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La hermenéutica como exégesis de textos sagrados

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El problema inherente a la relación entre discurso y significado es algo que las hermenéuticas antiguas y medievales ya conocían y trabajaban; el asunto era ya muy claro y definido. Grondin señala que en el caso de las hermenéuticas de esas épocas: “salvo raras excepciones, se trataba el proceso de interpretar como un problema especial del que se ocupaba una disciplina auxiliar dentro de las ciencias exegéticas” (2002: 43).

Resultan aquí, pertinentes, las observaciones de Ricoeur que abren la discusión en torno al problema hermenéutico, en su obra El conflicto de las interpretaciones:

No es inútil recordar que el problema hermenéutico se plantea ante todo dentro de los límites de la exégesis, es decir, en el marco de una disciplina que se propone comprender un texto, comprenderlo a partir de su intención, sobre la base de lo que quiere decir. Si la exégesis ha suscitado un problema hermenéutico, es decir, un problema de interpretación, es porque toda lectura de un texto por más ligada que esté al quid, a “aquello en vista de lo cual” fue escrito, se hace siempre dentro de una comunidad, de una tradición o de una corriente de pensamiento viva, que desarrolla presupuestos y exigencias […] (2003: 9).

A continuación, Ricoeur referirá ejemplos sobre las distintas posibilidades interpretativas de un mismo texto, como la particular interpretación de los mitos griegos por los estoicos o la interpretación rabínica de la Thorá, sumamente distinta de la que los apóstoles llevan a cabo del Antiguo Testamento.

Acerca del Hexateuco, Gerhard von Rad (2005 [1958]) señala la dificultad o paradoja de principio que plantea su interpretación; por un lado, la aparente unidad de intención que presenta su contenido y, por otro lado, la diversidad de periodos de elaboración y de documentos que lo componen. Su primer aspecto, la unidad de intención de contenido, pertenece a los enunciados que son ma­teria de fe para los creyentes, mientras que lo segundo, saber distinguir los diversos periodos de redacción de los textos, descubrir las divergencias, las coincidencias y las contradicciones que existen entre los distintos documentos, corresponde a las tareas propias de una hermenéutica crítica. El elemento constante es el credo histórico, mientras que el variable es su expresión externa, y dentro de ésta, especialmente, el grado de penetración y manipulación teológica de los documentos originales (2005: 2).

Manuel Lavaniegos, en su reciente obra, Horizontes contemporáneos de la hermenéutica de la religión, plantea con claridad los problemas de comprensión e interpretación que son inherentes a la experiencia religiosa:

La religión, o mejor dicho, las diferentes religiones, históricamente determinadas, constituyen procesos de elaboración de los individuos y los grupos humanos a fin de constituir un horizonte de sentido para sus enigmas originarios y últimos, fundamentales o destinales […] La propia acción religiosa implica de suyo una actividad interpretativa (una hermeneia) constante, es decir, una comunicación y una transformación de los símbolos sagrados en el seno de una tradición que preserva, transmite e intenta comprender su sentido o, mejor aún, el “excedente de sentido” consustancial a lo santo, a lo divino, que siempre conduce hacia un “más allá del más allá” (Ernst Bloch) y que siempre, inevitablemente, se repliega en el Misterio (2016: 14-15).

Mauricio Beuchot señala que, en los términos de entender a la hermenéutica como interpretación de textos, “los medievales vieron como texto la realidad misma, el mundo como un texto cuyo autor es Dios. Decían que Dios había escrito dos textos: la Biblia y el Mundo, aunque, más que escrito, este último fuera también prolación verbal, habla, pues la palabra de Dios actúa, hace, es acción significativa” (2015: 19).

Por lo que se refiere, en particular, a las hermenéuticas cristianas, la de san Agustín, por ejemplo, distingue entre el sentido propio y el sentido transpuesto, y la de santo Tomás entre el sentido literal y el sentido espiritual. Orígenes hablará de tres niveles de sentido en el texto bíblico: el literal, el moral y el alegórico o anagógico. Como tendencia predominante dentro de la hermenéutica cristiana medieval, posterior a Orígenes y a inspiración suya, veremos “la coexistencia de un sensus literalis, histórico, con un sensus espiritualis, místico, dividido, a su vez, en alegórico, moral y anagógico” (Ferraris, 2002: 24).

