceso-a-la-representación del ser” (1999: 211). Para el espectador de la obra de arte, “Lo que le arranca de todo lo demás le devuelve al mismo tiempo el todo de su ser” (1999: 174).

Gadamer también se referirá al cambio de función y significado del arte que aparece con sus manifestaciones contemporáneas y a los nuevos problemas que su comprensión plantea:

Sin embargo, el aspecto hermenéutico me sigue pareciendo ineludible para toda discusión estética de nuestros días. Precisamente desde que el “antiarte” se ha convertido en un lema social y desde que el pop art y el happening, pero también conductas más tradicionales, buscan formas de arte contrarias a las representaciones tradicionales de la obra y su unidad, y pretenden jugársela a la univocidad de la comprensión, la reflexión hermenéutica tiene que preguntarse qué pasa con esas pretensiones (1999: 672).

Al problema planteado, el autor responde que también en esas manifestacio­nes artísticas hay algo que comprender, continúa existiendo un problema hermenéutico:

La respuesta es que el concepto hermenéutico de la obra se cumplirá siempre que en este género de producción siga habiendo identificabilidad,23 repetición y que ésta merezca la pena. Mientras semejante producción, si es que lo desea ser, obedezca a la relación hermenéutica fundamental de comprender algo como algo, esta forma de concebirla no será para ella en ningún caso radicalmente nueva. Este “arte” no se distingue en realidad de ciertas formas artísticas de carácter transitorio conocidas desde antiguo, por ejemplo, el baile artístico. Su rango y pretensión de cualidad también son tales que incluso la improvisación que no se repetirá nunca intenta ser “buena”, y esto quiere decir idealmente repetible y que en la repetición se confirmaría como arte (1999: 672).

Gadamer subraya, sin embargo, que estas manifestaciones contemporáneas deben por lo menos poder distinguirse “del simple truco o del número del prestidigitador” (1999: 672). De no ser así, dirá, citando a Hegel, serán tan vanas como un número de prestidigitación cuyo truco ya se ha descubierto (1999: 672).

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