Ricoeur pone de manifiesto las implicaciones que se desprenden de la pluralidad de sentidos contenida en los textos:

¿En qué conciernen estos debates exegéticos a la filosofía? En que implican toda una teoría del signo y de la significación, como puede verse, por ejemplo, en De Doctrina christiana de san Agustín. Más precisamente, si un texto puede tener varios sentidos, por ejemplo, uno histórico y otro espiritual, es necesario recurrir a una noción de significación mucho más compleja que la de los llamados signos unívocos, requeridos por una lógica de la argumentación. Finalmente, el trabajo mismo de la interpretación revela un propósito profundo, el de vencer una dis­tancia, un alejamiento cultural, acercar al lector un texto que se ha vuelto ajeno e incorporar así su sentido a la comprensión presente que un hombre puede darle por sí mismo (2003: 9-10).

Con el florecimiento del humanismo en el Renacimiento, el pensamiento de la Europa latina transita de un teocentrismo medieval a un humanismo religioso, antropocéntrico, sustentado en los clásicos griegos y latinos (Lafaye, 2005). Giovanni Pico della Mirandola afirma que la sustancia del hombre acoge en sí, por esencia propia, las sustancias de todas las naturalezas y el conjunto del universo entero. Mientras que, para su maestro, Marsilio Ficino, el alma humana es el centro de toda la armonía universal. A la humanitas de Cicerón que significa cultura, educación y pedagogía, propias del hombre libre, y con la cual están relacionadas todas las disciplinas que lo hacen propiamente humano, Petrarca le agrega la acepción de “amor hacia nuestros semejantes”. Los métodos de pensamiento e interpretación y los ideales del humanismo se extienden a múltiples ámbitos de la cultura europea, teniendo una fuerte influencia sobre la escolástica y la teología cristianas (Ferraris, 2002: 32). De cara al monolitismo dogmático de la teología oficial, en el Renacimiento prosperan todas las artes y todos los saberes que son dignos del hombre y se abre la posibilidad de múltiples interpretaciones.

En cuanto a la teología y la filosofía cristianas, Erasmo de Rotterdam será la figura más destacada de este periodo, se mantendrá dentro del “ejercicio perenne de la Philosophia Christi, y con la observancia de una inflexible seriedad moral” (Ferraris, 2002: 32). Siguiendo a Ebeling, Ferraris afirmará que la aportación de Erasmo a la interpretación de las Escrituras consiste en destacar la importancia de las implicaciones ético-religiosas para la filología y la aplicación más rigurosa de los métodos histórico-gramaticales. Inicialmente, tales apor­taciones no entrarán en conflicto con la tradición exegética del catolicismo romano. Una nueva sofisticación filológica “adjudica al sensus literalis una insospechada exactitud” (Ferraris, 2002: 32). Su defensa de la libertad de pensamiento, que buscó la inspiración en los autores clásicos griegos y latinos, se opuso tanto a los hábitos más rígidos y autoritarios de la institución eclesiástica como a muchas de las ideas convencionales de su época, basadas en la superstición. Señaló que el mal había que buscarlo en el formalismo, en el respeto ciego a la tradición y en el inmovilismo, destacando que la respuesta debía buscarse en la enseñanza de Cristo.

Erasmo fue consecuente en sus críticas a los poderes establecidos y a los abusos que los malos religiosos hacían de ellos. Debido a eso, todas las obras de Erasmo fueron censuradas e incluidas en el Índice de Obras Prohibidas por el Concilio de Trento. De manera similar fueron denunciadas por la mayoría de los pensadores protestantes. Su aportación a la hermenéutica bíblica fue fundamental. “La crítica filológica de las Sagradas letras, y las pullas de Erasmo contra los monjes ignorantes (monachatus non est pietas [la profesión monacal no es garantía de piedad] solía decir) han contribuido en gran medida a crear el clima propicio de la Reforma” (Lafaye, 2005: 90-91). Relata Lafaye que

El mismo Erasmo había resumido en una especie de confesión jaculatoria el significado de toda su obra: “Intenté restaurar la teología decadente, sacarla de sus sofísticas argucias, volviendo a las fuentes y a la sencillez primitiva. Me esforcé por devolver su resplandor a los Sagrados Doctores de la Iglesia. A las bellas letras, antes casi paganas, les enseñé a hablar de Cristo. Colaboré con todas mis fuerzas al reflorecimiento de las lenguas clásicas […]” (Lafaye, 2005: 91).

“De la acción del humanismo sobre el pensamiento y el sentimiento religiosos nació la Reforma protestante” (Guignebert, 1993 [1927]: 198). Esta nueva vitalidad de la filología que despierta el humanismo, enriquecerá, también, las interpretaciones de los reformadores.

Por otra parte, la filología se sustenta, en el medio alemán, de asuntos teológicos y de hermenéutica religiosa con una intensidad superior a la que pudo alcanzar en las culturas latinas, de modo que los estudios humanistas terminan por convertirse en el presupuesto y el órgano de una transformación religiosa (el centro principal de la Reforma, la universidad de Wittemberg, es también un centro filo­lógico de primera importancia, en el cual se concede un valor preponderante al estudio de los clásicos en sus textos originales, y en consecuencia, al estudio de las lenguas sagradas –latín, griego y hebreo) (Ferraris, 2000: 33).

La Reforma eliminará la necesidad de la mediación de la Iglesia entre el creyente y el texto sagrado y liberará la posibilidad de la interpretación de la Escritura de la tutela eclesiástica. De tal suerte, Lutero afirmará que el creyente debe dirigirse a la Escritura, que es clara y comprensible, y no a la jerarquía eclesiástica. Así, se dirá que “la Biblia es intérprete de sí misma, no tiene necesidad de la tradición para ser comprendida, sino, al contrario, es la tradición la que debe medirse constantemente con la Escritura para verificar su validez propia” (Ferraris, 2000: 35 [cursivas en el original]). En función de esta perspectiva, los cánones de interpretación se vuelven decisivos. La mística alemana y la tradición platónica que adjudican una “inspiración divina” a los poetas, servirán de orientación a la hermenéutica bíblica reformadora para dotar al texto de la Biblia del carácter de una inspiración divina (Ferraris, 2000: 34).

Aunque ingenuo, en cuanto a la idea de la claridad del texto bíblico en sí mismo, el punto de vista reformador será de gran trascendencia al abrir y multiplicar las posibilidades interpretativas de la Escritura, de cara al cerrado dogmatismo, autoritario e intolerante de la Iglesia romana, obsesionada con ejercer un riguroso control doctrinal sobre los fieles. Obsesión acrecentada a partir de la Contrarreforma. Sin embargo, resulta importante destacar que “los protestantes no llegaron a emanciparse enteramente de las tradiciones que, lógicamente, hubieran debido rechazar. Tampoco se liberaron completamente de la escolástica” (Guignebert, 1993: 208).

Sobre esta hermenéutica teológica o exégesis de los textos sagrados, Grondin hace referencia a la manera en la cual fue acuñado el término hermenéutica por primera vez; como se verá, alude, inmediatamente, al problema de interpretación que suscitan, de suyo, las Escrituras sagradas:

El término hermenéutica vio la luz por vez primera en el siglo xvii cuando el teólogo de Estrasburgo Johann Conrad Dannhauer lo inventó para denominar lo que anteriormente se llamaba Auslegungslehre (Auslegekunst) o arte de la interpretación. Dannhauer fue de ese modo el primero en utilizar el término en el título de una obra suya, Hermeneutica sacra sive methodus exponendarum sacrarum litterarum, de 1654, título que resume por sí solo el sentido clásico de la disciplina: hermenéutica sagrada, es decir, el método para interpretar (exponere: exponer, explicar) los textos sagrados. Si hay necesidad de recurrir a ese método, es porque el sentido de las Escrituras no goza siempre de la claridad de la luz del día (2008: 21).

La hermenéutica islámica medieval fue muy clara en definir los problemas de interpretación que plantea la lectura de su libro sagrado, el Corán. Los estudiosos del islam, Richard Bell y William Montgomery Watt, sostienen que su interpretación requiere “un estudio serio, porque no es en absoluto un libro fácil de entender. No es un tratado de teología, ni un código de leyes, ni una colección de sermones, sino que participa de los tres aspectos, junto a otros más” (1987 [1970]: 11). Siguiendo lo expresado por Ignaz Goldziher en su estudio sobre las exégesis del Corán, Bell y Watt señalan que cada obra sobre el texto envuelve una forma de interpretación y que esta idea se funde con la interpretación “tradicional”. “El Corán está lleno de alusiones, claras en el tiempo de su revelación, que se irían oscureciendo para las generaciones posteriores” (Bell y Watt, 1987: 163).

En lo que respecta a distinguir diferentes niveles de significado propios del libro sagrado del islam, el Corán, se nos dice:

El libro de Dios –explica el vi Imán– comprende cuatro cosas: la expresión enunciada (‘ibárat); la intención alusiva (isárat); los sentidos ocultos, relativos al mundo suprasensible (latá’if), y las supremas doctrinas espirituales (hagá’iq). La expresión literal está dirigida al común de los fieles (awamm). La intención alusiva concierne a la elite (jawáss). Los significados ocultos corresponden a los Amigos de Dios (awliyá), y, las supremas doctrinas espirituales, a los profetas (anbiya, plural de nabi) (Corbin, 1977: 238).

La proposición se apoya en un hadith del Profeta que dice así: “El Corán tiene una apariencia externa y una profundidad oculta, un sentido exotérico y otro esotérico (cada nivel contiene otro nivel, a imagen de las Esferas celestes, embutidas unas en otras); y así sucesivamente hasta siete sentidos esotéricos (siete niveles de profundidad oculta)” (Corbin, 1977: 238). La estructura comprensiva se repite a lo largo de todas sus imágenes explicativas, muestra lo inagotable de su verdad en la pluralidad de los sentidos.

Tal como hemos podido ver hasta ahora, desde la Antigüedad la her­menéutica se planteó el problema de establecer las diversas dimensiones de significado de los textos sagrados. Ya sea desde una perspectiva clásica o una moderna, estamos frente a un sistema semántico complejo, en el cual el enunciado de un plano sirve de punto de partida para introducirse en el significado del nivel siguiente y, así, sucesivamente.

En particular sobre la tradición bíblica y su interpretación, Ricoeur pone de manifiesto el carácter histórico de la tradición hermenéutica (2003: 31-60). Para mostrar las bondades de una fenomenología hermenéutica, cuya primacía se sitúa en la dimensión diacrónica –en lo que Gadamer (1999) llamaría la “histo­ricidad de la interpretación”– Ricoeur (2003) sigue la extraordinaria exégesis de Gerhard von Rad (2005) del Antiguo Testamento, demostrando que, en ese caso particular, es posible hablar de una primacía de la historia. “El trabajo teológico sobre estos acontecimientos [bíblicos] es, en efecto, una historia orde­nada, una tradición que interpreta. Para cada generación, la reinterpretación del fondo de las tradiciones confiere un carácter histórico a esta compren­sión de la historia, y suscita un desarrollo cuya unidad significante es imposible de proyectar en un sistema” (2003: 47-48). Concluye: “Así se encadenan las tres historicidades: después de la historicidad de los acontecimientos fundadores –o tiempo oculto– y de la historicidad de la interpretación viva por parte de los escritores sagrados –que constituye la tradición–, tenemos ahora la historicidad de la comprensión, la historicidad de la hermenéutica” (Ricoeur, 2003: 48). Se hace referencia, así, a tres temporalidades: el tiempo originario, narrado en el texto de las Escrituras, el tiempo de los autores y compiladores de las Escrituras y, finalmente, el tiempo de las sucesivas interpretaciones de las Escrituras. Queda claro que la hermenéutica bíblica, junto con la tradición grecolatina, constituyen los pilares fundamentales de la tradición occidental y han suscitado una diversidad, sumamente variada y extensa, de interpretaciones posibles.

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